LA CIUDAD ES UN RELOJ
DE ARENA
La ciudad era un reloj de arena. Con los granitos de tiempo
deslizándose por el aire en forma de copos de nieve.
Tan copiosamente nevaba, que en algunos momentos, la visión
que Paula tenía de los edificios de enfrente, asomada
a su viejo mirador, era como la de un despertar aturullado.
Cuando la realidad y el deseo de levantarse se confunden con
el estar dormido y somos incapaces de distinguir con precisión
ni formas ni siluetas.
Era de noche y hacía frío. Ella
fumaba. La lágrimas brotaban de sus ojos como un grifo
estropeado que gotea incesantemente. Lloraba porque sí,
mientras iba dando lentas caladas a un pitillo y el humo se
esparcía por su dormitorio, en competencia desleal
con la onírica visión de la nieve al caer sobre
el asfalto de la calle.
La ciudad es un reloj de arena, pensaba, y esa
frase le impedía concentrarse en otro pensamiento,
vacío de deseos, permitiendo que el tiempo transcurriera
como la vida misma. Dejándose llevar. Sin oponer resistencia.
El reflejo de la luz de una farola creó
un charco de luna en el suelo de tarima de la estancia. Y
el titilar de las estrellas de un árbol de Navidad
de una casa cercana, mezclada con la atmósfera de la
calle y las volutas de humo de su cigarro, produjo un efecto
sorprendente en la habitación oscura. Miles de puntitos
de colores se esparcieron por todo el desorden de su cuarto,
por paredes y techo... llegando incluso a inundar su cama,
vacía y sin hacer.
En ese momento su móvil vibró
con la llegada de un mensajito inoportuno. Lo cogió,
fue a “mensajes recibidos” y leyó: Movistar
le propone una oferta con la llegada de las fiestas...Por
sólo 6 euros (IVA incluido) podrá bajarse villancicos
que alegraran sus días y enviarlos a amigos y conocidos...
No terminó la lectura. Abrió la ventana, cogió
el aparato y lo tiró lo más lejos que pudo,
yéndose a estrellar contra un coche aparcado frente
al portal.
Como un resorte, ese acto absurdo (¡Dios
mío, mi móvil, con todos mis teléfonos
dentro..!) le hizo reaccionar precipitadamente.
Sobre su camisón de seda se colocó
un grueso jersey noruego, se enfundó sus viejos leotardos
bajo una botas de agua, se puso el abrigo más caliente
y cogiendo sus gafas de cerca, el monedero y las llaves salió
corriendo de su casa, bajó las escaleras y ya en la
calle gritó: ¡Taxi! Lléveme al número
7 de la calle de la Alegría.
Una vez allí, llamó al timbre
del telefonillo del piso 6ºA y una voz somnolienta de
hombre contestó al cabo de un rato no muy largo: ¿Quién
llama? No son horas...
-Soy yo, Paula, he venido a verle...He perdido
el móvil y estoy desconectada. También desconcertada.
Me lleva usted mandando mensajes durante más de un
año. Todos ponen lo mismo: LA CIUDAD ES UN RELOJ DE
ARENA. En uno me escribió su dirección. Nunca
le he contestado pero ahora, creo que ha llegado el momento
de conocerlo.
-Pase, por favor.
Paula subió, algo dubitativa, y cuando
la puerta se abrió, se encontró con un anciano
cansado y con larga barba blanca.
-¿Quién es usted?
-Soy el tiempo, Paula. Sabía que vendrías
pero no imaginaba que iba a ser la noche de Nochebuena. Parece
que ha llegado tu hora...
El anciano de la barba blanca la miró
con dulzura. ¿Estás preparada? No todos están
dispuestos a ver. Y cogiéndola de la mano la condujo
al final del pasillo. Se pararon junto a una puerta en la
que se leía: PUERTA DEL NO TIEMPO. Ahora debes de continuar
tú sola, ya no me necesitas. Paula no entendía
nada pero se sentía confiada. Entornó sus ojos
y respiró profundamente. Nunca antes había sentido
tanta paz. Sin mirar al reloj dio un paso hacia delante y
atravesó segura el umbral.
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A la mañana siguiente, unos barrenderos encontraron
a una mujer sin vida entre la nieve de la calle, junto a un
móvil hecho trizas en el que aún se leía
el último mensaje recibido en su pantalla. LA CIUDAD
ES UN RELOJ DE ARENA...
Tenía ojos pero no la miraba
(Cuento de Navidad)
Tal vez era vergüenza por ir enfundado
en ese traje rojo. O por su barba blanquísima y larga.
O por sus botas altas de cuero, acostumbradas a caminar la
nieve. O por ese absurdo gorrito con cascabeles.
Sus dedos largos y finos acariciaban los vasos
de vino que iba tomando uno tras otro desde que se sentó
con ella en ese apartado rincón de la cafetería
del Centro Comercial en el que Carmen se encontraba, lejos
de todo, rumiando sus asuntos. ¿Puedo sentarme? Dijo,
mientras lo hacía sin mirarla, y ella, claro, hay tanta
gente por aquí, tanto bullicio... La Navidad me enferma,
aclaró él. Y todo parecía grotesco cuando
dirigía su mirada hacia el infinito sin posar en ella
sus grandes ojos claros. Y comenzó a hablar y a hablar,
disfrazado con esa vestimenta colorada. Y ella apenas le escuchaba,
y de hablar casi nada, mientras él despotricaba de
su jornada laboral tan dura, del esfuerzo que tuvo que hacer
para que le seleccionaran entre tantos candidatos, introduciendo
bolsas de algodón sobre su cuerpo para simular más
tripa o convirtiendo su voz en otra, con un tono grave, cariñoso
y convincente para que las mamás de los niños
se animaran a comprar más regalos. Pero para mi, decía,
para mi no hay regalos...
Parecía exhausto y continuaba hablando
y hablando, bebiendo y bebiendo. Sin mirarla. Carmen asentía
pero no seguía bien su ritmo incesante, sumida entre
sus cosas. Aunque al acompañarle en la bebida, el efecto
del alcohol hizo presa en su mente. Quizás fue por
eso, por lo que dijo sin pudor, pero también, sin ánimo
seductor: ¿Por qué no me miras a los ojos? No
lo sé, contestó, soy muy tímido, será
eso.
Era de noche, habían pasado ya tres horas.
Entonces fue cuando, sin apenas pestañear y mirándola
fijamente, esta vez sin reparos, preguntó: ¿Quieres
que te habite? Nunca había sido nadie tan brusco con
ella. Ni tampoco tan convincente. Se le agolparon mil imágenes
en la cabeza. Y antes de que respondiera, sumergida en un
marasmo de pensamientos, insistió él: Busquemos
un lugar: ¿Sabes de alguno? Ella no sabía nada,
sólo que él, por fin la miraba...
Lo demás es imaginable. Un paseo hasta
una pensión cercana a los grandes almacenes. ¿Admiten
Visa? Una rápida ojeada a esa inmunda habitación
donde se sumergieron. Y luego sucedieron los abrazos, el desnudarse,
las caricias, los besos apasionados en los que Carmen buscaba
otros besos, sentía otros besos... empeñada
en intentarlo, en darle ese obsequio que él andaba
buscando y que por fin encontró. ¡Qué
regalo!, gritaba, ¡que regalo!....
Cuando el amanecer entro por la ventana, Papá
Noel se había marchado montado en su trineo. Carmen
se levantó, se vistió, recogió su bolso
y caminó entre el frío de la mañana despacio
hacia su casa.
Era la mañana del 24 de diciembre. Desde
ese día, odió la Navidad.
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