Hace apenas..., hace unos
días..., hace sólo...
hace solo seis años publiqué la columna
que sigue en La Opinión de Murcia. Le haré
algún cambio para utilizarla, pero sigue siendo
tan actual como lo era entonces.
Parcelitas de "poder"
Todo quisqui tiene su parcelita de poder, pequeña
o grande pero la tiene. El conductor del autobús,
que puede esperar o dejar en tierra al presunto pasajero
que llega corriendo, el camarero del bar que te atiende
cuando le sale de las narices: ya o dentro de una hora,
el empresario (of course) que decide quien puede seguir
pagando las letras del piso o quedarse en la calle, y
hasta la señora, o el señor, que nos vende
el pan y si le caemos simpático nos da una barra
bien horneadita o por el contrario, si no le gusta nuestra
cara, nos envuelve en papel una barra de ayer, porque
en estos tiempos el número de clientes -como es
la filosofía de toda multinacional ya contagiada
hasta a los más pequeños- es infinito.
En Murcia o en Móstoles o en El Escorial, incluso
en Ponferrada o Ares o Los Alcázares generalmente
el personal utiliza su parcela de poder con sabiduría
y generosidad (de vez en cuando a alguien se le va la
olla, pero no es muy habitual). En cambio en las grandes
ciudades: Roma, Nueva York, París, Londres o Madrid
los urbanitas utilizan su parcela de poder con la misma
generosidad y mesura que mostró Adolfo Hitler con
los judíos o los alegres dictadores de las repúblicas
bananeras con sus ciudadanos. Si un conductor de autobús
ve por el retrovisor que una ancianita se aproxima a tanta
velocidad como le dan las piernas se apresura a cerrar
puertas, meter primera y ver como la ancianita se va haciendo
pequeña pequeña pequeñita, ay
que delicia, en el centro de su enorme espejo retrovisor.
Y lo mismo sucede en todas partes: una embarazada inicia
la maniobra de aproximación de sus nalgas a un
asiento vacío en el metro o el tren cuando otra
chica no embarazada hace uso y abuso de su agilidad y
deja a la embarazada con el trasero en pompa y sin sitio
donde colocarlo.
Y si esto es cierto en la vida cotidiana y anónima,
perpetrar esas pequeñas maldades con gente sin
rostro y cuyo malestar sólo puede ser imaginado,
mucho más acusado es en las empresas, en los gremios
y en cualquier grupo dónde las personas si se conocen
y además están ligadas por férreas
estructuras de poder. Es en esos campos donde la parcelita
que nos toca a cada uno se administra con más astucia,
o mala leche, o generosidad auténtica (rara vez),
porque ahí el aspirante a dictador de república
bananera sí que goza con la desazón o el
desasosiego del compañero o empleado a quien pone
la zancadilla, pues le conoce. Ya verás como
Pelaez no duerme en tres noches si le digo que como llegue
otra vez tarde en lo que queda de mes se puede dar por
despedido.
Todos tenemos nuestra parcelita de poder. Todos. Y personalmente
no me siento muy orgulloso de como he utilizado la mía,
o las mías, durante muchos años; recuerdo
que en otro periódico mi jefe de opinión
me reprochaba que utilizaba las columnas para mis venganzas
personales y en parte- me ha costado diez años
reconocerlo- tenía razón. Pero ahora, que
soy más sabio, o al menos he rebajado -gracias
a la edad mi nivel de ignorancia, intento administrar
mis parcelitas de poder siempre del modo más impecable
posible. Y no por bondad, lo confieso. Sino por egoísmo.
Me gusta la tierra limpia.
Nota: escribí -como ya he dicho al
principio- esta columna en el año 2004, y la publiqué
en el diario La Opinión. Odio la actualidad. Odio
que se me obligue a vivir en el supuesto presente. Y por
eso hoy la he recuperado, porque su espíritu es
tan cierto hoy como cuando la dejé brotar por primera
vez.