Las cabinas muertas
Es domingo. Esta
mañana he ido a nadar al Canoe. Como casi todos los días
-es raro el que fallo- durante los últimos siete años.
Y por la tarde he regresado. Eso sí que es inhabitual.
Creo que es la segunda vez que "regreso" al club en
el mismo día. La primera fue para dar una conferencia
cuando sonó la mágica flauta del premio Nadal.
La segunda hoy. Domingo. Con una máquina de fotos en
el bolsillo. Siempre me ha gustado hacer fotos. Tanto como escribir
(en realidad es lo mismo; expresar algo desde un punto de vista
propio). Alguno de mis viejos amigos -los que me conocían
cuando era "feliz e indocumentado y un lobo solitario"-
pensarían que el único motivo que puede llevarme
a visitar un mismo sitio dos veces en veinticuatro horas y con
una cámara entre los dedos es un enjambre de mulatas.
Pero no. No era un enjambre de mulatas brasileiras.
Era un enjambre de cabinas. De cabinas muriendo.
Cabinas para guardar la ropa. Cabinas que llevaban en pie y
ocultando secretos y miserias -pero también alegrías
y pequeños o
grandes éxitos- más de cuarenta años. Una
de esas cabinas es mía. Era mía. Mañana
ya no tendré ningún derecho sobre ella. Ningún
socio tendrá derecho sobre su cabina. No podrá
introducir el llavín plateado en su cerradura, coger
la pastilla del jabón, dejar los zapatos y la camisa
y el abrigo y los calzoncillos y calcetines. Mañana las
cosas tendrán que ser de otra manera. Hoy era la fecha
tope indicada por la dirección para vaciarlas. Las
cabinas muriendo. Extraños insectos metálicos
con su única ala abierta, colgada sin esperanza de la
vieja bisagra oxidada. Insectos de una puerta; desventrados,
mostrando a cualquiera que desee mirar la podredumbre de su
interior -el metal carcomido,
la pintura gastada- los pequeños objetos que han sido
abandonados a su suerte, condenados a morir como morirán
-en cualquier momento a partir de mañana lunes- las cabinas
que los albergan, aún hoy -mientras escribo- los albergan.
La máquina de fotos es el pretexto perfecto para mirarlas.
Mirarlas por dentro y por fuera. Curiosidad de entomólogo.
Acariciar su piel gastada. Abrir la puerta-ala. Disparar el
flash sobre restos de pegatinas, vendas viejas, bolígrafos,
botes vacíos o llenos, gafas de nadar, aletas, bañadores,
monedas, pañuelos... ¡qué cosas tan extrañas
comen los insectos cabina!
Cada
una de ellas es como una casa en pequeño. Pero mucho
más privada que la más privada de las casas. No
viene ninguna asistenta a ordenar ni limpiar. Ninguna mujer
conoce su interior. Es el vestuario de hombres. Con frecuencia
existe una sola llave. Van a cambiarlas por otras
nuevas, aseguran. Despedir al empleado que vigila el vestuario
y sustituirlo también por cabinas que funcionarán
con una moneda como las de los supermercados. El fin de un mundo.
Son sólo cabinas. Lo sé. Pero me conmueven; y
necesito, sí: necesito, derramar al menos estas breves
líneas por ellas.
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