AGUSTÍN
JIMÉNEZ,
BRILLAR COMO UN IDIOTA
Sucede en algunas, muy raras,
ocasiones que una obra de teatro parece no acabarse nunca,
ser capaz de mantener el favor del público cada
vez que se representa aunque cambien los actores, el local
y hasta el idioma. El ejemplo más incontestable
es La Ratonera de Agatha Christie,
que lleva en Londres casi sesenta años en cartel,
y de cuyo éxito solo puede ser responsable el texto,
porque evidentemente ni el director de la primera versión
ni los actores de la misma ya poco tendrán en común
con los actuales. En Francia, pero también en toda
Europa, Arte se representó durante años.
Y en esa misma estela se encuentra La cena de los
idiotas; con el añadido de que también
existe una película del mismo título que
arrasó a nivel mundial. Vi en su momento, en un
cine de Dakar, la peli en su lengua original. Más
tarde volví a verla en video doblada al español.
Y tenía curiosidad si podía seguir divirtiéndome,
pareciéndome tan brillante, en un teatro. Si no
me patina la meninge creo que la obra ya se había
representado en Madrid, aunque el elenco no era el mismo.
Al menos no todo el elenco. Pero hablo de memoria, y mi
memoria ni es en absoluto de fiar ni tampoco importa.
Lo que sí importa es que Le Diner de Cons, La cena
de los idiotas, no sólo me gustó tanto como
la primera vez que la vi en un cine de la capital de Senegal
hace más de dos lustros, sino que incluso me gustó
más, mucho más, en el teatro Infanta
Isabel de la calle Barquillo. Será coincidencia
pero todas las obras que he visto en el Infanta Isabel
en los últimos dos años me han gustado e
incluso impresionado; inolvidable El mercader
de Venecia. Pero parezco idiota, no acabo de
hablar de lo que quiero y ya se me empieza a terminar
el espacio. ¿A quién diablos le importa
que yo haya estado en Dakar, que sea bilingüe en
francés o que la programación del Infanta
Isabel me parezca tan coherente y lograda como la de Anagrama,
la editorial de Jorge Herralde? Aunque
ni siquiera como idiota soy, seré nunca, nadie,
si me comparo con el deslumbrante “tonto del culo”
que compone el actor Agustín Jiménez,
y que hace sombra al mismísimo Chema Yuste;
quien sí, está muy bien, claro, como siempre,
pero ni su papel -hace de editor capullo- es tan agradecido,
ni su interpretación consigue emborrachar a nadie:
ni a él ni al público. Es una delicia oír
reírse a la gente -personas de aspecto culto y
comedido- hasta el punto de perder el control, seguir
riéndose cuando ya ha terminado la broma o el gag,
enjuagándose las lágrimas que les ha provocado
la risa, y es más que una delicia cuando los actores
tienen al público tan metido en el bolsillo que
se permiten una pausa -en plena acción- de casi
cinco minutos, en la que los espectadores se reían
solos: nerviosos, hipnotizados, trasformados en niños.
¡Qué bien me lo pasé! Como un idiota
feliz. Feliz, pero no el idiota brillante y deslumbrante
que compone Agustín Jiménez. Aún
ahora sonrío recordando gestos, guiños,
momentos. Aún ahora aplaudo. Plas plás.
Aplaudo con letras con el mismo entusiasmo que hice la
pasada noche del jueves con las manos.