Javier Vassallo, autor de LAS VOCES DE OFELIA y LOS CUENTOS DE CLAUDIO, narra la peculiar relación entre un rey y un músico en RICARDO Y LUIS (título provisional) con una prosa contenida, domada, que cabalga sobre la historia real con la libertad creativa que otorga a un escritor la novela de ficción.

RICARDO y LUIS
(EL PODER Y LA MÚSICA)


Dramatis personae:

Luis
Luis II, rey de de Baviera
(Nymphemburg 1845 – Berg 1886)

Ricardo
Ricardo Wagner, músico
(Leipzig 1813 – Venecia 1883)

Minna
Minna Planer, Primera esposa de Ricardo
(Oederen 1809 – Dresde 1866)

Isabel
Isabel, emperatriz de Austria-Hungría
(Munich 1837 – Ginebra 1898)


EL CABALLERO DEL CISNE

El palco real estaba apagado, el único que lo estaba. Permanecía así siempre que los reyes no asistían al teatro. Aquella noche estaban en otras cosas. Maximiliano II en una de esas reuniones con intelectuales y artistas helénicos a las que era tan aficionado y en cuanto a María de Prusia… ella no era una apasionada de la ópera, más bien la detestaba. Sólo iba por protocolo cuando era estrictamente necesario. En general no era aficionada a ninguna manifestación artística. Luís pensaba que era por ser prusiana y protestante y no católica como él. Al niño no le gustaba que no lo acompañara a misa o que no comulgara ni rezara con él ante el crucifijo, pero aún más le apenaba no recordar ni un solo beso suyo en trece años de vida. Siempre había mirado con envidia cómo las mujeres de los caballerizos y los lacayos eran cariñosas con sus hijos. A él, que era príncipe heredero, nadie lo besaba.
Luís estaba sentado en una butaca de platea. Un chambelán lo acompañaba. A él sí le gustaba la música. Su padre se había preocupado de que tanto él como su hermano pequeño, Otto, recibieran eso que podríamos llamar una educación esmerada. Esos sí, no exenta de austeridad. Era la que por otra parte correspondía a los príncipes de Baviera.
Se sentía observado por los demás. La aristocracia y la gente principal de Munich abarrotaba el teatro.
-¿Has visto qué guapo es el principito?
Sí, era guapo. Ojos claros, pelo moreno y con rizos suaves, espigado, pero a él no le interesaba la gente. Estaba deseando que aquel desfile de trajes, joyas y peinados sofisticados se acabase y empezara la función de una vez. También ansiaba que llegara la temporada de verano y marcharse de aquella ciudad que nunca había llegado a gustarle.
El telón estaba echado. Las luces atenuaron su intensidad y entonces salió el maestro. La orquesta ya estaba afinada. Sin embargo el público seguía hablando o entrando y saliendo de los palcos. A pesar de eso la batuta empezó lentamente a dirigir. Al principio el sonido era casi inaudible. Sólo sonaban los violines, una legión de violines contenidos, el volumen subía poco a poco. Aquel preludio era de una evocación arrebatadora. Nunca había oído una música parecida en toda su vida. No podía entender cómo el teatro no estaba en un silencio religioso ante lo que a los pocos minutos de empezar ya le parecía un prodigio.
Antes de acabar el preludio el telón se levantó y apareció un paisaje medieval. Había un río y una montaña coronada por un castillo. La escena se llenó de gente, la historia comenzaba…
Apareció una princesa a la que se acusaba de haber matado a su hermano para convertirse así en reina de Brabante. Era Elsa, iba ataviada con un vestido blanco, muy sencillo. Una trenza larga y rubia adornaba su espalda.
Luís, que desde el primer momento la consideró inocente, se extrañaba de que la joven princesa no mostrase ningún miedo ante la furia justiciera que se le venía encima. Enseguida comprendió porqué. Con un canto maravilloso describió un sueño que había tenido. Un caballero vendría a salvarla.
Su acusador se burló de ella y retó a ese hipotético caballero.
El rey de los alemanes hacía de juez y aceptó que todo se dirimiera con una lucha entre caballeros y ordenó a un heraldo que tocase la trompeta como llamada al defensor de Elsa. La trompeta sonó…
Luís, ansioso, esperaba impaciente a ese misterioso caballero… nadie apareció. Todo estaba perdido para la princesa. El rey, apenado por ella, fue magnánimo y le dio una segunda oportunidad. Con una seña ordenó al heraldo que hiciera otra llamada. La trompeta volvió a sonar de una forma más triste aún…
Hubo un momento de silencio. Luís estaba totalmente inmerso en aquella leyenda de una edad media oscura y ancestral. Casi sin respiración miraba a un lado y otro del escenario. El caballero no podía fallar. Un silencio se apoderó del teatro. Incluso las damas más mundanas habían dejado de cuchichear…
Entonces ocurrió… el mismo mar de violines hipnotizadores del preludio volvió a escucharse. Todos miraron al extremo derecho del río. Un cisne blanco, majestuoso, arrastraba una barca parecida a una gran concha marina. En ella, más majestuoso aún, iba el caballero ansiado. Cantaba una canción sublime con ecos largos y pausados. Los brillos de su armadura iluminaban el escenario. El salvador de Elsa había sido fiel a su llamada.
Luís reconoció enseguida aquella estampa. En el palacio de su padre había un inmenso salón decorado con todas aquellas imágenes legendarias… el cisne, el caballero, Elsa.
Aquellos murales nunca habían despertado su interés. Ahora los miraría de otra manera. Intuía que su vida a partir de la llegada del caballero sería distinta y no se equivocaba. Cuando logró recuperar el dominio sobre sus emociones pidió el programa de mano al chambelán. Aunque había poca luz pudo leer perfectamente la portada. Las letras eran muy grandes…
LOHENGRIN: ÓPERA EN TRES ACTOS.
AUTOR: RICARDO WAGNER.


AQUELLA COLINA

La diligencia era incómoda y los baches del camino, eran ya un martirio. Ricardo volvía de Bohemia. Quedaban pocas jornadas para llegar a su destino, Nüremberg. Ricardo viajaba con frecuencia y sin pereza por el centro de Europa.
Atardecía y, a pesar de ser otoño, el tiempo era espléndido. Por la ventanilla entraba un aire templado que ayudaba a que el ambiente dentro del carruaje no estuviera muy cargado. Tras un recodo del camino por fin apareció la ciudad. A simple vista no era tan grande como Dresde o Leipzig, pero tampoco era ni mucho menos un poblacho. El sol iluminaba los edificios de ladrillo con tejados verdosos. Era sin duda una vista bonita. Ricardo estaba deseando bajar y estirar las piernas. A los diez minutos el cochero repartía las maletas a los viajeros. Al igual que a los caballos se le veía exhausto. La posada no era gran cosa, Ricardo se apresuró a hablar con el posadero…
-Deme la mejor habitación que tenga.
-Tenemos una que es mejor que las otras, pero tendrá que pagar más.
Ricardo puso cara de extrañeza, el dinero era algo secundario. Al menos para él, aunque no lo tuviera. Su expresión fue suficiente.
A pesar de su juventud tenía un porte que impresionaba. No era guapo, pero sus ojos penetrantes y claros y sobre todo su aspecto decidido y maduro hacía que lo tratasen como a un gran señor. Iba vestido con ropas de buena calidad. Debido a sus constantes irritaciones en la piel rechazaba las telas que no fueran la seda u otras más lujosas.
Se inscribió en el libro de huéspedes. El posadero miró la firma y con servilismo le dio instrucciones para ocupar su habitación.
-Señor Wagner, suba la escalera. Es la segunda puerta a la izquierda. Espero que todo esté a su gusto.
Ricardo no volvió a ocuparse de él. Ya había cumplido su función. Subió a la habitación y se aseó sin demasiado empeño. Pensó en tumbarse en la cama y descansar un rato, pero aún quedaba algo de luz y decidió hacer la visita que le habían aconsejado. Al día siguiente la salida sería muy temprano.
Salió a la calle y echó a andar sin un rumbo definido. Encontraría lo que se proponía fácilmente, aquellos no era muy grande. El aspecto de las calles y de las casas mostraba cierta decadencia. Estaba claro que la ciudad había conocido tiempos mejores. Había algunos palacetes, pero su aspecto era descuidado. Los habitantes no tenían la prestancia que se veía por las calles de otras ciudades alemanas. Sin embargo algo que no habría sabido explicar le atraía de aquella ciudad. Deambuló por las calles sintiéndose a gusto. Era algo que no siempre le pasaba. A veces, sin saber por qué las ciudades le resultaban antipáticas. Aproximadamente a la hora de su paseo sin rumbo se dio de bruces con su destino, el teatro de la ópera de la condesa Guillermina. Un edificio rococó que era la joya indiscutible de la ciudad. Un hombrecillo estaba en la puerta como si aquello fuera su casa. En realidad lo era, su trabajo y su vida consistían en cuidar del teatro…
-¿Podría entrar a verlo? Vengo de muy lejos, soy músico.
-Por supuesto, señor. Será un placer, ya nadie se interesa por estos teatros antiguos.
La fachada era armoniosa, pero tampoco nada del otro mundo. El vigilante notó cierta decepción en Ricardo.
-Espere a que entremos señor…
Aquel cicerone humilde no se equivocaba. Ya dentro de la sala Ricardo se quedó impresionado ante aquella decoración exuberante donde los dorados y las pinturas recubrían todo el espacio. Apolo y las nueve musas adornaban el techo. En la parte superior del telón dos ángeles impresionantes con alas doradas sostenían un medallón inmenso y recargado.
Hacía casi cien años que se había construido, pero sin duda era un buen sitio donde representar las óperas que Ricardo estaba escribiendo. Soñaba con ver las evoluciones de sus personajes por aquel escenario exquisito.
Dio una propina generosa al hombrecillo y se marchó maravillado.
Estaba anocheciendo, volvería a la posada. Al día siguiente el viaje sería también cansado y tendría que lidiar con el posadero para dejarle a deber todos los gastos.
Cuando entró en su habitación después de una cena aceptable se tumbó en la cama. En ese momento se acordó de Minna, la joven con la que pensaba casarse. En una posada parecida a aquella era donde la había poseído por primera vez. Se sentía atraído hacia otras mujeres, pero tal vez Minna fuera la más bella. Era dos años mayor que él y a sus veinticuatro años estaba en su plenitud. Sin embargo Ricardo tenía sus reticencias. Su mirada de aburrimiento mientras Ricardo le hablaba de sus proyectos musicales nada tenía que ver con la de él escudriñando un futuro lleno de glorias artísticas. Era actriz, sin embargo sus aspiraciones eran las de una burguesa rancia.
Algunos creadores no dan importancia a su genio, piensan simplemente que es un don de Dios o de la Naturaleza. No el caso de Ricardo. Se consideraba genio por mérito propio. Esto lo hacía a veces petulante y distante. Además Minna no daba señales de reconocer ese arte extraordinario que él mismo se atribuía.
Cuando intentaba transmitirle su entusiasmo por la novena sinfonía de Beethoven, la sinfonía que contenía “el secreto de todos los secretos”, Minna bostezaba. Cuando le contaba sus noches febriles copiando la partitura y descubriendo las audacias de la sinfonía que retaban todas las enseñanzas clásicas que sus profesores intentaron enseñarle Minna le cortaba relatando con parsimonia alguna anécdota inane de la última función en la que había actuado. Eso sí, todas estas “deficiencias” las olvidaba Ricardo cuando ella se le entregaba sin los remilgos de las otras a las que cortejaba. A pesar de la inquietud que estas dudas presagiaban se quedó rápida y profundamente dormido…
Los baches aún no eran como cuchillos en su espalda. El viaje acababa de comenzar y los caballos y el cochero tenían un aspecto fresco. Ricardo miró hacia atrás por última vez. Una colina pelada coronaba el norte de la ciudad. Sería literario decir que en aquel momento Ricardo presintió que aquella colina sería con el tiempo la culminación de su vida, pero eso sería fantasear. Simplemente se fijó en el cartel destartalado que anunciaba el nombre de la ciudad que estaba abandonando…
BAYREUTH.


LA PRIMA ISABEL

El palacio de Berg estaba repleto de sitios idílicos. De todos ellos, aquél era el preferido de ambos. Bueno, más bien el lugar favorito de ella y él adoptaba sus gustos con la fidelidad de un perrito faldero. Adoraba todo lo que ella amaba.
El abeto debía ser ya centenario y apoyados en el tronco, bajo sus ramas, pasaban las horas largas. Iban vestidos con ropas cómodas para su alcurnia. La vista del lago era maravillosa y más en un día de primavera tan soleado como aquél.
Muchas veces apenas hablaban. El mutismo despreocupado era entre ellos una seña de amistad, de complicidad. Sin embargo aquella tarde la curiosidad del adolescente era más apremiante que la comunión silenciosa…
-¿Prima, qué es una aventurera?
El parentesco real entre Luís e Isabel no era exactamente el de primos, pero era así como se trataban. La diferencia de ocho años entre ellos no era un impedimento para el intercambio de confidencias y temores. Luís nunca la llamaba por su nombre familiar, Sissí…
-¿Una aventurera, por qué lo preguntas?
-La institutriz me dijo que las aventureras siempre habían traído la desgracia a nuestra familia.
-¿Eso te dijo? Es algo indiscreta ¿No?
A Isabel la invadió una sonrisa ilusionada. Lo de la sonrisa era por lo inocente de la pregunta de Luís. Ya tenía catorce años, una edad suficiente para saber lo que era una aventurera y cosas peores también, pero Isabel sabía muy bien que los príncipes eran seres aislados. En cuanto a la ilusión…
-Bueno, ¿y quién es esa temible aventurera?
- Una con nombre raro. El abuelo Luís perdió el trono por ella.
-¡Ah! Era eso.
La sonrisa de Isabel no se borró del todo, sin embargo la ilusión desapareció por completo. Era la emperatriz de Austria y Hungría. Una emperatriz en absoluto “sui géneris”, le habría encantado ser ella la aventurera a la que se refería aquella institutriz francesa que embobaba a su primo. Pero no. Se trataba de aquella mujer escandalosa. Isabel no la censuraba por sus sonadas historias amorosas sino por ser ambiciosa y exhibicionista.
-Sí, tenía un nombre raro, al menos para nosotros. Lola Montes. Era española o algo así. Volvió loco a tu abuelo. Lo embrujó y humilló. Tuvo que abdicar en tu padre… ¿Sabes lo que es abdicar?
-Sí, eso sí, pero cuéntame más cosas de esa Lola.
-Lola era una bailarina que arrebataba a los hombres. Era una belleza. Bailaba de una forma tan sensual que conseguía lo que se proponía, palacetes, joyas, vestidos… al rey Luís le sacó lo que quiso, hasta llegó a hacerla baronesa. Eso no es tan raro, ha pasado siempre, pero Lola sobrepasó los límites. La hipocresía de la corte es abominable y tolera en público lo que luego critica en privado. Sin embargo lo de aquella “aventurera” fue demasiado. Una cosa es ser la amante del rey y otra es querer ser la reina o exhibirse ante todos los estudiantes de Munich como una auténtica ramera ¿Sabes lo que es una ramera?
Luís dudó por un momento…
-Sí, claro.
Isabel se echó a reír. A Luís le encantaba verla así. Normalmente su gesto era adusto, como si una tristeza congénita la acompañara desde que se levantaba hasta que se acostaba.
-¿Sabes lo que es una ramera y me preguntas qué es una aventurera? En fin, da igual. Tú también perderás la cabeza por alguna de ellas cuando seas mayor.
Luís no creía eso. Nunca encontraría a ninguna mujer como ella. Isabel, desde los quince años era una belleza legendaria. Es verdad que era reservada, “rara”, según la corte encorsetada de Viena. Allí le reprochaban a escondidas sus excentricidades, que no cumpliera prácticamente ninguna de sus obligaciones como emperatriz. A Luís eso no le importaba. Él también era “raro”. Las extravagancias de ambos aproximaban sus almas. Luís estaba profundamente convencido de que estaba enamorado de la emperatriz. También sabía que era un amor imposible. Extrañamente eso tranquilizaba su espíritu.
Isabel no tenía ganas de seguir hablando de Lola Montes. Se abstrajo mirando al horizonte. Al otro lado estaba la casa de sus padres. En aquel palacio había pasado su niñez, los únicos años felices de su vida entre aquella familia aristocrática, liberal y algo “asilvestrada”. Pero aquello quedaba ya lejos.
Tras sus evocaciones melancólicas volvió a tomar conciencia de la presencia de su primo
- Tiene razón tu institutriz, nuestra familia es así. Todos los reyes y emperadores acaban igual y… ¿por qué no? Al fin y al cabo son hombres.
Luís no estaba de acuerdo con su prima. Los reyes eran reyes porque Dios los había elegido. Sin embargo prefirió no dar su opinión. Ambos volvieron al silencio plácido.
De repente aparecieron en el lago dos visitantes inesperados.
-¡Mira, prima, dos cisnes! ¿No crees que son los animales más bonitos de la tierra? A veces me encantaría ser un cisne.
-Yo preferiría ser una gaviota. Los cisnes son hermosos, sí, pero viven en los lagos. La orilla contraria siempre está cercana. Las gaviotas tienen todo el mar por delante. En su horizonte sólo está el sol. Pueden volar y volar sin tener que llegar a ningún sitio. Son más libres. Nunca se quedan en ningún sitio por mucho tiempo.
-Los cisnes son mágicos, a veces, traen a caballeros que salvan a las damas inocentes. ¿Has visto Lohengrin?
-¿Lohengrin? ¡Ah! La ópera de ese tal Wagner… No, es demasiado alemán. En Viena gustan otras cosas.
-Es lo más bonito que he visto nunca. Trata de nuestras leyendas.
A Isabel no le gustaban esas leyendas heroicas tan del gusto de su patria. Creía en tan pocas cosas… sin embargo no quiso estropear la fascinación que veía en los ojos de su primo y prefirió bromear…
-Prométeme que cuando yo esté en apuros llamarás a tu cisne y vendrá un caballero desconocido que me salvará.
Luís no contestó. Isabel lo había relegado a ser el simple heraldo que avisaría al cisne. Él quería ser el caballero salvador.
La tarde era bonita, eso sí… salpicada de pequeñas decepciones.


FANTASMAS EN EL MAR
Ricardo subió a la cubierta. Necesitaba aire fresco. El ambiente en el camarote estaba enrarecido. Al menos eso fue lo que dijo a Minna. Ella no se había inmutado, estaba deseando perderlo de vista, quedarse sola.
No tardó en arrepentirse de haber salido al exterior. La noche del Mar del Norte era oscura y gélida a pesar de que era verano. Sin embargo se quedaría allí un buen rato. Tenía que descansar de la eterna y silenciosa reprobación de Minna.
Ricardo la comprendía. Ella quería ser convencional, sin los sobresaltos y estrecheces a las que su vida junto a un músico iluminado la arrastraba.
El viento soplaba fuerte y tensaba las velas. Algo salvaje se percibía en el ambiente. El Tetis era una goleta destartalada dedicada a transportar mercancías con rumbo a Londres. Era el único medio que habían encontrado para huir de incógnito. Ser director de orquesta en Riga no era gran cosa, a Ricardo no le importaba dejar su puesto allí, pero tal vez habría sido mejor hacerlo de otra manera…
Se acercó a la barandilla y pudo ver mejor las olas encabritadas. La espuma, tan atrayente cuando se veía desde la placidez de una playa cálida, resultaba ahora amenazante. La fuerza del mar se notaba en los movimientos espasmódicos del Tetis.
Sí, Ricardo comprendía la desesperación de Minna. Abandonar como delincuentes lo más cercano que habían tenido a un hogar perseguidos por una multitud de acreedores furibundos era humillante para ella. Sin embargo para él era un simple contratiempo en su carrera hacia una vida que por fuerza tenía que ser gloriosa. Su arte triunfaría de una forma u otra. Minna era incapaz de contagiarse de ese entusiasmo. Eso le hacía despreciarla íntima y calladamente.
Se abrigó con las solapas de su chaqueta. El viento arreciaba y las olas crecían. La marejada se estaba convirtiendo en tempestad. Aquél espectáculo no le asustaba, el romanticismo había conseguido convertir lo lúgubre en algo estéticamente atrayente y Ricardo estaba imbuido de esa corriente artística y vital.
Las rachas de viento traían gotas saladas que le golpeaban la cara como látigos helados. Aquella frialdad chocaba con la calidez del elegante piso de Riga que habían dejado atrás. Ricardo necesitaba rodearse de cosas bellas para vivir… Casas amplias y armoniosas, muebles de maderas nobles, terciopelos… Nunca se planteaba si podía permitírselo, simplemente se hacía con los objetos que deseaba. Minna no disfrutaba ese entorno de belleza artificiosa e imposible de mantener.
Ricardo pensaba en volver a su camarote mísero cuando el viento se convirtió en huracán. La oscuridad profunda del cielo se mezclaba con el mar más violento que jamás había visto. Las olas eran paredes de agua que aparecían y desaparecían a un ritmo vertiginoso a los lados del barco...
A pocos metros a estribor apareció un buque inmenso, tenía las velas recogidas e irradiaba una luz espectral con fuegos fatuos brotando de sus mástiles. El Tetis resultaba un bote a su lado. Era la imagen de un barco fantasma. Le dio la impresión de ver una tripulación paralizada, pero no por el miedo a la tempestad. El terror de aquellos marineros parecía ser hacia algo aún más profundo. La nave bogaba desbocada en medio del caos. Ricardo pensó que los iba a abordar sin misericordia. Los destrozaría. Se veía ya en las profundidades oscuras sin haber llegado a conseguir ni una de las hazañas para las que se creía predestinado. Ahora sí estaba aterrorizado.
Cuando el casco de aquella aparición estaba a punto de aniquilarlos una voz ronca con acento extraño, tal vez nórdico, sonó con contundencia a sus espaldas…
-Pruebe esto, le ayudará a soportar el pánico.
Ricardo se dio la vuelta. Era uno de los seis marineros de aquella pobre tripulación. Destapó una botella y se la ofreció. No había ni un solo rasgo de cordialidad en su cara.
-Es la segunda vez que lo veo. No es mucho para toda una eternidad. Dicen que sólo se acerca a los barcos para asustarlos, pero nunca llega a rozarlos. Es una más de las maldiciones del holandés. Dios no tendrá ni siquiera la misericordia de dejarlos naufragar…
Ricardo bebió de la botella. Era vodka o algo parecido. Apenas notó como le abrasaba la garganta. La apuró hasta el final.
-Esto ayuda a pasar el mal trago ¿verdad?
El marinero empezó a reírse de una forma que resultaba diabólica.
Ricardo no pronunció una sola palabra. El alcohol hizo un efecto sedante inmediato. Ahora se veía capaz de volver la cara y mirar de frente a aquel espectro. Lo hizo y su sorpresa fue mayor aún que el escalofrío que sintió… No había ni rastro del barco….
El marinero seguía riéndose…
Ricardo bajó al camarote dejando al lobo de mar encarándose con el terror… ¿Quién sería ese holandés al que se había referido?
Minna le esperaba con la cara deformada por el miedo y las lágrimas. Ahora ya no quería estar lejos de él, lo necesitaba. Había improvisado una elegante soga plegando uno de sus mejores pañuelos de seda.
-Si el barco se hunde nos ahogaremos juntos. Dame la mano.
Ricardo se la tendió sin vacilar. Aquello se podía interpretar como un gesto de amor o de desesperación. Prefirió no pensar en ello.
Una vez entrelazadas las manos se tumbaron en la litera y se abrazaron. Curiosamente la inminencia de una muerte terrible los fue conduciendo a una especie de estado narcótico…

Ricardo despertó. No podría decir si llevaba en la cama una noche o dos días enteros. Minna seguía dormida, profundamente dormida. El barco ya no se movía y una claridad tenue entraba por el ojo de buey. Desató el pañuelo, su mano, algo entumecida, quedó libre. Ahora consideraba algo teatral toda la historia de las manos enlazadas. Una vez más necesitaba salir…
Ya en la cubierta, apoyado en la barandilla, comprendió porqué el barco no se zarandeaba. Estaban en una especie de lago con montañas altísimas a uno y otro lado. Era como un valle inundado por el mar. El paisaje era salvaje y desolador, parecía desierto, sin embargo unos cantos armoniosos y ancestrales, como todos los cantos populares, llegaban desde la costa. El aire fresco iba despejándolo, empezaba a encontrar fascinante todo aquello…
-¿Se encuentra mejor, Señor Wagner?
-¿Dónde estamos?
El marinero de la noche anterior se acercó a la barandilla y se apoyó en ella junto a Ricardo.
-Esto es un fiordo, estamos en Noruega, mi tierra. La tormenta nos ha traído hasta aquí. Es un buen sitio para resguardarse. ¿Bonito, no?
-¿Quién es ese holandés del que hablaba anoche?
-Un capitán que desafió a Dios y tuvo su merecido. En una tempestad parecida a la de ayer juró que cruzaría el Cabo de Buena Esperanza a costa de lo que fuera. El demonio, que es muy listo, lo oyó y lo salvó de naufragar…
-Me está hablando de una leyenda, ¿usted cree en esas cosas?
El marinero no hizo caso del comentario escéptico…
-El diablo nunca hace nada así porque sí y lo condenó a vagar, junto a su tripulación, eternamente por los mares de todo el mundo. Solamente le dio la oportunidad de bajar durante un día a tierra cada siete años.
-¿Y cree que ayer se estaba acercando a tierra?
-Puede ser, este es un sitio donde hay mujeres bonitas y bondadosas. Sólo el amor sincero de una de ellas podrá redimirlo y volver a ser un mortal y no un alma en pena.
Ricardo conocía vagamente aquella historia, pero el relato del marinero, junto con la tormenta y la visión del barco fantasma dispararon su inspiración.
Dejó de escuchar al marinero y se ensimismó para intuir cómo podría expresar con música todo lo vivido y oído. La leyenda, la maldición, la fuerza bruta de la naturaleza, la redención a través del amor, los cantos del pueblo, todos ellos eran motivos ideales para su drama. Lo mejor sería una ópera.
Empezó a sentir esa fiebre creadora que era tan gozosa y zahiriente a la vez.
Los impresionantes compases que representarían la tormenta ya estaban en su cabeza…


EL REFUGIO
Excepto por el reloj francés (Había pertenecido a Luís XVI) El pabellón de caza no era de los más lujosos que su familia tenía desperdigados por las montañas, era más bien un refugio.
Estaba en el saloncito ovalado, era una habitación que le encantaba. Aún no se había quitado el abrigo, ni los guantes, ni siquiera el sombrero, ése tirolés con plumas de faisán. El ambiente era gélido. Había llegado por sorpresa. Lógicamente nadie se había preocupado de tener caliente la habitación. Es más, nadie había salido a recibirlo. Era extraño, pero de momento lo prefería así.
Tenía aquel cansancio agradable que le producían los días de vagabundeo. Por la mañana estuvo nadando en el lago durante un buen rato. Después pidió su caballo. Cabalgó sin un rumbo determinado por valles en los que los alpes nunca se escapaban de la vista. Cuando empezó a oscurecer decidió ir al refugio… descansaría.
Se sentó en un sillón frente al ventanal. Sí, lo mejor era pasar allí la noche. ¿Para qué volver al palacio? Sus aficiones solitarias chocaban con su juventud y su rango, pero era el tipo de vida que le gustaba. Odiaba Munich y la Corte. Afortunadamente podía huir de allí a menudo. Al fin y al cabo sólo era el príncipe heredero. Aún no tenía porqué cuidar de los asuntos de Estado. Para eso (o para descuidarlos) ya estaba su padre, el rey Max.
El afán de aislamiento tenía sus excepciones… En sus escapadas, y no sin cierta altivez, Luís buscaba el trato con los aldeanos. Los deslumbraba siempre que aparecía. Era el príncipe y además… era tan guapo. Aquella admiración del pueblo era la que realmente le daba fuerzas. Era su poder…
¡El poder!… Baviera era una monarquía parlamentaria… ¡Qué insensatez! Para Luís un buen rey podría hacer mucho más por su pueblo que todos aquellos políticos. Aborrecía la modernidad de su época… Hubo tiempos mejores. Aquellos en los que los reyes eran omnipotentes pero justos. Épocas en las que los cisnes traían caballeros que salvaban princesas (Los cisnes… siempre los cisnes)
Luís veía con toda naturalidad que ese mundo irreal fuera su refugio, no se cuestionaba porqué no andaba por ahí bebiendo o jugando o conquistando mujeres de todas las clases. Era lo que hacían casi todos los príncipes, y los reyes… Bien mirado era lo que hacía todo el mundo que podía.
No, en aquel momento no se cuestionaba nada. Estaba tan a gusto en su guarida. Además del reloj francés en el saloncito ovalado había sillones cómodos, alfombras, mesitas auxiliares, un piano vertical y una estufa de cerámica estilo rococó, una estufa preciosa que nadie había encendido…
Luís dudó… ¿Llamo al lacayo? No lo hizo, decidió prolongar un poco más la soledad. Eso sí, lo haría en compañía de otra de sus pasiones. Se levantó y se quitó los guantes. El abrigo y el sombrero se los dejó puestos. Aquello seguía helado.
Se sentó al piano. Quería poner la guinda al día con la obsesión que ocupaba su mente y sus sentidos… Wagner. No lo conocía y ya se refería a él como “mi maestro”.
Luís no era ni de lejos un buen pianista, pero sí lo suficiente para que “el canto de la estrella” de Tannhäuser sonara con dignidad y llenase de melancolía el saloncito ovalado.
Desde que la música de Lohengrin lo atrapó en aquella primera función Luís se había informado de todo lo referente a ese compositor expulsado de Alemania por revolucionario.
Su música no era frecuente. Sus óperas no tenían éxito, así que Luís se hizo con algunas partituras, ya que no podía oírlas en el teatro lo haría en los salones.
Sabía que el sonido del piano, y más si interpretaba él, era un reflejo pálido de la música del maestro, pero bastaba para transportarlo a las épocas pasadas que idealizaba. A veces, cuando estaba solo, incluso se atrevía a canturrear…
Luís estuvo tocando hasta que el cansancio pudo con él. Se levantó del piano y se asomó a una de las puertas que daban al jardín del pabellón. Ya era noche cerrada y el frío que venía de los Alpes se hizo más intenso. Se volvió hacia la estufa ¿Es que nadie piensa encenderla? El viejo Herbert ya la habría encendido. Luís recordó cuando Otto y él iban allí en verano. Siempre tenía preparados los mejores pasteles para ellos. Pero ahora era invierno y Herbert había muerto hacía tiempo.
Luís buscó la campanilla y la tocó. Alguien vendría ¿no?... No, nadie acudió.
Volvió a tocar la campanilla y la respuesta fue la misma. Acostumbrado a la atención constante de los criados su impaciencia se despertó.
Conocía el sitio dónde debería haber alguien. Era una especie de pequeño cuerpo de guardia… Y allí se dirigió… Al abrir la puerta percibió un ambiente tibio. A pesar de ser una sensación agradable se enfadó. ¿Cómo era posible que aquella habitación estuviera caliente cuando él estaba aterido sin parar de llamar?
Encontró rápidamente la respuesta. Cerca de la chimenea, menos sofisticada que la estufa pero con un fuego potente, había una especie de camastro donde un lacayo dormía a pierna suelta. Desde luego no era el viejo Herbert. Era un hombre joven. La casaca azul estaba tirada sobre una silla cercana. Sólo tenía puesto un pantalón de terciopelo ajustado y una camisola blanca desabrochada. Los movimientos relajados de su respiración movían su pecho de forma acompasada. Luís iba a despertarlo gritándole órdenes y reproches, pero se esperó. Quería contemplarlo libremente, sin que nadie más lo viera. Despedía un aire viril irresistible. La camisola dejaba entrever su torso. Una vez más le habían asaltado esos sentimientos que quería desterrar de su vida. Pobre Luís, el instinto era más poderoso que su miedo al abismo...
Se acercó más para verlo mejor. Tropezó con uno de los zapatos. Fue un ruido leve pero suficiente para despertarlo.
El lacayo no tardó nada en darse cuenta de la situación. Su cara aún adormilada se llenó de horror. Balbució la única excusa que podía dar, la verdadera…
-Lo siento Alteza. Me he quedado dormido ¿desea algo Su Alteza?
Se había roto el hechizo. Luís tenía que volver a su compostura habitual. Le tocaba ejercer su autoridad y castigar al criado, pero seguía anonadado. Antes de hablar tosió levemente para aclararse la voz. Cuando salieron las palabras lo hicieron de forma educada, casi amable…
-¿Eres el nuevo lacayo, cómo te llamas?
-Me llamo Klaus. No me castigue Señor. Pido disculpas por…
Luís no dejó que Klaus siguiera intentando remediar un descuido que muchos miembros de su familia, incluso él, considerarían imperdonable, prefería acabar con la situación para no tener que ejercer sus derechos.
-Enciende la estufa y tráeme un coñac.
Klaus se levantó a toda prisa e intentó mejorar su aspecto… Para Luís era un aspecto inmejorable y quería seguir disfrutando de él, pero se contuvo y se fue mientras Klaus se calzaba y remetía su camisola por la cintura estilizada de su pantalón.
Volvió al saloncito y se sentó nervioso cerca de la estufa. Ansiaba y temía que Klaus apareciese. Éste no tardó en entrar con un cubo de carbón. A lo mejor la prisa le había hecho olvidar abrochar todos botones de la casaca, a lo mejor no. En todo caso no era forma de presentarse. Eso tampoco importó mucho a Luís.
Mientras cargaba la estufa Luís no dejó de mirarlo de reojo. Intentaba disimular su arrobamiento. No lo conseguía del todo. Después de que el carbón encendido empezó a dar calor y tras una torpe reverencia hubo otro intento de disculpas…
-Alteza, vuelvo a pedir su perdón, yo estaba…
-Tráeme el coñac y retírate…
Klaus no tardó en volver con una bandeja de plata en la que llevaba una botella y una copa de cristal finísimo. Fue a servir el coñac.
-¡Deja, ya me lo pondré yo! Márchate.
-Como ordene, Señor.
Klaus obedecía y se retiraba pausadamente. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando algo debió hacerle variar de opinión…
-Señor, ¿no quiere algo más? Yo estoy aquí para complacerle en lo que desee.
La cara de Klaus había cambiado de expresión. Ya no era la de un lacayo sumiso y atemorizado. Incluso se podía adivinar en él una risa deliciosamente maligna.
Tal vez fue la sorpresa, o la cólera, ¿o tal vez la pasión? De una forma u otra el rojo se apoderó de la cara tersa de Luís. Esta vez sí gritó.
- ¿No te he dicho que te vayas? ¡Déjame en paz!...
Klaus se marchó. Al poco tiempo volvía a dormir con la profundidad de la juventud. Luís también era joven, sin embargo oía una tras otra las horas que inexorablemente anunciaba el reloj francés, ése que había sido de Luís XVI…

 

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