Terremoto
El plato de cobre está colgado en el
centro de la pared, entre la cocina y la mesa. Es lo primero
que se mueve. El primer lugar dónde puede percibirse
la vibración. Antes de que comience a balancearse la
lámpara del techo. Mucho antes de que la mesa se convulsione
del tal modo que el jarrón que hay sobre la misma no
pueda soportarlo y caiga al suelo, haciéndose pedazos.
El temblor apenas dura cuatro o cinco minutos. Tiempo suficiente
para que bailen todos los muebles y objetos de la casa, para
que la cocina de tres fuegos y horno incorporado, tras liberarse
del yugo de goma que la une a la botella de butano, avance hasta
bloquear la entrada de la vivienda. La cocina impide que Zulema,
tras los cuarenta minutos de autobús que separan Acapulco
de Pie de la Cuesta, no pueda entrar en su modesta casita y
se quede de pie, mirando al cielo teñido de rosa y rojo
atardecer. Imposible abrir la puerta de chapa pintada. A Zulema
lo que sucede no le produce extrañeza, ya está
habituada, sólo cansancio cuando se ve obligada a apoyar
el hombro contra la chapa y a cargar con toda sus fuerzas hasta
conseguir que la puerta se abra los centímetros necesarios
para permitirle entrar en su casa. Su casa. Contempla sin pasión
el jarrón hecho añicos, irrecuperable. La vajilla
desperdigada entre la pila y el suelo: algunas tazas y platos
se podrán reparar con trabajo y paciencia. Aparta de
una patada impaciente las revistas caídas al pie del
sofá. El sofá, que ahora ocupa el puesto, y coquetea
con la botella de butano, destinado a la cocina de tres fuegos.
Respira hondo. Al borde del agotamiento. Viene de una jornada
de diez horas en la que ha limpiado, como cada día, dos
casas y una oficina. Entra en el dormitorio y sonríe
-la primera sonrisa- al comprobar que el ángel de la
guarda, a pesar de que la cama ha bailado como el resto de los
muebles de la casa, ha caído sobre la almohada y sigue
intacto. Lo coge con cuidado y vuelve a colgarlo de la alcayata
de hierro mohoso, que se estremece al recibir el peso, pues
la grieta que nace del techo está a punto de alcanzarla.
Al ángel le sigue la cama, la mesilla, la lámpara
(a la que apenas se le ha abollado un poco la pantalla)...
Zulema se mueve con diligencia. Olvidada de su agotamiento.
Enciende el grupo electrógeno colocado en el patio. La
bombilla del techo no se ha fundido. Bajo su luz parpadeante
Zulema barre los restos del jarrón. Tira los platos,
vasos y tazas irrecuperables. Pega con el adhesivo que ha cogido
esa misma tarde de la oficina junto a un puñado de bolígrafos
y rotuladores, cuanto aún puede salvarse. Trabaja y trabaja.
Hasta que todos los objetos y muebles que han sobrevivido retornan
al sitio que ocupaban antes de que la tierra temblara. Ni siquiera
ha encendido la radio. Sólo advierte su silencio -el
silencio de la radio callada- cuando termina de poner paz y
orden en la casita arrasada. Y ya no va a encender el aparato.
Ni siquiera sabe que programa echan a esa hora. Es muy tarde.
Pronto amanecerá.
Amanecerá. Todo el cansancio acumulado
se le echa encima de golpe. El cansancio de años y años
limpiado casas y oficinas, aguantando terremotos.
Cae como una piedra sobre la cama. Intentando no pensar que
dentro de un par de horas tendrá que sacar fuerzas de
dónde no las hay para levantarse, desayunar y regresar
a la ciudad lejana. Enseguida pierde la consciencia.
Más desmayada que dormida.
Nada advierte cuando el plato de cobre labrado de estrellas
del salón comienza a titilar. Ni cuando empiezan a avanzar,
hasta chocar el uno contra la otra, el sofá y la cocina
de tres fuegos con horno incorporado. Ni siquiera escucha el
estruendo cuando la cocina, derrotada, cae de lado contra el
suelo.
Zulema sigue dormida, profundamente dormida y desmayada, cuando
la tierra, desatada, comienza a agitar todas las paredes de
la casa. La tierra terrible, que abre su boca enorme y negra
bajo la pequeña cama de patas metálicas y, de
un sólo bocado, se la traga.
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