| Matar de Amor 
                   
                  Sofía no era bella. No como su madre, 
                  Elena Blanco. Ella sí que había sido una belleza. 
                  Aún lo era. Ojos verdes. Cabello ondulado y negro. Cuerpo 
                  altivo. Los hombres se sentían inquietos en su presencia. 
                  Y la odiaban las mujeres. Por su belleza y su leyenda. Leyenda 
                  que contaba que un hombre, cuando Elena Blanco era poco más 
                  que una adolescente, se había suicidado por ella. ¿Podía 
                  haber mayor prueba de la hermosura de una mujer, de su belleza? 
                  Pero Sofía no era bella. Sofía era fea. Tenía 
                  los ojos apagados y pequeños. Los dientes torcidos. La 
                  nariz puntiaguda. La tez basta y cetrina. Nunca podría 
                  ser como su madre. Nadie se suicidaría por ella. Y se 
                  lo contaba a Salomón, su novio. Su novio adolescente. 
                  El chico que la veía tan hermosa como un mundo. 
                  -Nunca podré soportarlo. No ser guapa, parecer un monstruo 
                  al lado de mi madre a pesar de que ella es veintinueve años 
                  más vieja. 
                  - Pero si eres muchísimo más guapa que ella. 
                  No. No lo era. A pesar de las cremas, las horas interminables 
                  que pasaba ante el espejo maquillándose, perfilando sus 
                  labios para que pareciesen más gruesos, más grandes 
                  sus ojos demasiado pequeños. Nunca sería como 
                  su madre. Y no deseaba vivir sin ser bella, lal más bella. 
                  Por eso había decidido suicidarse, comunicó 
                  al joven Salomón; demasiado joven para ser sabio. No 
                  había otra opción. Y si él la quería 
                  tanto como decía la seguiría. Moriría con 
                  ella. Junto a ella. Nos suicidaremos juntos. Julieta decidida 
                  a no marcharse sin su Romeo. 
                  Y él la quería tanto. Era una mujer tan inteligente 
                  que confiaba en ella aún más que en sí 
                  mismo. La conocía casi desde el día en que había 
                  nacido. La amaba desde que había sido consciente de su 
                  presencia y jamás había dejado de amarla durante 
                  sus ya, parecían mucho tiempo, diecisiete años 
                  de vida, aunque a veces aún se comportaba como un niño. 
                  Cuanto dolor y desconcierto tuvieron que reflejar esos ojos 
                  sin nubes cuando cogió la pistola entre los dedos blancos. 
                  Ella mirándole. El dedo del chico engarfiado en el gatillo. 
                  Los ojos de ella extasiados. ¿Enamorados? Házlo, 
                  vamos házlo, demuéstrame que me quierees y enseguida, 
                  antes de que haya pasado un segundo, me reuniré contigo. 
                  El disparo. 
                  La sangre. La sangre manchando el vestido blanco de Sofía. 
                  Ni lo había pensado siquiera. La posibilidad de pegarse 
                  ella misma un tiro. El cuerpo de su amante entre los brazos. 
                  Un cuadro verdaderamente maravilloso. Los gritos. El revuelo 
                  público. El dolor privado. La prensa. Que maravilla es 
                  la prensa. Salió en todos los periódicos. En la 
                  televisión. Hasta le dieron dinero por posar ligera de 
                  ropa en una revista. ¿Loca o asesina? 
                  Ni loca ni asesina. Del juicio salió absuelta. No la 
                  internaron en ningún siquiátrico. 
                  Aún pasa a veces. Sofía. Ante la puerta de la 
                  familia de Salomón. Vivían en el mismo pueblo. 
                  Su mirada de diva. En busca del dolor de los vivos. Del dolor 
                  irreparable de la madre a quien han arrebatado un hijo. Eso 
                  la hace sentir bien. Más bella que la más bella. 
                  Tanto o más que su propia madre. Lo hizo por mí. 
                  No lo olvidéis nunca. Por mí. Porque le volvió 
                  loco mi belleza divina. 
                 
                
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