La
mano es enorme y viaja hacia el sofá de dos plazas con
la elegancia algo torpe de una gaviota gigante volando a ras
de suelo. La mano no es una gaviota, o sí, porque lo
que busca la pinza de sus dedos es en cierta forma un pez, un
niño que juega o dormita o sueña despierto y sin
palabras sobre los amplios y mullidos almohadones de muelles
y plumas. La mano levanta al niño
y el niño vuela hasta la ventana, hasta que sus dedos
infantiles rozan el cristal y el abuelo con más afecto
que habilidad convierte su brazo izquierdo en un asiento.
Mira, le dice, mira los trenes. ¿Los ves? Los que van
hacia la izquierda..., hacia allá, en la dirección
de la mano que no escribe, salen de Madrid para irse lejos,
y los que vienen del otro están llegando, llenos de gente
de otras ciudades.
Sucede muchas veces: la mano enorme, las manos pequeñas,
la ventana, los trenes, las palabras que varían en cada
ocasión y que el niño no recordará, tendrá
que inventarlas, cuando se haga mayor.
Fíjate en ese tren, no es de pasajeros, sino de mercancías.
Lleva cosas, no personas. A lo mejor fruta o ruedas o ladrillos.
Es bonito, ¿verdad?
El niño emite un gorjeo feliz. Eso sí lo recuerda
de adulto, una memoria del cuerpo: momentos felices pasados
en los brazos de su abuelo Manuel que fue el primero de entre
los padres de sus padres en abandonarles, irse lejos, muy lejos,
más lejos que ningún tren.
Cuando crezcas y sepas decir palabras y mires por esta ventana
podrás hablarme aunque no esté, y me dirás
si aún se siguen viendo pasar los trenes, a lo mejor
llega un día que van volando y no necesitan siquiera
vías de hierro que les marquen el camino; yo no lo veré
pero quizá tú lo veas por mí.
Javier se asoma a la ventana, a esa misma ventana de esa misma
casa a la que ha regresado tras muchos años de dar tumbos
por el planeta, rebotar de ciudad en ciudad y de país
en país. Es la misma ventana pero no es la misma: ya
no son ven los trenes. Han construido un mundo de viviendas,
centros comerciales, túneles y carreteras. Mira por esa
ventana y ve ladrillos y otras ventanas; no sabe como explicárselo
a su abuelo, como hacerle llegar la información allá
donde esté. Entonces cierra los ojos y respira hondo
hasta que deja de pesar y se siente sentado en el aire, sobre
un brazo fuerte y afectuoso, y escucha una voz, más bien
un tono sin palabras concretas; aprieta los párpados
hasta que el negro se llena de colinas blancas y verdes y un
tren las cruza a ritmo pausado, entrando en la estación
de Atocha, saliendo de la estación de Atocha.
Esos dos trenes se van a cruzar, durante un momento parecerá
que son el mismo y luego se dividirán, cada uno para
un sitio.
Los ve. Lo trenes, Javier Puebla Rabanal ve los trenes con los
ojos de su abuelo Manuel Rabanal Fidalgo, y le añora,
y al añorarle se siente pequeño porque advierte
que no puede hacer que su abuelo vea ya lo que él está
viendo: los ladrillos, las ventanas del edificio de enfrente,
sino que ha sucedido al revés. Son los ojos de su abuelo
los que aún viven dentro de los suyos, los ojos de su
abuelo los que consiguen el prodigio imposible de que a través
de edificios, centros comerciales, túneles y carreteras
el que un día fue el muy pequeño Javier Puebla
siga pudiendo ver pasar los trenes.
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