IGNACIO Y JULIA
IGNACIO 1
Por fin la Gare de Lyon, tenía los huesos
machacados. Bajé con pequeña maleta y me fui
a comprar una guía del metro, 4 rue Lalande, era mi
destino inmediato. Había nevado en París, nunca
la había visto así, con los humos de las calefacciones
que parecían haberse solidificados sobre los edificios.
No volaba ni una paloma y la tristeza me invadió. 4,
rue Lalande, un pequeño local, con la persiana bajada,
cerrado, fermé. Claro, si eran sólo las siete
y media de la mañana. En el escaparate habían
puesto sin orden ni concierto algunos objetos que transmitían
“españolidad” y que me horrorizaban, un
toro, varias muñecas con trajes regionales, un mantón
de Manila, y portadas de la revista Cuadernos para el Diálogo.
Más adentro se podía ver la bandera republicana,
fotos de la guerra civil, en tono sepia y afiches que convocaban
a algo a los exiliados españoles. El local era austero
pero me parecía lo más acogedor del mundo comparado
con esa calle desierta, nevada, hostil, en la que me encontraba.
Para no quedarme congelado caminé sin parar pasando
una y otra vez por el sitio hasta que por fin lo encontré
abierto.
El viaje fue tremendo, las ruedas del tren chirriaban más
que de costumbre o eran mis nervios a punto de estallar los
que hacían que los oyera así. Trataba de dormitar
sentado en el duro asiento de la segunda clase, ya que mi
economía no me permitía mejores abundancias.
Fuera, el más crudo invierno que yo recordara. Por
suerte, aunque era segunda, ponían la calefacción.
Los campos fantasmales, blancos y grises, salpicados de pueblos
congelados, se iban sucediendo. La escarcha me llegaba al
alma. No lograba calentarme y ya no sabía si me movía
por el bamboleo de ese tren destartalado o por los escalofríos
que me recorrían. Llevaba el cuello del viejo abrigo
gris levantado y una bufanda con la que me tapaba hasta media
cara, las manos en el bolsillo y las piernas estiradas, me
daban un aspecto que se me antojaba bohemio, teniendo en cuenta
que me marchaba a París. El tren se paró en
Hendaya, debían cambiar las ruedas ya que el ancho
de vías era distinto en Francia. La España incomunicada
de siempre. Pasó el revisor, también muerto
de frío, y nos fue devolviendo los pasaportes que le
habíamos entregado la noche anterior. Nos miraba de
arriba abajo cuando nos lo daba, nos hacía un cacheo
visual buscando no se sabe qué, seguro que ni él
lo sabía, pero así se sentía la autoridad.
Vi guardias civiles por el andén, andando entre la
niebla y no los envidié, tampoco los temí aunque
me iba porque me perseguían. En realidad, me iba “por
las dudas”. Me había implicado en algunos motines
estudiantiles, primero como “chino” y después
como “trosko”. Me afilié al Frente Rojo
y mis travesuras provocaron que me detuvieran y me mandaran
tres meses a Carabanchel. Cuando salí, mis compañeros
me recomendaron que no estuviera en el mismo sitio más
de un día, las cosas se iban complicando y yo ya estaba
fichado. Y así estuve en persecuta cambiando de casa
cada noche, hasta que me cansé. Y eso que no era mala
cosa, algún hermoso ligue de una noche me cayó,
pero decidí largarme y venir a Francia. Al fin de cuentas
hablo francés bastante bien y seguramente seré
más útil aquí para la causa.
Bueno, chico, ya estás como en casa. Paco sonrió
de esa manera franca que siempre le agradecí. Ahora
un buen café con leche o chocolate o lo que quieras
para que dejes de temblar como una hoja. Seguro que no vas
a tener que estar tanto tiempo por aquí, parece que
el viejo ya se muere. A ver si esta vez abro la botella de
champagne, la vengo renovando hace más de treinta años,
¡no vaya a estar malo cuando por fin podamos brindar!
¿Ignacio Sánchez Verdier me dijiste? Si te manda
Manolo eres como un hermano para mí, o como un hijo
en realidad. Habrá que buscarte algún trabajo.
Eso sí, te puedes ir olvidando de la biología…
JULIA 1
Hace un buen rato que espero, sin parar de revolver
el café negro que tengo enfrente. Madrid está
muy gris y precisamente hoy tengo que tomar la decisión,
responderle a César si sí o si no a su propuesta
de matrimonio. Hace ya seis años que estoy en Madrid
y todavía no me acostumbro a su impersonalidad. Se
me hace raro estar aquí, en el Comercial y no conocer
a nadie, tampoco a los que andan por la calle luchando con
el viento de esta tarde desapacible. César me conviene,
me digo, además ya tengo veinticuatro años y
no puedo seguir esperando a que llegue el príncipe
azul. Me sorprende a mi misma un pensamiento que tiene más
que ver con mi madre y con mi tía Rosario que conmigo.
A pesar de todo las admiro, mujeres secas, duras, enjutas,
sólidas como un roble, fervientes católicas
y conservadoras, son, sin embargo, mi referencia. Sé
que puedo contar con ellas en esta especie de coalición
femenina en que se ha transformado mi familia. Las dos viudas,
con matrimonios desdichados en los que no entró el
amor y que hicieron objetivo central de sus vidas criarme
a mi, la pequeña Julia, la luz de sus ojos, la niña
más adorada que nunca he conocido pero también
a la que más se le ha exigido, la desdichada Julia.
No les puedo fallar ni sentirme culpable como cuando dejé
de ser de las hijas de María, no me olvido de sus caras
de decepción. Es una tremenda roca que tendré
toda la vida sobre mis espaldas. Desecho esta idea, mejor
me caso, ¿quién puede superar a César?
Abogado de éxito, diez años mayor que yo, bien
relacionado, con las ideas claras. Sabe que se quiere casar
conmigo y me lo propone, no duda, no vacila. Yo, en cambio,
aquí estoy, deshojando la margarita, aunque la decisión
ya está tomada, mi madre y la tía Rosario, en
la dura España manchega, la tomaron por mi.
IGNACIO 2
No termino de acostumbrarme a este frío
húmedo; mientras reparto propaganda a la salida del
metro, tengo que dar saltitos y golpearme las manos para que
no se me congelen. Compartimos piso cinco expatriados, y también
compartimos la miseria, las ilusiones y la desesperación.
El piso tiene el water precisamente en el centro, como un
curioso tótem alrededor del cual organizamos nuestras
actividades. Por supuesto que no hay ducha y hay que hacer
malabarismos para mantener la más elemental de las
higienes, calentando agua en el pequeño infiernillo
de la cocina. Pero lo peor es que pasamos hambre. Hoy, por
ejemplo, cenaremos una triste lata de Ratatouille. Escaso
condumio para cinco estómagos vociferantes. Se nos
había ido Aroko, un japonés que hacía
una comida más que pasable con cualquier cosa que encontraba
por ahí, la última que recuerdo fue con piel
de plátano, trajinó por la cocina y se presentó
con una fuente exquisita, como un verdadero mago. Pero ya
no estaba y la lata de Ratatouille se me estaba antojando
el manjar más estupendo del mundo.
Di por acabado el día de trabajo y me fui hasta la
casa, no me podía quejar, éramos pobres pero
habíamos conseguido vivir en el arrondissement 14,
nada más ni nada menos que donde queda la Coupole.
Todavía no podía creer que tomáramos
café en el mismo lugar en el que habían estado
Malraux, Prévert, Brassens, ¡hasta la Dietrich!
“Seremos pobres como ratas pero estamos en el centro
del mundo” me autoconvencía camino a la pequeña
guarida a la que le iba tomando cada vez más cariño,
especialmente porque lo único que funcionaba bien era
la calefacción; aunque la racionábamos bastante,
unos más que otros, con los consiguientes cabreos a
la hora de repartir el gasto.
Isabel me abre la puerta, con sonrisa forzada en su carita
pecosa. Es franco española y medio argentina. Nació
en Argentina de madre francesa y padre español y cuando
se separaron, la madre volvió al sitio natal, precisamente
cuando ella tenía quince años. Nunca se lo perdonó
y quince años después de aquello volvió
a Argentina, a buscar a su padre y sus orígenes. Se
llevó a un grupo de franceses que compartieron su aventura.
Uno de ellos era su novio, todos se dedicaban al teatro experimental.
Las cosas les fueron mal por allí, el padre no le hizo
ni caso, con una nueva familia que no la aceptó casi
sin conocerla. No conseguían trabajo, la relación
con Antoine se rompió y finalmente, derrotados, decidieron
volver. Isabel empezó a estudiar psicología,
la profesión de su padre, y siguió con su teatro
experimental que tan mal le daba de comer. Los amigos se sucedían
pero no lograba olvidarse de Antoine. Era evidente que hoy
tenía un mal día.
A ver Isabel, la courageuse, ¿qué
pasa hoy? Una tontería, llueve y es una de esas tardes
grises que tanto me gustan aunque me producen un puntito de
melancolía. Mientras se quede sólo en un "puntito"
todo está bien. Me asomé a la ventana y vi enfrente
a una pareja dándose un beso de "tornillo",
los besos que daba Antoine y no pude con la tristeza. Tuve
la mala idea de llamarlo y exponerme a que me dijera, como
me dijo, que ya no sentía nada por mi. Lo pasé
mal, ¿me entiendes Nacho? Isabel se acurruca en el
sillón escondiendo la cara llorosa. Entiendo la tristeza,
claro que la entiendo. También tenía mis amores
dejados atrás pero desgraciadamente no desaparecidos.
No sabía qué hacer y torpemente rebusqué
en mis bolsillos el ajado librito de haikus que había
encontrado en una librería de viejo. Había leído
uno que se aplicaba a la situación y para brindarle
toda mi solidaridad se lo leí cambiando levemente las
frases,
Ese camino
Ya nadie lo debe recorrer
Salvo el crepúsculo.
(Matsuo Basho)
JULIA 2
Cómo me gusta remolonear en la cama.
El despertador suena exactamente cada nueve minutos y suena
lo que tardo en estirar el brazo y darle un golpe a la tecla
repeat. Nueve minutos más en el limbo y la claridad
va llenando la habitación al mismo ritmo en que aumentan
los sonidos de la calle. César ya se había marchado,
en el Rabo Bank no perdonan la molicie que me mantenía
pegada a la cama. Se levantó como siempre, sin hacer
ruido y cuando ya estaba duchado, vestido y perfumado se sentó
a mi lado para arroparme y darme un beso, como siempre, hasta
luego ratona, sólo un sueñecito más,
eh?, susurró en mi oído, también como
cada día. Soy feliz, pensé, soy feliz, me repetí,
en voz alta, no importa que cada día sea igual si lo
que es igual es hermoso, es envidiable ¿no estás
de acuerdo? Pregunté a mi imagen en el espejo del baño,
despeinada, con los ojos hinchados, con una mueca de desazón,
una imagen que no me devolvía felicidad, aunque no
tenía de qué quejarme. Tal como lo había
intuido, César era un perfecto encanto, sólo
había que saber no llevarle la contraria…
IGNACIO 3
Está empezando el mijano, época en la que se
puede pescar en los ríos porque es cuando desovan los
peces y se los puede atrapar. Me lo contó Pedro, el
hermano de Marita. Acabo de llegar a este rincón perdido
de la selva peruana remontando el río Cenepa en lo
que aquí llaman el peque-peque, por el ruido del motor…
peque peque peque… Menos mal que Marita me ha adoptado
y me da consejos. Debe estar harta de los europeos despistados
que venimos por aquí. Yo estoy tratando de enterarme
de algo, es todo nuevo y todo complicadísimo. Los aguarunas
tienen muchas comunidades y todas las necesidades del mundo.
A mí me liaron para traer alevines y enseñarles
a montar piscifactorías. Mis estudios de biología
van a servir para algo, por fin. Iremos de comunidad en comunidad,
y de paso Pedro, con otro de una ONG de los jesuitas, les
van a enseñar a construir un horno comunitario.
Encontramos a dos españoles que están
haciendo su tesis en cooperación, esos no tuvieron
a su “marita” que los asesorara y allí
estaban, llenos de picaduras, yéndose por la pata abajo
y uno creo que hasta con fiebre. Yo estoy ahora dentro de
mi tienda de campaña que está a su vez dentro
de la choza que me han adjudicado. Ha sido un buen consejo
ya que logro estar aislado de los bichos y animalejos que
entran y salen como pericos por su casa, porque aquí
no hay puertas ni ventanas, ni falta que hace con el tremendo
bochorno que acompaña a las grandes lluvias. Estoy
leyendo con mi pequeña linterna, siempre igual, el
mismo lector compulsivo que devora todo lo que le rodea. Los
Cantos de Maldoror del conde de Lautremont me entretienen.
Menudas cosas lees tú, me decía Isabel en la
lejana París cuando quería leerle algún
párrafo. Me relaja, me ocupa la cabeza.
También me distrae lo que me rodea, es tan, o mejor
dicho, más surrealista que los Cantos de Maldoror.
Señor, hermano, profesor, doctor, de todo me han llamado.
Me recibió el Apu (jefe) de la Comunidad. Convocó
a una asamblea para que me presente. Son un disparate. Yo
les dije que llevo en la zona unos días, que después
sigo a otro sitio, que todavía tengo que situarme,
que gracias por su hospitalidad y que espero volver algún
día. Bueno, pues el Apu se pasó media hora traduciendo
y sé de buena fuente que se inventa una novela. Siempre
es igual. Les encantan las asambleas y por la mínima
cosa organizan una. Hablan y hablan y hablan, y discuten elevando
la voz. Me gustaría entender lo que dicen. Tienen un
lugar especial para ello al que llaman, precisamente, la casa
de la palabra.
Ahora están cocinando, huele rico, es
un guiso con arroz, pollo, azafrán y más cosas,
y sigue diluviando. Curiosamente el calor aumenta, me empeño
en leer y leer y no quiero dejar que mi cabeza vuelva a París,
al bulevar Saint Michele y a Isabel, con la nariz roja, temblando
como un cervatillo; te vas a enfadar Nacho, no te va a gustar
nada lo que te voy a decir, pero vuelvo con Antoine, lo siento,
me ayudaste mucho y quizás confundí esa ayuda
con amor, lo siento Nacho, te quiero Nacho, pero no sé
qué me pasa con él, hicimos planes, tendremos
un hijo, me lo prometió y esta vez estoy segura que
no me fallará. No me mires así, Nacho, tampoco
llevábamos tanto tiempo juntos….
JULIA 3
Efectivamente, no había que llevarle la contraria.
Eso lo aprendí en la misma boda cuando por la noche,
en medio de la fiesta, me sacó de un brazo fuera, pero
no para besarme como había supuesto, sino para retorcérmelo
mientras me decía con cara de furia, no vuelvas a hacerlo.
Todavía recuerdo la convicción de haberme equivocado
casándome con él y mi desesperación.
No podía echarme atrás el mismo día de
mi boda ¿qué decirle a todo el mundo? Me he
metido en una trampa, pensé, y esa idea me vuelve cada
tanto a la cabeza, aunque quiero acallarla. Curiosamente nunca
se repitió la escena y ahora a la distancia hasta me
produce pena César por lo que entreveo de impotencia
en su actuación. Pero el rencor ahí está
y creo que no voy a poder olvidar la decepción y el
miedo. Nunca hablamos del tema y no creo que pueda decirle
nada. Quizás en ese instante se fijaron nuestros papeles
y es lo que hace que yo me sienta su subordinada. Porque realmente
no manda sobre mi o por lo menos eso es lo aparente. Nos habíamos
conocido cuando él era ya un abogado de éxito
y yo acababa de terminar mis estudios de derecho. Lo había
visto en la cafetería de la universidad pero él
no me vio. Coincidimos casualmente en casa de un amigo, varios
meses después. Nunca le dije que lo había visto
antes, en la Cafetería. Esa es mi relación con
él, silencios y más silencios. Vaya a saberse
por qué. Al poco tiempo de casados le ofrecieron este
maravilloso cargo en Brasil, en el Rabo Bank, una verdadera
oportunidad, cómo no aprovecharla, mi carrera, mi futuro
profesional, mi identidad en suma, eso, eso era lo de menos.
Pero de qué me quejo, si fui la primera en estar de
acuerdo.
IGNACIO 4
Volví a París. Todavía
resonaba en mis oídos el zumbido de la selva y las
canciones interminables, como letanías que me recordaban
a cosas perdidas y me ponían la carne de gallina.
Franco se había muerto y me había perdido el
brindis con Paco. Lo encontré desorientado, tantos
años viviendo “a la contra” y ahora de
repente, el vacío. Así me sentía yo también
en el piso que me parecía enorme sin Isabel y, aunque
parezca imposible, más destartalado aun. Mis amigos
de la política me llamaban desde España, se
está gestando un pacto social, me decían, para
poder construir un futuro había que olvidar el pasado,
superar las dos Españas. Un tal Suárez al que
nadie conocía iba a conducirnos a la democracia. Un
tipo del Movimiento. Vaya paradoja. A los míos les
seguían pegando en la calle pero al Partido Comunista
lo habían legalizado. Sólo tenía dos
opciones, me volvía a la selva o me volvía a
España. Elegí la segunda, tenía que experimentar
esa nueva libertad. Unos amigos me hablaron de montar una
librería / galería de arte en Barcelona y cada
vez miro con más cariño ese proyecto.
JULIA 4
Me gusta pasear por el parque Ibirapuera. En cualquier trozo
de suelo que queda libre del hormigón surge la selva
con tal pujanza que muestra a las claras que es la dueña
de esta tierra. A veces pienso cuántos años
después de la desaparición de los seres humanos
le bastarían para borrar todo rastro de su presencia.
Cuando nos trasladamos aquí Jorge era muy pequeño,
había empezado a andar sólo un mes antes y ya
María se estaba gestando en mis entrañas. Se
me había ocurrido que este cambio podía salvar
el matrimonio. Quizás empezar de nuevo en otro sitio…
Me encantaba el precioso chalet y la cantidad de personal
de servicio que tenía. Hasta un jardinero sólo
por tener un cuadradito mínimo de jardín. Así
fue que cuando nació María, con sólo
horas, la puse en manos de Lucia y, aunque no quería,
me desentendí. Nadie me había enseñado
a dirigir personal de servicio y se adueñaron de mi
casa, de mis hijos, de mis comidas. A veces me sentía
como una niña más a la que tenían que
cuidar. Intenté ser la señora de la casa, pero
finalmente me rendí y opté por dejarles la casa,
me iba desde por la mañana, a veces volvía a
comer pero la mayoría de los días no, me ocupaba
en los temas más diversos y llegaba a la hora de la
cena, cuando los niños ya estaban bañados y
en pijama, para darles las buenas noches, un besito y ¡hala!
A la cama ya, sin leerles un cuento porque leer en voz alta,
desde pequeña, me producía falta de aire, me
ahogaba. Les compraba libros con imágenes y las íbamos
pasando una a una, haciendo algunos comentarios de lo que
allí se veía. No disfruto de esas situaciones.
No me lo explico, en teoría debería ser un estupendo
momento de plenitud pero para mi sólo es aburrimiento.
Exactamente eso es lo que siento y sé que lo voy a
pagar en el futuro porque me produce culpa. ¿Soy una
madre desnaturalizada? César se sentía exento
de esas obligaciones y no parecía que le produjera
ningún trauma.
Ahora me voy a la clase de tenis, en el club que queda cruzando
el parque. Me espera Urací, sonriente y atlético,
con esa mezcla curiosa que tienen algunos brasileros de rasgos
de negro y piel blanca. Se sujeta el pelo encrespado con una
cinta ancha, negra. Los ojos le brillan y sus labios carnosos
entreabiertos dejan ver una perfecta hilera de dientes blanquísimos.
No sé si es guapo pero tiene algo animal como esta
tierra que me desencadena el deseo dormido. Estoy desconocida.
Pensar que creía ser frígida…..
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