Luis Alberto de
Cuenca,
poesía negra
Es de noche. Ciudad de Getafe. He dejado el Volvo aparcado
encima de una acera. La cercanía compensa el riesgo.
Camino deprisa. Vengo de Mad Madrid donde el tiempo gusta
-burlón- de echarse encima de quienes allí
vivimos. Llego en un minuto a mi destino. Un teatro que
conozco y me parece apolillado, pero la noche hace su
magia y hoy es un lugar vivo. Perfecto. Perfecto para
el acto que se va a celebrar. Un poeta, mi predilecto,
va a ofrecer una lectura o recital o performance en el
marco del festival de novela policíaca Getafe Negro.
Me siento en la primera fila. A Luis Alberto, LAC
como le suelen llamar en la prensa y que es un acrónimo
precioso para utilizar en un libro negro, le presenta
Tacha, que es la nieta de José Hierro.
Pero enseguida se queda solo. Solo en el escenario negro.
Más blanco su rostro que el cuervo blanco gigantesco
que decora el telón de fondo. Solo con sus libros
y poemas. Acompañado de sus libros y poemas; y
de esa memoria extraña que le permite olvidar acontecimientos
pero jamás uno de sus versos. Es tarde para él.
He oído que antaño fue animal nocturno pero
ahora es voluntaria y decididamente diurno. Su cara blanca
está cansada. Hasta que empieza a hablar. El alma
no sabe de cansancios. Cuenta una historia o trama novelesca
que le servirá para ensartar como un hilo las cuentas
negras con las que formará el collar de las
Lolas negras. Una beca que no le fue concedida
cuando era casi un niño. Un hombre muy joven para
no escribirlo de modo paternalista. La idea era adaptar
textos en prosa. Convertir prosas en poemas. Las prosas
eran las Lolas negras. Los poemas son las Lolas negras.
Nueve. Si le hubiesen concedido la beca habría
cincuenta o sesenta Lolas negras, pero sólo hay
nueve. Nueve milímetros parabellum. Perfecto de
nuevo. Negro y perfecto. Creo que detrás de mí
no hay demasiado público. Peor para quien no estuvo.
Tanto peor para ellos, que diría un francés.
Filmo -sin levantarme del asiento- la liturgia. Negra
liturgia. Luis Alberto de Cuenca improvisa.
Ya no está cansado. Parece solo, en su biblioteca
de poder de la calle Don Ramón de la Cruz. Un creador
solo pensando en voz alta. El público es un voyeur
que asiste a un crimen. Ya no es de noche pero tampoco
es de día. Las Lolas negras disparan y sangran
y bailan y se dejan acariciar por ropa interior verde.
Suenan aplausos. Tanto Lorenzo Silva
como yo jugamos a público feliz y curioso. Hacemos
preguntas. Pocas. Luis Alberto vuelve a estar cansado.
Estoy allí porque he prometido llevarle a casa.
Porque sabía que estaría fatigado y no hay
mejor guía y protector en la noche de cualquier
ciudad que el jamás modesto escritor Javier
Puebla. Por eso he aparcado sobre una acera.
Para que Luis Alberto no tuviese que andar. Viajamos hasta
Mad Madrid en el vetusto Volvo que me ha cedido
mi padre. La conversación es inolvidable. No tengo
espacio para escribirla. Ni espacio de voluntad de hacerlo.
Lo dejo en su casa. Una llave entrando en la cerradura
de un portal negro. Arranco y con el sabor de una velada
irrepetible, acelero y me pierdo.