Berlanga
Le veo
sentado entre putas de medio pelo, periodistas chillones y supuestos
directores de cine: cultivadores de pornografía de calidad
ínfima, en la planta superior del sex-shop Mundo Fantástico
de Atocha. ¿Qué hace allí Berlanga,
el gran Berlanga, el mítico Berlanga? ¿Por qué
aguanta ese show barato en el que ni siquiera tiene un par de
tetas decentes la bailarina de strep-tease que cierra el acto?
Me duele verle. Sale de la sala antes de que termine el acto,
la presentación de un libro de Jordi Acosta
sobre el “fascinante” tema del cine porno patrio,
cine porno español, ¡ole, toro,
viva España!
Salgo a su paso y me da la mano como si me reconociese, pero
es imposible que me reconozca, no sólo porque apenas
me ha visto una vez en compañía de su ya desaparecido
hijo Carlos, sino porque -al parecer- sus recuerdos han comenzado
a licuarse, a perder el orden temporal y las conexiones que
les sustentaban. Pero aún así es el caballero
impecable de siempre, el mismo, algo doblado hacia delante,
a quien recordaba de veinticinco años atrás. Una
presentadora de televisión rubia y más despierta
que atractiva le ha pedido que haga un papelito, que se deje
ser utilizado como cameo para el programa que hace en La2. Y
Berlanga, el caballero, accede. Pero enseguida se cansa
de la torpeza del realizador, y es él quien al final
dirige la escena, y de repente resurge de sus cenizas, vuelve
a salir el oso invencible, el hombre que todo lo sabe y controla,
es él quien marca sus propios pasos, decide el momento
de su salida, controla la distancia de la cámara y deja
mudos, obedientes, al realizador y al cameraman.
Le acompaña una chica joven, que parece ser su secretaria
o ayudante, alguien que lleva un libro que le han regalado,
probablemente el que se presentaba (Berlanga le recuerda que
el propietario del libro es él y no ella); una chica
joven que consulta una agenda, lleva gafas y habla varias veces
a través de su móvil. Me falta desvergüenza
para molestarle con preguntas personales; y tampoco poseo la
confianza suficiente para acompañarle hasta el taxi o
coche particular que deba devolverle a la tranquilidad de su
casa (aunque ambas cosas me habrían gustado; no
siempre se puede hablar con alguien como Berlanga).
Me limito a volver a saludarle cuando se va, a esforzarme en
dibujar mi mejor sonrisa para que no dude de mi admiración
y afecto; y a tomar algunas fotografías con una cámara
que me ha prestado mi amigo el escritor Antonio Pacios,
que trabaja en la sex-shop recopilando material para una novela
que algún día, quizá, escribirá.
Le veo bajar por las escaleras, la espalda algo doblada por
el peso de la edad, los pies tanteando los escalones con prudencia.
Sigo mirando hasta que desaparece de mi vista, entonces devuelvo
la cámara a mi amigo a quien había acudido a ver
por pura casualidad, por el pequeño placer de una charla
accidental, y le confieso que he perdido el ánimo, que
yo también me voy a casa, que ver al gigante menguado
por el implacable paso de la vida me ha puesto triste, “berlanguianamente”
(y por eso aún soy capaz de sonreír) triste.
|