La reina del pop-art español
Conocí a María Luisa Sanz, vicariamente, hace
seis o siete años en la ciudad de Hamburgo, donde acudí
en compañía del diplomático Diego Sánchez-Bustamante,
a la sazón cónsul general en Stuttgart, para
asistir a la inauguración de la enésimo exposición
que su amigo Joaquín Capa realizaba en Alemania. A
él, a Joaquín Capa, fue a quien por primera
vez escuché hablar de María Luisa, “mi
chica”, como la llamaba cada vez que comenzaba a referir
cualquiera de las muchas anécdotas protagonizadas por
su mujer, por María Luisa Sanz. Me cayó bien
de antemano, porque Capa la presentaba con un aire novelesco
o de cómic, y también porque me gustaba que
fueran una pareja de pintores, que no tuvieran hijos, que
su vida fuera el arte y se prestasen mutuo e incondicional
apoyo.
Pero no fue hasta meses después, bastantes meses, quizá
más de un año, cuando conocí a María
Luisa ya sin intermediarios ni referencias, me enfrenté
por primera vez a sus ojos de acero celeste y vi sus cuadros
colgados en las paredes del ático donde viven y desde
el que puede divisarse prácticamente cualquier rincón
de Madrid, Mad Madrid. En teoría las vistas sobre la
ciudad o el caviar traído directamente desde Rusia
por un hermano de Joaquín iban a alzarse con el protagonismo
de la velada, organizada una vez más por Diego Sánchez-Bustamante;
pero para mí todo ello, la excelente compañía,
el paisaje, la luz, la comida, e incluso los ojos de acero
celeste de la anfitriona, pasó a un segundo plano cuando
me enfrenté a los cuadros de Sanz. A los tigres. Al
calor. A los labios, las manos y los zapatos fascinantes de
la Emperatriz, el personaje que de alguna manera consigue
agrupar en torno a su figura, nunca desvelada del todo, la
integridad de su obra.
Meses, o quizá sólo semanas (soy torpe midiendo
el tiempo), visité el estudio que comparte la pareja
de pintores: Capa en el piso de arriba, Sanz en el sótano.
Y fue allí donde me rendí, moviendome con la
incredulidad de un niño al que dejan entrar en el interior
de una aventura de Tintín, o más exactamente
de todas las aventuras de Tintín, pues bastaba dar
un paso para trasladarse de América a Asia, de Venecia
a Méjico. Y todo brillaba. Perfectamente domado, más
que ordenado, cada elemento del estudio, desde los muebles
donde se archivaban los originales hasta los pequeños
teatros o “cajas” que son, lo supe luego, una
especialidad de María Luisa Sanz. Desde entonces la
he vuelto a ver varias veces, siempre que las circunstancias
y el azar han permitido que sucediese, y hasta he tenido el
honor de ver como alguno de mis humildes microrrelatos formaba
parte de los catálogos de sus exposiciones. Su último
y fascinante trabajo, que lleva por título El Viaje,
con imágenes raptadas de Hong Kong, Sanghai, México
y Venecia, puede aún visitarse en la galería
Arteinversión; precioso catálogo. He
dicho, en el título de esta columna, que María
Luisa Sanz es la reina del pop-art español, pero sería
más exacto decir que Sanz es La Emperatriz.
No sólo del pop-art español, sino en general,
en su mundo y en el mundo: la Emperatriz.