Una escritora deliciosa
Confieso, y ahora lo siento y casi me averguenzo,
que no había leído nunca a Esther Tusquets.
Desconfiaba, supongo, de su nombre demasiado conocido como
editora, y temía que la publicasen más por ser
quien era que por lo que escribiese o pudiese escribir; todo
ello a pesar de haber oído hablar muy elogiosamente
a diversos amigos de varias de sus obras, y sobre todo de
una titulada El mismo mar de todos los veranos. Pero hasta
antes de ayer nunca me había decidido a abrir una de
sus obras. ¡Bingo! Sí, fue un bingo, pero además
la novela se titulaba así: Bingo.
La recogí por la mañana, a eso
de la una, y comencé a leer en el autobús, en
el metro, en la barra de un bar, mientras comía en
casa. Iba bien, iba muy bien, me había atrapado desde
el principio, una lectura deliciosa, una historia deliciosa.
En condiciones normales la habría despachado de un
tirón, pues tiene sólo ciento cincuenta páginas
(como debe ser, los libros gordos acabarán tan pasados
de moda como los señores y señoras gordos; sólo
aceptables como excepción). Sí, en condiciones
normales la novela me habría durado menos de dos horas,
pero las condiciones nunca son normales. El día se
complicó, la tarde se complicó, la noche se
complicó. Y tuve que dejarla, a mi pesar, hasta el
día siguiente. Tanto como la trama me seducían
los continuos giros de muñeca de la escritora: como
un tenista experimentado cuyo juego en ningún momento
puedes predecir, que igual deja caer la bola junto a la red
que la coloca al final de la pista, pegado al ángulo
y con precisión absoluta. Y eso me preocupaba. Como
preocupa cuando se está viendo un partido de tenis
de alto nivel y uno de los contrincantes juega con tal perfección
que parece imposible, que el espectador teme que antes o después
se rompa la racha.
Y así leía yo, ¡Bingo! de
Esther Tusquets, temiendo que perdiese nivel, que dejase de
sorprenderme y engatusarme, que llegase un momento en que
las pelotas se le escaparían al jugador de tenis de
la pista y su juego se tornase vulgar, fácil y previsible.
¿Por qué? La respuesta probablemente se halla
en el prejuicio previo, en ese presuponer que alguien que
no conocemos es de tal o cual manera, que si es editora -con
lo duro que es editar- no tendría tiempo ni energía
para crear una buena novela. Pero seguía avanzando,
miraba el número de página crecer, encantado,
aliviado, una pizca incrédulo, y en ningún momento
decaía el interés, la historia -tan masculinista
que en estos tiempos sólo una mujer se atrevería
a escribirla- de un hombre que lo ha conseguido todo y a sus
sesenta años parece condenado al aburrimiento. Pero
no. El hombre, así llama todo el tiempo a su protagonista,
tuvo la suerte de caer en las manos de una escritora excepcional,
alguien con un talento -oso afirmar- innato. Y el hombre,
ayudado por la imaginación de su creadora es capaz
de hallar magia hasta en un bingo, de encontrar nuevos motivos
para vivir al mismo tiempo que los encuentra el lector de
esta novela exquisita hasta alcanzar, con una sonrisa complacida,
la última de sus ciento cincuenta y ocho páginas.