A Ciento Treinta y Seis Millas al Noroeste de Palawan
A ciento treinta y seis millas al noroeste de la isla de Palawan,
en Filipinas, se encuentra un islote sin nombre en el que hace
algo más de un siglo exploradores británicos encontraron
a un hombre de rasgos indoeuropeos que vivía en completa
soledad, integrado perfectamente con el idílico entorno
que le rodeaba. El hombre, según reza en el informe realizado
por el jefe de la expedición, Sir Francis Taylor, era
capaz de volar por los aires sin la ayuda de ningún tipo
de mecanismo o aditamento, “bastándole” -y
me remito literalmente al mencionado informe- “con la
flexibilidad y potencia de su propio cuerpo”. Los miembros
de la Expedición Taylor, maravillados ante tal prodigio
y sorprendidos por las claras pruebas de aguda inteligencia
dadas por el hombre volador -a quien bautizaron Rei-Vaj uniendo
dos palabras de la lengua drística que quieren decir
“Imposible-Pájaro”- insistieron en llevarle
con ellos a bordo del navío Blue Turtle y fue el propio
jefe del grupo de los exploradores quien se encargó de
instruir a Rei-Vaj en los más imprescindibles rudimentos
del idioma inglés transmitiéndole asimismo conocimientos
de botánica, meteorología, química y física,
siendo este último campo el que más interesó
al solitario pájaro humano de la isla sin nombre situada
a ciento treinta y seis millas al noroeste de Palawan, quien,
sin embargo, y tras asimilar conceptos de variada envergadura,
se negó a aceptar que pudiera existir una ley que le
negaba a él en su misma esencia, pues prohibía
tajante y claramente la posibilidad de que un animal sin alas,
como era su caso, pudiese surcar los aires sin ser atraído
de modo inexorable por la fuerza de la gravedad -y así
se denominaba aquella ley- que le obligaría a estrellarse
contra el suelo. Los ojos de Rei-Vaj, que eran pura luz cuando
le encontraron los exploradores desnudo e ingrávido en
su isla, fueron opacándose con el paso de los días
y a medida que el navío se alejaba y se alejaba del paraíso
que había sido su hogar. Acabó dejando de prestar
atención a las generosas lecciones del capitán
Taylor para concentrarse tan sólo en consumir la mayor
cantidad posible de alcohol y comida que estuviera a su alcance;
y fue una noche de terrible embriaguez y hartanza la que Rei-Vaj,
gorjeando guturalmente, trepó sin esfuerzo alguno hasta
el punto más alto del palo mayor e increpó desde
allí a los mares que trajeron a otros hombres hasta su
isla, e increpó a las leyes, a las leyes de esos hombres,
y maldijo a Taylor, por haberle enseñado lo que no deseaba
saber, y maldijo también su suerte, su deshadada suerte,
antes de lanzarse al vacío con la seguridad de que moriría,
de que su cuerpo se estrellaría contra las tablas del
puente porque la ley, la gravedad, así lo exigía.
Y sin embargo...
Sin embargo, sí, el único e insólito habitante
del islote sin nombre situado a ciento treinta y seis millas
al noroeste de Palawan no se estrelló, por muy inevitable
que esto pareciera, contra las doloridas maderas de la cubierta
del Tortuga Azul, porque cuando apenas faltaba medio metro para
que su cuerpo chocase contra la cubierta se estiró de
forma inconcebible, adelgazándose como si fuera una hoja
a la que un simple soplo de viento podría elevar en los
aires, como así fue y atestiguaron los seis supervivientes
de la expedición Taylor en la conferencia que dieron
en el Alderney Club cuando, tres años después,
regresaron a Londres.
Los ojos le brillaban tanto -mientras volaba como si formase
parte del propio viento- que resultaba imposible escrutar las
facciones de su rostro a pesar de que en al menos cuatro ocasiones
pasó, desafiándonos con un grito eufórico,
a pocos metros de la proa del navío. Le pedimos que regresase,
pero fue inútil, enseguida se elevó y comenzó
a desplazarse cada vez más rápido, en dirección
-y quiera Dios que consiguiera llegar hasta allí- a su
pequeño islote situado a ciento treinta y seis millas
al noroeste de Palawan.
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