Déjalo ya, déjalo
que se vaya. A los once años se saben y pueden decir
cosas que en la edad adulta se olvidan o no se pueden decir
porque sobrepasan las fronteras de la lógica. Déjalo
que se vaya, mamá, déjalo ya. Y la madre mira
a la niña desde lo más hondo de sus ojos secos
de lágrimas y anegados de dolor. Más de cuatro
meses en la unidad de cuidados intensivos, primero en un país
lejano, Hong Kong, y las últimas semanas ya en casa,
cerca de los suyos. Déjalo que se vaya. Nur, la niña
sabe, igual que Malika, su madre, sabe, que Camilo, el padre,
el esposo, sigue aferrado -apenas con las yemas de los dedos-
a la vida por ellas, para no abandonarlas y dejarlas solas.
Pero es demasiado sufrimiento, las yemas de los dedos han cedido
y es el mismísimo hueso el que se cierne sobre el delgado
hilo que le mantiene entre los vivos. Déjalo que se vaya.
La niña me ha dicho que te deje ir, Camilo; y yo…
te dejo ir. Malika, su amiga, su mujer, su amante, su niña
antes de que viniese al mundo la otra niña, le coge la
mano por última vez. Y Camilo Alonso-Vega siente el contacto
de otra piel en su piel ya casi transparente por última
vez. Por última vez.
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