ENTREVISTAR AL ENTREVISTADOR
Cuando quedé finalista del Premio Nadal hace
tres años con Sonríe Delgado y por primera vez
en mi vida los periodistas hacían cola para entrevistarme
pensé más de una vez, muchas veces, que el resultado
habría sido más interesante -rompedor- si hubiese
invertido el proceso, es decir, que hubiese sido yo quien
entrevistase a la brillantísima Paula Corroto, de Cambio16,
o a la chica cuyos ojos hacían pensar en una ciudad,
se hacía llamar Brandelia, o a mi amigo de hace ya
tantos años Fernando Sánchez-Dragó; entre
otros muchos, muchísimos, interlocutores. De hecho
apunté muchos nombres, teléfonos, direcciones
electrónicas..., pero luego la energía, como
sucede con tanta frecuencia, no me alcanzó para convertir
en realidad mi proyecto. El pasado sábado volví
a experimentar una sensación similar cuando me encontré
en ese lugar más sugerente que acogedor que es la cafetería
de la Filmoteca Nacional con una estudiante de periodismo
que me iba a utilizar -y que maravilla que me utilizase- como
sujeto de una “práctica de entrevista”
a la que luego un profesor pondría nota. Se trataba
de una mujer joven, diecinueve años, nacida en Tenerife
de padres madrileños que había vuelto al lugar
de donde procedían sus progenitores para convertirse
en periodista. Sus preguntas estaban perfectamente articuladas
y documentadas, pero una vez más me parecía
más interesante averiguar que pensaba ella sobre la
vida que lo que yo pudiera decir al respecto; ya conozco mis
puntos de vista, y como escribe mi antónimo el señor
Traum en Sonríe Delgado: “me aburre decir en
voz alta lo que ya sé”. Me contó que vivía
en Fuenlabrada con otros dos estudiantes, el nombre de su
universidad (que naturalmente he olvidado, aunque lo apunté
y podría mirarlo pero creo que no merece la pena),
que su casa siempre estaba en situación de overbooking
a causa de las visitas que recibían tanto ella como
sus compañeros de piso, que tenía un profesor
tan poco imaginativo que les exhortaba a revisar el mundo
helénico al completo cada vez que se les ocurriese
una idea que considerasen original porque siempre descubrirían
-aseguraba el romo enseñante- que en el pozo de la
sabiduría griega descubrirían que su iniciativa
ya había seguido por otro. Le brillaban los ojos oscuros
al hablar, como no pueden brillar a ningún muerto aunque
se llame Aristóteles o Pitágoras, sus pensamientos
eran y aún no sabía que por mucho que se estudie
o esfuerce uno es imposible llegar a saber verdaderamente
nada. Y esa ignorancia a la que cantó Gabriel García
Márquez en Cuando yo era feliz e indocumentado, me
ratificó en mi creencia de que era ella mucho más
merecedora de una columna o una entrevista que ese escritor
llamado Javier. Aunque pensé –ah, la vieja vanidad-también
que mis palabras tal vez tuvieran más interés
que las del Rey o Felipe González, ejemplos que les
había puesto la profesora de la asignatura en cuestión
y que de haber sido logradas habrían sido premiadas
con la máxima calificación: un diez. Yo, desde
aquí, le doy el diez, mi diez, a Sandra Rodríguez.
Gracias por tu entrevista.