A
Doscientos Sesenta Kilómetros Por Hora
(Una Historia de Amor)
(Para mi amigo Antonio de Senillosa, en memoria)
-¿No crees que has bebido demasiado
para conducir, Jose María?
-Marta, sabes perfectamente que puedo beberme una destilería
entera y eso no afecta para nada a mi forma de conducir. ¿O
es que ya no te acuerdas de cuando fuimos de Barcelona a Amsterdam
en el Dos Caballos? Yo creo que conducía con la botella
en la mano.
-Bueno, eso eran otros tiempos. Eramos más jóvenes.
En fin, tú sabrás, pero no corras, ¿vale?
Prométemelo.
-Te lo prometo. Anda, dame el bolso que lo ponga en la parte
de atrás, que así estarás más cómoda
¿Estás bien?
-Sí, claro, la cena estaba riquísima. Que bien
que lo del hospital no fuera nada, ¿verdad?
-Ya te dije yo que no podía tener ninguna importancia,
pero tú con los años te has vuelto una hipocondríaca
aspaventera.
-Eso no es verdad, Jose María. No me quejo nunca, y tú
lo sabes. Lo que pasa es que esta vez me dolía...
-Pero ya no te duele, ¿a qué no?
-No. Bueno, un poco a lo mejor. No sé. Después
de la cena y el vino estoy medio atontada. No entiendo como
tú puedes estar tan despierto.
-Espera, que te voy a ayudar a reclinar el asiento. Ya está.
Así podrás echar una cabezadita durante el viaje,
que tenemos casi una hora de autopista antes de llegar a casa.
¿Quieres que ponga música?
-Pero no la pongas muy fuerte.
-¿Así está bien?
-¡Pero si son Las Cuatro Estaciones! ¿Y eso? A
ti nunca te ha gustado Vivaldi. No me digas que lo has comprado
por mí, Jose María.
-No te pongas sentimental, que ya no estamos en edad.
-Pues yo a ti te quiero más que nunca.
-Vamos, vamos.
-¿Y tú a mí?
-Si ya lo sabes, Marta. No seas pesada. No tienes frío,
¿verdad? No te quejarás, que estoy yendo a noventa
como a ti te gusta, para que vayas relajada. Mira, conduzco
con una sola mano y no me salgo de la raya. ¿Ves como
sigo siendo el mismo a pesar de los años? No he cambiado.
-Sí que has cambiado. Estás más guapo que
nunca.
-Qué tonta eres. Siempre dices lo mismo. Anda, duermete.
Y Marta se va durmiendo, lentamente, arrullada por el Invierno
de Vivaldi. El interior del coche, piensa Jose María,
es puro confort. El frío queda afuera. Ni siquiera se
escucha el ronroneo del motor. Como si el mundo exterior no
existiese. Ojalá no existiese.
La expresión de Jose María cambia al saberse solo,
ya no necesita mantener el tipo ante su mujer. Tendría
que haber comprado una botella para el camino. Le vendría
bien otro trago. Todos los tragos posibles. Aunque se ha bebido
más de medio litro de whisky. Y el vino de la cena. Pero
es cierto que el alcohol no le afecta. Y hoy menos que nunca.
Mira con ternura a su esposa dormida en el asiento de al lado.
El pelo blanco y escaso. Los labios un poco arrugados. Igual
que el cuello. Pero él sigue viendo a la niña,
la casi niña, que conoció cuarenta años
atrás. Su niña. La única persona que durante
cuarenta años siempre ha estado ahí, incluso cuando
él se cansaba de sí mismo, cuando él se
fallaba y se despreciaba. Ella seguía allí. Perdonándolo
todo. Comprendiendolo todo.
Jose María acelera. Ciento veinte. Ciento cuarenta. Ciento
sesenta kilómetros por hora. Ciento ochenta. Nunca ha
puesto el coche a su máxima velocidad. Señal de
que el tiempo también pasa para él; cuando tenía
cuarenta años lo primero que hacía, en cuanto
terminaba el rodaje de un coche, era ponerlo a tope. Con la
mano derecha arregla la falda de su esposa. Está dormida
por completo. No va a enterarse de nada. Nunca sabrá
cuales han sido los resultados de los análisis. Los verdaderos
resultados de los análisis. No lo sabrá nunca.
Doscientos kilómetros por hora. Doscientos veinte.
Doscientos cuarenta. No va a permitir que su mujer pase
sus últimos días hecha una piltrafa humana. Recibiendo
quimioterapia. Maltratada por médicos y máquinas.
¿Por qué no habrá pedido una botella en
el restaurante? Le vendría tan bien un trago. Tiene la
garganta seca. Ya están llegando. Al punto elegido. La
sólida masa de cemento que sostiene el puente que sobrevuela
la autopista a su paso por Reus. No se atreve a coger la mano
de Marta por temor a despertarla. Todo está saliendo
como lo había planeado. Exactamente como lo había
planeado. Un escalofrío de miedo le nubla la mirada y
hace que sus manos tiemblen sobre el volante forrado de cuero.
Pero le basta mirar a Marta para recobrar el valor. Le acaricia
el pelo con la punta de los dedos. ¡Tiene que hacerlo!
Adiós, Marta, te quiero y te he querido siempre. Doy
gracias al cielo por haberte conocido. El pie de Jose María
se hunde hasta el tope sobre el pedal del acelerador. La aguja
del velocímetro besando el límite, como cuando
tenía cuarenta años. Besando el límite.
Adiós Marta. Adiós Jose María. La masa
gris de cemento crece hasta hacerse omnipresente. Mira el marcador.
Doscientos sesenta kilómetros por hora. Adiós.
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