El nuevo libro de Cristina García Rosales avanza, pero aún no es el momento de mostrarlo, y El BALNEARIO, su anterior novela anda recorriendo los oscuros pasadizos que desembocarán, si los hados son propicios, muy pronto en la imprenta para solaz y placer de sus seguidores. Mientras tanto ofrcemos a sus lectores sus dos últimos, y hermosos, CUENTOS DE NAVIDAD.

 

LA CIUDAD ES UN RELOJ DE ARENA


La ciudad era un reloj de arena. Con los granitos de tiempo deslizándose por el aire en forma de copos de nieve. Tan copiosamente nevaba, que en algunos momentos, la visión que Paula tenía de los edificios de enfrente, asomada a su viejo mirador, era como la de un despertar aturullado. Cuando la realidad y el deseo de levantarse se confunden con el estar dormido y somos incapaces de distinguir con precisión ni formas ni siluetas.

Era de noche y hacía frío. Ella fumaba. La lágrimas brotaban de sus ojos como un grifo estropeado que gotea incesantemente. Lloraba porque sí, mientras iba dando lentas caladas a un pitillo y el humo se esparcía por su dormitorio, en competencia desleal con la onírica visión de la nieve al caer sobre el asfalto de la calle.

La ciudad es un reloj de arena, pensaba, y esa frase le impedía concentrarse en otro pensamiento, vacío de deseos, permitiendo que el tiempo transcurriera como la vida misma. Dejándose llevar. Sin oponer resistencia.

El reflejo de la luz de una farola creó un charco de luna en el suelo de tarima de la estancia. Y el titilar de las estrellas de un árbol de Navidad de una casa cercana, mezclada con la atmósfera de la calle y las volutas de humo de su cigarro, produjo un efecto sorprendente en la habitación oscura. Miles de puntitos de colores se esparcieron por todo el desorden de su cuarto, por paredes y techo... llegando incluso a inundar su cama, vacía y sin hacer.

En ese momento su móvil vibró con la llegada de un mensajito inoportuno. Lo cogió, fue a “mensajes recibidos” y leyó: Movistar le propone una oferta con la llegada de las fiestas...Por sólo 6 euros (IVA incluido) podrá bajarse villancicos que alegraran sus días y enviarlos a amigos y conocidos... No terminó la lectura. Abrió la ventana, cogió el aparato y lo tiró lo más lejos que pudo, yéndose a estrellar contra un coche aparcado frente al portal.

Como un resorte, ese acto absurdo (¡Dios mío, mi móvil, con todos mis teléfonos dentro..!) le hizo reaccionar precipitadamente.

Sobre su camisón de seda se colocó un grueso jersey noruego, se enfundó sus viejos leotardos bajo una botas de agua, se puso el abrigo más caliente y cogiendo sus gafas de cerca, el monedero y las llaves salió corriendo de su casa, bajó las escaleras y ya en la calle gritó: ¡Taxi! Lléveme al número 7 de la calle de la Alegría.

Una vez allí, llamó al timbre del telefonillo del piso 6ºA y una voz somnolienta de hombre contestó al cabo de un rato no muy largo: ¿Quién llama? No son horas...

-Soy yo, Paula, he venido a verle...He perdido el móvil y estoy desconectada. También desconcertada. Me lleva usted mandando mensajes durante más de un año. Todos ponen lo mismo: LA CIUDAD ES UN RELOJ DE ARENA. En uno me escribió su dirección. Nunca le he contestado pero ahora, creo que ha llegado el momento de conocerlo.

-Pase, por favor.

Paula subió, algo dubitativa, y cuando la puerta se abrió, se encontró con un anciano cansado y con larga barba blanca.

-¿Quién es usted?

-Soy el tiempo, Paula. Sabía que vendrías pero no imaginaba que iba a ser la noche de Nochebuena. Parece que ha llegado tu hora...

El anciano de la barba blanca la miró con dulzura. ¿Estás preparada? No todos están dispuestos a ver. Y cogiéndola de la mano la condujo al final del pasillo. Se pararon junto a una puerta en la que se leía: PUERTA DEL NO TIEMPO. Ahora debes de continuar tú sola, ya no me necesitas. Paula no entendía nada pero se sentía confiada. Entornó sus ojos y respiró profundamente. Nunca antes había sentido tanta paz. Sin mirar al reloj dio un paso hacia delante y atravesó segura el umbral.

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A la mañana siguiente, unos barrenderos encontraron a una mujer sin vida entre la nieve de la calle, junto a un móvil hecho trizas en el que aún se leía el último mensaje recibido en su pantalla. LA CIUDAD ES UN RELOJ DE ARENA...


Tenía ojos pero no la miraba (Cuento de Navidad)

Tal vez era vergüenza por ir enfundado en ese traje rojo. O por su barba blanquísima y larga. O por sus botas altas de cuero, acostumbradas a caminar la nieve. O por ese absurdo gorrito con cascabeles.

Sus dedos largos y finos acariciaban los vasos de vino que iba tomando uno tras otro desde que se sentó con ella en ese apartado rincón de la cafetería del Centro Comercial en el que Carmen se encontraba, lejos de todo, rumiando sus asuntos. ¿Puedo sentarme? Dijo, mientras lo hacía sin mirarla, y ella, claro, hay tanta gente por aquí, tanto bullicio... La Navidad me enferma, aclaró él. Y todo parecía grotesco cuando dirigía su mirada hacia el infinito sin posar en ella sus grandes ojos claros. Y comenzó a hablar y a hablar, disfrazado con esa vestimenta colorada. Y ella apenas le escuchaba, y de hablar casi nada, mientras él despotricaba de su jornada laboral tan dura, del esfuerzo que tuvo que hacer para que le seleccionaran entre tantos candidatos, introduciendo bolsas de algodón sobre su cuerpo para simular más tripa o convirtiendo su voz en otra, con un tono grave, cariñoso y convincente para que las mamás de los niños se animaran a comprar más regalos. Pero para mi, decía, para mi no hay regalos...

Parecía exhausto y continuaba hablando y hablando, bebiendo y bebiendo. Sin mirarla. Carmen asentía pero no seguía bien su ritmo incesante, sumida entre sus cosas. Aunque al acompañarle en la bebida, el efecto del alcohol hizo presa en su mente. Quizás fue por eso, por lo que dijo sin pudor, pero también, sin ánimo seductor: ¿Por qué no me miras a los ojos? No lo sé, contestó, soy muy tímido, será eso.

Era de noche, habían pasado ya tres horas. Entonces fue cuando, sin apenas pestañear y mirándola fijamente, esta vez sin reparos, preguntó: ¿Quieres que te habite? Nunca había sido nadie tan brusco con ella. Ni tampoco tan convincente. Se le agolparon mil imágenes en la cabeza. Y antes de que respondiera, sumergida en un marasmo de pensamientos, insistió él: Busquemos un lugar: ¿Sabes de alguno? Ella no sabía nada, sólo que él, por fin la miraba...

Lo demás es imaginable. Un paseo hasta una pensión cercana a los grandes almacenes. ¿Admiten Visa? Una rápida ojeada a esa inmunda habitación donde se sumergieron. Y luego sucedieron los abrazos, el desnudarse, las caricias, los besos apasionados en los que Carmen buscaba otros besos, sentía otros besos... empeñada en intentarlo, en darle ese obsequio que él andaba buscando y que por fin encontró. ¡Qué regalo!, gritaba, ¡que regalo!....

Cuando el amanecer entro por la ventana, Papá Noel se había marchado montado en su trineo. Carmen se levantó, se vistió, recogió su bolso y caminó entre el frío de la mañana despacio hacia su casa.

Era la mañana del 24 de diciembre. Desde ese día, odió la Navidad.


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