Lo lleva tatuado en el brazo. El título
de su novela. De su novela traducida al francés. Favorita
para el premio más importante de novela negra en el
país galo. Camino de ida. Aller simple. Suena
mejor en francés que en español, aunque no sepas
ni comprendas demasiado bien el francés. Solo ida.
Como la vida, al menos el trecho o fragmento de vida que yo
conozco, del autor de “Aller simple” de “Camino
de ida”, Carlos Salem, el escritor
nacido en Argentina no sé cuando y afincado en España
desde tampoco sé cuando.
Salem se consiguió colar en el cerradísimo mundo
de la literatura española a través de un hueco
que abrió desde IMPAR, una revista para solteros
y divorciados que prácticamente hacía él
entera y que tenía nada menos que ocho páginas
en cada número dedicadas a los libros. Ocho páginas
que dependían de la voluntad de Salem. Trató
con generosidad e inteligencia (sólo hablaba de autores
buenos) a muchos; pero estábamos en España y
la generosidad suele pagarla el español hinchándose
como un globo y convenciéndose a sí mismo que
la merece por méritos propios, que sólo le dicen
la verdad que merece su genio.
Salem no estaba dentro pero había abierto un hueco,
un pequeño agujero, como los de las zapatillas transpirables
Geox. Y luego abrió otro. Otro agujero. Y sus Geox,
sus zapatos, sus libros, comenzaron a respirar. El Bukowski
Club, un pub en Malasaña en la que se hacían
“jam sessions” de poesía, relatos cortos
o lo que fuese. Un lugar en el que tantos escritores alcohólicos
podían tomarse alguna copa más de las que pagaba.
De la mano de uno de los habituales, Gonzalo Torrente
Malvido llegó al programa Las Noches Blancas
de Fernando Sánchez Dragó;
pero antes había conseguido lo más importante:
una editorial dispuesta a apostar por él. No se trataba
Planeta, ni Alfagura, ni siquiera de Maeva o Roca. Era una
editorial más pequeña, pero de una eficacia
y voluntad perturbadoras: SALTO DE PÁGINA. Y Salem
saltó. Saltó al ruedo pequeño y cerradísimo
de la literatura española. Quizá se podría
haber ahogado allí, pero le salvó el ser argentino
de origen, la capacidad de comprender Europa como una unidad.
Se salvó del mismo modo que a los escritores españoles
de postguerra les salvó la censura de Franco. Viajó
a Francia. Encontró a una editora, cuyo nombre ahora
mismo no recuerdo, y fue traducido al francés. Entonces
sí. Entonces los ojos de críticos y lectores
y editores se abrieron fascinados, como sucede siempre en
España cuando algo viene refrendado desde fuera; a
veces de Inglaterra o Alemania, pero casi siempre desde Francia.
Y ahora ahí está. Ahora Carlos Salem ya existe.
Y no sólo existe, sino que su cabeza siempre cubierta
por un pañuelo, preferiblemente negro, ha sido vista
en televisiones, revistas y periódicos. Su cabeza cubierta
y su brazo tatuado. Ojalá gane el prestigioso concurso
francés. Aunque casi da igual. Porque ya lo ha conseguido.
Está dentro. Y ha luchado tanto y tanto que no va a
dejar que le echen. Matar y guardar la ropa, otro de sus títulos.
Y Pero sigo siendo el rey. Larga vida a Salem. Larga vida
al rey.
Carpe
diem, visitante nº
Que los hados guíen tus pasos