EL
ESCORIAL
Y SUS DELICIOSOS
CURSOS DE VERANO
Hace treinta y tres años que veraneo
en El Escorial, pero siempre había sobrevolado sin
tocarlos los celebérrimos cursos de verano que tantas
páginas llenan en la prensa. Hasta este año.
Este año he dejado de sobrevolar. Me he posado. En
el punto más alto del palomar. Hotel Felipe II, a pocos
metros del bar que jamás se libra de mi presencia cuando
hace demasiado calor en Mad Madrid: La Horizontal (o el bar
de la “ardilla”, como le llama mi hijo Max). Y
me posé porque desde la deliciosa terraza de “el
Felipe” por medio de esa telepatía asistida que
es el teléfono móvil me convocó mi muy
querido amigo, y el poeta a quien más he leído
y admiro, Luis Alberto de Cuenca. Debo decir
que la fama de los cursos de verano de El Escorial, que se
les califique tradicionalmente como “deliciosos”,
es tan justa como justificada. En mi primera jornada en el
Felipe tuve la suerte de coincidir con la amable y amada Ana
Gavín, tan deliciosa como el más delicioso
curso de verano. Pero también con el siempre sorprendente
Diego Valverde, con la aguda, genial e impertinente
Julia Uceda, y con el poeta y editor mejicano
Víctor Manuel y su mujer, la poeta
y novelista Jennifer y Clement, de quien
había leído en la publicación que hizo
Anagrama hace seis años, si no me falla la memoria,
Una historia verdadera basada en mentiras, que me encantó.
Me dedicó su siguiente novela, publicada por Planeta
y con una portada algo “dudosa” (a diferencia
de Anagrama la editorial Planeta publica pensando en el supermercado),
El veneno que fascina (estoy con ella, y me está gustando
muchísimo).
Como ave nocturna que soy lo más delicioso de los deliciosos
cursos de verano de El Escorial acontece cuando el sol se
apaga tras Avantos y la señorial terraza del “Felipe”,
apenas iluminada por cálidas bombillas de wolframio,
se llena de bebidas espiritosas y conversaciones ingeniosas.
Tendrían que haber escuchado a Luis Alberto de Cuenca
poniendo puntos sobre las íes, o la pasión de
mister Diego Valverde, las confidencias de Ana Gavín,
o los planes, inagotables, del tan serio como “enredador”
y capaz: Tomás Fernández, organizador
de facto de los cursos, amén de autor y editor del
grupo Anaya, que es también el que publica en la actualidad
mi humilde obra narrativa. La última noche, ya se iban
Jennifer Clement, también es la directora de un Pen
Club de verdad (los hay, y muy cerca “de mentira”),
el de Méjico, y Víctor Manuel, y Luis Alberto
de Cuenca leía a la mañana siguiente sus versos
antes de clausurar el curso de poesía que había
organizado con una chica delgada y diamantina llamada Antonia,
cuando en nuestra mesa se sentó Concha Sastre;
no sé si catedrático o profesora de Filología
en Valladolid, y la conversación acabó derivando
hacia las dificultades, e imposibles, de la traducción,
y en particular de la del inglés al español.
Peleamos desde el Alicia en el país de las maravillas
hasta El guardián entre el centeno. Conversación
literaria apasionante e irrepetible. Me fui feliz: la sonrisa
desbordándome los labios y cosquilleándome el
cerebro.
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