EL
AMADO
BERLANGA
Ya no está. Cierto que hacía muchos meses,
meses que hasta suman años, que apenas estaba,
que Luis García Berlanga apenas estaba, se iba
apagando como las llamas de la chimenea que tengo enfrente
mientras escribo y en la que sólo quedará
ceniza porque hoy no voy seguir alimentándola.
Me mira Berlanga desde la portada del periódico
que ha comprado esta mañana mi mujer y aunque mi
primera intención era dedicarle este columna a
los premios Ateneo de Novela de Sevilla, con los que el
grupo Anaya se ha marcado la originalidad y la audacia
de publicarlos a la vez en papel y formato electrónico,
al encender el ordenador me doy cuenta que no tengo ganas
de escribir sobre premios, ni siquiera sobre el Goncourt
que ha ganado el eterno adolescente -somos del mismo año-
Michel Houellebecq. Alonso,
el piloto español de formula uno más internacional
y famoso de la historia, rezumaba tristeza como una vasija
de barro gastado al fallar en el gran premio de Abu Dhabi;
pero su tristeza no es nada en comparación de la
que sienten miles y más miles de personas ante
la muerte a los ochenta y nueve años de Berlanga.
Hay quien es empático y consigue identificarse
casi con cualquiera, meterse en la piel de quien desea
y comprenderlo y saber como es por dentro. Pero hay también
quien es capaz de generar empatía incluso a una
piedra. Era el caso de Berlanga. ¿A quién
le caía mal Berlanga? ¿Quién deseaba
que se muriera de una vez para a su vez poder descansar
y morirse tranquilo? Personalmente nunca he conocido a
nadie que lo odiase, no recuerdo que me hayan hablado
más de él, que nadie me haya dicho -como
de cualquier otro, pues es lo normal- que era un cabronazo
o un hijo de puta o un trepa que sabía mirar hacia
otro lado cuando para escalar había que pisar cabezas
inocentes. Claro que cuando yo le conozco es mayor y ha
triunfado y no tiene nada que demostrar. Probablemente
cuando era joven sí cometió errores como
sucede a cualquiera, pero mirando su retrato en la portada
del periódico resulta evidente
que fue capaz de vencerse a sí mismo, que en su
madurez su rostro supera en calidad y calidez al que enseñan
las fotos de cuando tenía treinta. Hay muy pocas
personas que sean físicamente más atractivas
a los ochenta que a los treinta: los que se han sido fieles,
los alquimistas de sí mismos que se han transformado
en el filtro filosofal que los reconcilia con la extraña
y -por naturaleza frustrante- experiencia que es la vida.
¿Escribirán hoy todos los columnistas sobre
Berlanga? Estaría bien, sería bonito que
sin ponernos de acuerdo todos los creadores de opinión
de diarios y revistas cantásemos a Luis
García Berlanga, cada uno a su modo peculiar
y único hasta formar un prisma o mosaico que lo
dibujase casi completo. No sucederá, ya sé.
Como no sucede la inmortalidad. Hay gente que no debería
de morirse, pero también se mueren, claro. Berlanga
era uno de ellos. Aún vivirá, de algún
modo, en su familia, en las películas que hizo
y en nuestros corazones. Aún arderá el fuego
que supo encender durante algún tiempo. Nadie puede
decir cuánto. Cuánto tiempo.