A Doscientos Sesenta Kilómetros Por Hora, es el relato 209 de EL AÑO DEL CAZADOR DE CUENTOS. (o uno de sus capítulos, porque suelo calificar EL AÑO DEL CAZADOR como una novela. Ha sido publicado en varios medios, entre los que deseo destacar la revsita CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO.

A Doscientos Sesenta Kilómetros Por Hora
(Una Historia de Amor)
(Para mi amigo Antonio de Senillosa, en memoria)

-¿No crees que has bebido demasiado para conducir, Jose María?
-Marta, sabes perfectamente que puedo beberme una destilería entera y eso no afecta para nada a mi forma de conducir. ¿O es que ya no te acuerdas de cuando fuimos de Barcelona a Amsterdam en el Dos Caballos? Yo creo que conducía con la botella en la mano.
-Bueno, eso eran otros tiempos. Eramos más jóvenes. En fin, tú sabrás, pero no corras, ¿vale? Prométemelo.
-Te lo prometo. Anda, dame el bolso que lo ponga en la parte de atrás, que así estarás más cómoda ¿Estás bien?
-Sí, claro, la cena estaba riquísima. Que bien que lo del hospital no fuera nada, ¿verdad?
-Ya te dije yo que no podía tener ninguna importancia, pero tú con los años te has vuelto una hipocondríaca aspaventera.
-Eso no es verdad, Jose María. No me quejo nunca, y tú lo sabes. Lo que pasa es que esta vez me dolía...
-Pero ya no te duele, ¿a qué no?
-No. Bueno, un poco a lo mejor. No sé. Después de la cena y el vino estoy medio atontada. No entiendo como tú puedes estar tan despierto.
-Espera, que te voy a ayudar a reclinar el asiento. Ya está. Así podrás echar una cabezadita durante el viaje, que tenemos casi una hora de autopista antes de llegar a casa. ¿Quieres que ponga música?
-Pero no la pongas muy fuerte.
-¿Así está bien?
-¡Pero si son Las Cuatro Estaciones! ¿Y eso? A ti nunca te ha gustado Vivaldi. No me digas que lo has comprado por mí, Jose María.
-No te pongas sentimental, que ya no estamos en edad.
-Pues yo a ti te quiero más que nunca.
-Vamos, vamos.
-¿Y tú a mí?
-Si ya lo sabes, Marta. No seas pesada. No tienes frío, ¿verdad? No te quejarás, que estoy yendo a noventa como a ti te gusta, para que vayas relajada. Mira, conduzco con una sola mano y no me salgo de la raya. ¿Ves como sigo siendo el mismo a pesar de los años? No he cambiado.
-Sí que has cambiado. Estás más guapo que nunca.
-Qué tonta eres. Siempre dices lo mismo. Anda, duermete.
Y Marta se va durmiendo, lentamente, arrullada por el Invierno de Vivaldi. El interior del coche, piensa Jose María, es puro confort. El frío queda afuera. Ni siquiera se escucha el ronroneo del motor. Como si el mundo exterior no existiese. Ojalá no existiese.
La expresión de Jose María cambia al saberse solo, ya no necesita mantener el tipo ante su mujer. Tendría que haber comprado una botella para el camino. Le vendría bien otro trago. Todos los tragos posibles. Aunque se ha bebido más de medio litro de whisky. Y el vino de la cena. Pero es cierto que el alcohol no le afecta. Y hoy menos que nunca. Mira con ternura a su esposa dormida en el asiento de al lado. El pelo blanco y escaso. Los labios un poco arrugados. Igual que el cuello. Pero él sigue viendo a la niña, la casi niña, que conoció cuarenta años atrás. Su niña. La única persona que durante cuarenta años siempre ha estado ahí, incluso cuando él se cansaba de sí mismo, cuando él se fallaba y se despreciaba. Ella seguía allí. Perdonándolo todo. Comprendiendolo todo.
Jose María acelera. Ciento veinte. Ciento cuarenta. Ciento sesenta kilómetros por hora. Ciento ochenta. Nunca ha puesto el coche a su máxima velocidad. Señal de que el tiempo también pasa para él; cuando tenía cuarenta años lo primero que hacía, en cuanto terminaba el rodaje de un coche, era ponerlo a tope. Con la mano derecha arregla la falda de su esposa. Está dormida por completo. No va a enterarse de nada. Nunca sabrá cuales han sido los resultados de los análisis. Los verdaderos resultados de los análisis. No lo sabrá nunca. Doscientos kilómetros por hora. Doscientos veinte. Doscientos cuarenta. No va a permitir que su mujer pase sus últimos días hecha una piltrafa humana. Recibiendo quimioterapia. Maltratada por médicos y máquinas. ¿Por qué no habrá pedido una botella en el restaurante? Le vendría tan bien un trago. Tiene la garganta seca. Ya están llegando. Al punto elegido. La sólida masa de cemento que sostiene el puente que sobrevuela la autopista a su paso por Reus. No se atreve a coger la mano de Marta por temor a despertarla. Todo está saliendo como lo había planeado. Exactamente como lo había planeado. Un escalofrío de miedo le nubla la mirada y hace que sus manos tiemblen sobre el volante forrado de cuero. Pero le basta mirar a Marta para recobrar el valor. Le acaricia el pelo con la punta de los dedos. ¡Tiene que hacerlo! Adiós, Marta, te quiero y te he querido siempre. Doy gracias al cielo por haberte conocido. El pie de Jose María se hunde hasta el tope sobre el pedal del acelerador. La aguja del velocímetro besando el límite, como cuando tenía cuarenta años. Besando el límite. Adiós Marta. Adiós Jose María. La masa gris de cemento crece hasta hacerse omnipresente. Mira el marcador. Doscientos sesenta kilómetros por hora. Adiós.


 

 

 

Relatos

Novelas

Columnas

 

 

 

 

 

 

Grupo de Relatos Generalmente Muy Breves Con Figura de Escritor En El Centro O Una Esquina