Creo que es habitual entre
escritores no leer, o leer poco, cuando se está
escribiendo una obra propia de cierta extensión
y calado. En mi caso nunca había sido así.
Estar escribiendo nunca me había apartado del placentero
vicio de leer, excepto el pasado invierno. Quizá
la obra era muy larga, más de seiscientos mil caracteres,
quizá el verme obligado a consultar libros de referencia
para documentarme hizo que mi subconsciente empezase a
considerar trabajo lo que normalmente es placer, o quizá
simplemente sucedió. Da igual. Sucedió y
punto. Cuando terminé el novelón -hace unos
días un editor me ofreció sesenta mil euros
por la obra sin haberla leído siquiera, pero ¿quien
lee en el mundo literario?- me encontré sobre la
mesa del salón 73 libros esperándome con
las páginas pudorosamente no abiertas. Elegí
3. El que más me gustó o enganchó
o entretuvo fue, es extraño, el menos literario
o con menores pretensiones literarias: Los huéspedes,
de Rubén Sánchez Trigos;
lo pasé muy bien entre sus páginas. Habitación
doble, de Luis Magrinyá me pareció
deslumbrante estilísticamente, pero aún
no me lo he acabado. Y el que estaba mejor escrito de
todos, El jardín dorado, de Gustavo Martín
Garzo, lo disfruté hasta aproximadamente
la mitad y volví a dejarlo en la mesa de los 73.
Y cogí a David Lodge. El placer
vicioso de leer volvió como por ensalmo. Qué
delicia. Que tipo más cínico, so english.
Quizá too much english, porque el maravilloso traductor
que es Jaime Zulaika se las ve y se las
desea para mantener los juegos de palabras del profesor
-honorario- Lodge. El libro, en inglés, se titula
Deaf sentence. Sentencia de sordera, traducido
de forma literal, lo cual no remite de ningún modo
a la idea de Death sentence, sentencia de muerte, del
original. Zulaika ha optado por titular la espléndida
novela de Lodge, como La vida en sordina. Estuve probando
traducciones alternativas -no voy a ponerlas para no hacer
el ridículo- y acabé aceptando que la traducción
de Zulaika era más que suficiente. Supongo que
no por simple coincidencia, sino por la alegre maldad
que caracteriza al escritor londinense, el libro está
dedicado a sus traductores más amados (no incluye
a Zulaika, hace mal), y supongo que debe de dormir a pierna
suelta imaginando lo mal que lo pasan los pobres para
encontrar paralelos a sus juegos de palabras. No conozco
los nombres de los traductores citados en la traviesa
dedicatoria, aunque Lodge presume de que es amigo personal
de todos ellos, sin embargo hay algunos nombres exóticos
como Susumu Takagi o Luo Yirong.
¿Se puede traducir a Lodge al chino o al japonés
o al coreano? Diría que no, el sentido del humor
oriental nada tiene que ver con el occidental, así
que en absoluto envidio la labor de “los amigos
personales” de David Lodge. Y aprovecho esta columna
para darle las gracias a mis traductores al portugués,
Alex Tarradellas y Rita Custodio,
pues es sin duda gracias a ellos que Tigre Manjatan ha
vendido en el país luso en sólo dos semanas
casi tantos ejemplares como vendió en España
en su primer año.
Carpe
diem, visitante nº
Que los hados guíen tus pasos