Amparo Ballesteros, pura energía. Dos relatos muy diferentes, pero ambos altamente interesantes, por el momento.
JAVIER PUEBLA


TALGO MADRID- IRÚN


Sin embargo, no todo en aquellos años era dramático. Aunque mi asistencia al colegio no era tan regular como la de los demás chicos de mi edad, aún tuve tiempo de compartir con ellos algunas experiencias de las del tipo íntimo... Seamos sinceros, experiencias pocas pero deseos, sueños... incontables.
Durante los veranos el pueblo recibía forasteros. Entre ellos una hermana de mi madre que tenía dos hijas de mi edad, una un año más y la otra un año menos. A mí me gustaban las dos, sobre todo la pequeña, Teresina, porque se reía de mí un poquitín menos que su hermana, pero la que de verdad me interesaba era la mayor, Rosita.
Como la casa de mis padres era pequeña, los mayores nos amontonaban a los niños en un dormitorio grande. Allí, en dos enormes camas, mis dos primas y yo jugábamos, dormíamos, charlábamos y nos hacíamos confidencias.
Rosita llevaba, desde luego, la voz cantante. Mi mérito principal consistía en ser el único varón en esos tres metros cuadrados a la redonda. Mi hermana nos acompañaba pero al ser bastante menor que nosotros decía que la aburríamos y se dormía de verdad. Entonces era cuando empezaba lo más excitante.
Rosita desplegaba casi totalmente la persiana con la excusa de que mi hermana quería dormir, de forma que la alcoba quedaba en penumbra. Con la misma excusa la dejábamos sola en una de las camas y a mí me ordenaba acostarme entre ella y mi prima Teresina. Nos tumbábamos muy cerca unos de otros para poder hablar sin despertar a la durmiente.
Rosita se arrimaba a mí tanto como podía lo que ya me ponía bastante nervioso y luego comenzaba a susurrar junto a mi oreja cualquier tontería. No importaba lo que dijera, mi oreja tomaba temperatura y hasta creo que se movía sola, mientras yo empezaba a sufrir un estado febril que me encendía desde la cabeza a la punta de los piés, pasando por... por donde tenía que pasar. Y no sólo pasando sino quedándose allí porque esa pequeña presencia, habitualmente discreta, adquiría prestancia, tamaño, importancia, ¡exigencia! Y yo no estaba preparado para ello. Con mis manos intentaba hacer desaparecer ese nuevo tirano que mi prima conjuraba con solo hablarme al oído pero era inútil. Rosita estudiaba el color de mi oreja y así sabía lo que se desarrollaba más abajo. Cuando lo creía oportuno me ordenaba volverme hacia ella y arrimarme bien para jugar al tren TALGO Madrid-Irún. Yo me agarraba a su cintura y pedía a Dios que me permitiera llegar al menos a la primera estación sin sobresaltos. A cambio le ofrecía mi vida, sin reservas.
Pero Rosita no dejaba ningún cabo suelto. Continuando con su impostura mandaba a Teresina que se agarrase a su vez a mí porque aseguraba con mucha autoridad que un Madrid-Irún jamás se mueve con menos de tres vagones. Entonces anunciaba la salida del tren y los tres al unísono debíamos ponernos en marcha, moviéndonos hacia atrás y hacia delante rítmica y suavemente. Durante el trayecto ninguno emitía más sonidos que los inevitables en este tipo de viaje y tras un rato de marcha llegábamos a nuestro destino. Lo sabíamos porque Rosita, que no sólo era locomotora sino también jefa de estación, emitía un largo y quejumbroso suspiro.
Y yo creo que aquel verano me porté muy bien porque sólo en una ocasión, sólo en una, descarrilé.

LA RUFINA


Todos decían que la Rufina estaba loca, aventá, decían todos, que es como dicen en mi pueblo a los que no están bien en sus cabales, y no digo yo que de joven no se lo notaran todos porque en el pueblo había mucha gente y cuando hay mucho de algo en cualquier sitio es muy necesario que todos se respeten unos a otros por lo menos en lo principal para que no se anden chocando como coches de feria, pero ahora, la verdad sea dicha, nadie puede decir quién está aventao en el pueblo y quién no porque al ser tan pocos cada cual obra como mejor le parece y días pasamos y no pocos que uno no se encuentra un alma y te vas a la cama sin haber cruzado una palabra con un cristiano que también da pena, la verdad, pero que no tiene remedio porque la vida se ha puesto de esta manera y no hay quien la cambie, si uno quisiera cambiarla que tampoco está tan claro que la de antes fuera mejor aunque, como decía, todos estábamos obligados a ser normales.

La Rufina normal no fue nunca, dicen los que la conocieron de moza, aunque moza sigue porque después de lo que le pasó no encontró marido aunque era bien guapa, la que más, cuentan, incluso alguno que anduvo hablando con ella pero les dio miedo y quién sabe si hasta asco por haberle pasado eso tan feo que no se le hace a una mujer ni vieja ni joven y la Rufina era una crieja entonces, de 17, fuerte y respingona, que por eso se les vino a las mientes aquella mala idea a esos dos desalmados de buscarla por el monte donde andaba con el ganado del padre, porque de las hermanas, que cuatro hembras eran en la casa del padre, la que más valía era la Rufina y por eso ella era la que de amanecida subía ligera a soltar el rebaño para que se templara bien en las tierras comunes y en los mansos antes de que los otros pastores soltaran los suyos que para entonces la Rufina ya las había cerrado y bajaba al pueblo a almorzar con un gavillón de leña a la espalda.

Si estaba loca o no antes de lo que le pasó ya nadie va a saberlo fijo pero ella cumplía con todo y si alguno hasta pensaba en casarse con ella muy aventá no estaría y que una cosa así a una mujer no se le hace aunque luego los llevaran a la cárcel y estuvieran siete años porque la que pasa eso ya nunca deja que un hombre se le acerque aunque sea de buenas porque se le representa la cara de los que la atacaron aquella mañana en el hueco del acirate para su desgracia porque dicen que uno de los que la hizo eso la quería de verdad pero no se atrevía nunca a decirle nada porque la Rufina tenía una cara y un natural de niña todavía, aunque gastara un cuerpo de mujerona, y las palabras se les quedaban atascadas en el gaznate a los mozos y eso le debió de pasar al Valentín hasta que algo se le pudrió dentro y luego todo era mala sangre con ella hasta que reventó, que a lo mejor ni aún por eso fue, porque siendo como era ella, de los que mejor iban en el pueblo, los había que no podían ver a la familia de ella, aunque más hubiera movido a lástima por la mala suerte que se había cebado con esa familia en los últimos tiempos, pero cuando los corazones se cierran a cal y canto ya no se encuentra la forma de volver a abrirlos y sólo gozan con el mal ajeno pero ya digo que la razón no la supimos ni nos la contaron nunca que al ser en el pueblo casi todos familiares no se podía ni comentar sin que alguno saliera a defender a unos o a otra.

Y dicen que la Rufina también lo quería al Valentín antes de que la hiciera aquel crimen porque era un buen mozo, que tampoco nadie entiende que echara a perder su vida por unos amores, sobre todo que la Rufina lo miraba bien y lo hubiera escuchado si el Valentín hubiera dado en hablar cabalmente pero parece que el muchacho no se veía con prendas para casarse con ella pero sí para hacerle aquella faena, porque se ve que se había desesperado por no tenerla, y su tío el Prudencio que era mayor no le dio buenos consejos sino al contrario le calentaba la sangre con que aquella moza se la iba a llevar otro del pueblo y él, el Valentín, bien tonto era respetándola tanto para que la gozara otro.

Porque la ocurrencia de hacerle aquello no fue cosa de repente de como quien dice verla pasar y cegarse sino que lo planearon bien aunque luego todo les saliera mal, porque demasiado sabían ellos que la Rufina salía aún de noche de su casa que a veces hasta el padre, el tío Florencio, la acompañaba un trecho de oscuro que estaba, y con las primeras luces del día que aún ni el sol había aparecido ya se oían las zumbas desde el pueblo y era la Rufina que llevaba sus ovejas a las suertes antes que los demás se habían ni levantado porque ella miedo no tuvo nunca pero más le hubiera valido tener un poco aunque si el Valentín y el Prudencio la iban a buscar las vueltas igual lo iban a hacer de día que de noche, en el monte o en el río,
Y por eso pasó que los vió llegar y se extrañó, pero más pensó que había pasado algo en su casa, que la madre llevaba años en cama y venían a darle un recado, que a hacerle lo que le hicieron que eso no se lo podía ni esperar del Valentín y del Prudencio que la conocían desde niña y hasta eran medio parientes, y como digo, los dejó acercarse y aún se arrimó ella para que le dieran el recado antes y poder bajar enseguida al pueblo, pero estando ya cerca le extrañaba que ellos no la contestaran ni parecían oírla cuando les preguntaba qué les traía por allí, y ellos parecía que no la veían ni la oían, y eso a la Rufina la extrañó y se quedó parada mirándolos subir la cuesta bien decididos sin levantar la cabeza de la senda hasta que llegaron a ella, y el Prudencio sin mirarla la tiró al suelo y se echó encima de ella pero como no se estaba quieta porque la Rufina tenía mucha fuerza de trabajar desde chica luchaba con el Prudencio para zafarse de él y mientras rodaban los dos por el suelo la Rufina miraba al Valentín que tenía los ojos extraviados y no los apartaba de ellos, pero como el Prudencio era más alto se impuso y la sujetó las piernas de ella con sus rodillas para que las tuviera abiertas, que le debía de hacer mucho daño porque la había tirado encima de las piedras, y con los brazos el Prudencio sujetaba los de ella, y como ella se vió perdida empezó a llorar y a decirle al Valentín que la ayudara pero el Prudencio también empezó a decirle a su sobrino que venga, que venga, que ahí la tenía, que si era hombre o no, pero el Valentín estaba como alobado y no se meneaba ni miraba para otro lado ni nada sólo la miraba a ella y a su tío pero cuando el Lanas que era el perrillo de la Rufina empezó a ladrarle y él se agachó como si fuera a coger una piedra para tirársela, el Lanas escapó aunque el Valentín ni lo había mirado siquiera.

Entonces el Prudencio que se estaba cansando y miraba hacia el pueblo por si subía alguno le dijo que se acercara de una vez y por lo menos le sujetara los brazos y cuando el Valentín le preguntó que para qué, para qué, pero se los sujetó, el Prudencio cogió el garrote que llevaba siempre la Rufina y que había caído junto a ella y con una mano le movió a un lado las bragas blancas y con la otra le metió el palo.

Cuando bajó la Rufina al pueblo ya subían algunos a buscarla porque era ya tarde y el Lanas había bajado sólo y lloraba, que algo malo se había barruntado el animalito.


 

Volver al principio de la página