Hay
un brillo mezquino en la mirada pretendidamente preocupada
y generosa del médico que le habla con voz pausada
y profesional. Parece la sentencia de un juez condenando
a muerte a su reo.
-Aunque no será de modo inmediato.
¿No será de modo inmediato?
-Aún podemos luchar, retrasar lo inevitable algunos
años, quizá incluso muchos años.
¿Retrasar lo inevitable?
-Pero la clave es tu conducta, querido Ernesto.
Querido Ernesto... Puede permitirse llamarle así,
querido, querido Ernesto. Se conocen hace muchos años.
Cada vez que ha acudido a su consulta le ha llevado su libro
más reciente firmado, dedicado con más ironía
que afecto. Nunca ha creído en los médicos,
el ron es capaz de obrar mayores portentos que el más
hábil de los cirujanos.
Le está hablando de un bosque. El galeno se permite
hacer metáforas. También él podría
haber sido escritor, un gran escritor, si así lo
hubiese deseado, pero eligió la medicina, hacer el
bien a los demás, curarlos; y también sentenciarlos.
El bosque es frondoso y en él se alternan árboles
jóvenes y viejos, hayas, robles y eucaliptos.
-Tú eras fuerte como un roble.
Eras.
-Pero también a los robles, aunque no niego que sean
duros, les llega antes o después su fin. Pero ese
fin puede retratarse si le cuidamos, evitamos que sus raíces
eviten los bares y frecuenten los balnearios.
Sigue haciendo literatura, el muy cretino.
-No fumar, no beber, nada de sal en las comidas. Paseos
cortos a ritmo tranquilo sin forzar la maquinaria.
¿La maquinaria? Eso ya le gusta menos. Era más
agradable la metáfora del bosque.
-Los análisis hablan por sí solos. Esta vez
tienes que hacerme caso, Ernesto. No puedes salir de aquí,
como otras veces, y emborracharte hasta perder el sentido,
escribir de pie ante tu atril hasta que te tiemblen los
pies y las manos. Calma. Es importante que te lo tomes en
serio y con calma.
De nuevo el brillo mezquino en los ojos marrones de su doctor.
Un brillo que enseguida desaparece o queda velada bajo la
máscara trabajada durante decenios de amable profesionalidad.
-Voy a recetarte un calmante para el dolor en las articulaciones,
y deberías de perder peso para ayudar a la rodilla
a recuperarse. Por lo demás vida sana, reposo y paciencia.
¿Paciencia?
Sale
Ernest Hemingway de la consulta del galeno con varios papeles
en el bolsillo que jamás se molestará en presentar
en ninguna botica. Camina despacio, pero camina. Camina
entre árboles y no puede evitar pensar que acaban
de compararle con uno de ellos, con un árbol viejo
que se tambalea, un árbol cuyas raíces ya
no son capaces de mantenerlo firme sobre la tierra y hay
que ayudarle para que no muera, caiga al suelo.
Cuando llega a casa se sirve un vaso de ron, y luego otro.
Tarda en prepararse un tercero, a pesar de que el alcohol
ha logrado adormilar el dolor. No tiene hambre; deja intacta
la cena que le ha preparado el servicio. Espera que se haya
apagado hasta la última de las luces. Entonces el
árbol, el árbol viejo en el que se ha convertido
quien antaño era un roble esplendoroso, se levanta
de su sillón favorito y se dirige al armero. Cuantos
grandes momentos le ha deparado esa escopeta. El hacha.
Gestos mecánicos, el amago de una sonrisa, nadie
va a poder con él. El árbol viejo en que se
ha convertido Ernesto Hemingway aún tiene orgullo
y fuerzas. Fuerzas suficientes para talarse a sí
mismo.
GRUPO DE RELATOS MUY BREVES CON FIGURA DE ESCRITOR EN EL
CENTRO O UNA ESQUINA