Meando
Estoy viendo la formula uno
en la tele un domingo mientras almuerzo con mi esposa (así
es como más le gusta que le llame, como son las ladies,
¿verdad?) y se me ocurre filosofar que el triunfo
permanente de Alonso en la categoría reina del automovilismo
dependerá de que no aparezca ningún supermán.
Y a continuación, la audacia de la ignorancia, hablo
con tanto desparpajo como si supiera, de boxeo, ciclismo:
Indurain, Amstrong..., al lado de tales superhombres no hay
quien destaque. Aunque claro, Amstrong, con lo del cáncer,
se debía meter lo que le diese la gana. Y entonces
mi chica (espero que me permita llamarla así en esta
segunda cita) me cuenta las barbaridades que hacen los ciclistas:
se sacan sangre, la congelan, vuelven a metérsela cuando
van a hacerles un control..., y a mí se me ocurre preguntar
si en otros deportes también hacen controles y me responde
que sí. ¿Entonces también a Alonso
se le agacha un señor para ver si el pis que le da
para examinar le sale del pito o de una botellita del bolsillo?
¿Y también a los del fútbol? Sí,
a todos ellos, es la respuesta terrible, indigna. Indigna
porque a mí me indigna, porque si a mí
se me agacha un señor para ver si el agüita amarilla
es de reciente fabricación o ha salido de la nevera
en verdad en verdad les digo que le meo en la cara y
me quedo tan fresco y a paseo con mi carrera deportiva, que
por mucha pasta que me den y mucha gloria y demás puñetas
a mí no me compensaría tanta humillación,
tal falta de confianza, ese tener que someterse a gusanos
intermediarios que dictan normas -literalmente, según
parece- hasta acerca del modo en que se debe mear.
Ya estoy arrebolado, desarbolado y enajenado, me ha subido
el filete (proteínas, droga, subidón) y tras
a mandar a paseo mi imposible carrera deportiva comienzo a
pontificar sobre la libertad del individuo para tomar lo que
le dé la gana y allá él si se muere o
si no se muere, si sus rivales se inyectan aceite de ricino
o ácido ribonucleico. La libertad, la sagrada libertad...
Mi chica me mira con paciencia, intentando escuchar que pasa
en la carrera, el amigo Alonso lo tiene crudo, pero -sin duda
por culpa del dopaje llamado filete con patatas- yo ya estoy
como una moto y a continuación paso a imaginarme y
a relatar en voz alta que sucedería si a los escritores
también nos sometiesen a ese tipo de controles, si
Baudelaire no hubiese podido emborracharse, atiborrarse de
opio, o si al autor de Alguien voló sobre el nido del
cuco le hubiesen negado la publicación de la novela
porque la escribió bajo los efectos del LSD. En
mi profesión, en el mundo del cine, la escritura, el
arte en general, drogarse, doparse, siempre había estado
bien visto. En tiempos un escritor o bebía
o era un pringado. Ahora no, ya sé; ahora trabajamos
como hormiguitas norteamericanas fabricantes de best-seller
y llevamos los vicios más o menos en secreto. Pero
la imagen tendría su gracia. Dibujenlos en
su cabeza, por favor: los, y las, grandes de nuestras letras
teniendo que mear en un botecito delante de un señor
o una señora antes de acudir a cobrar el importe de
la liquidación anual o un premio. Claro que,
en nuestro caso, quizá los controladores a quien tendrían
que mirar los meados no sería a los autores. Yo dopado,
¿y qué? Si quiere controlar de verdad, gusano,
a mí dejeme en paz y mírele al pipí a
mi “negro”.