Angel Arteaga, Ángel Arteaga, es showman, mimo genial y un, escritor sorprendente.

Javier Puebla

Después de Doli Cortés, Album Privado, Ángel Arteaga ensambla para nosotros un edificio. Literalmente un edificio. La vida- un escritor que vive con su madre, dos mujeres que tienen un niño adoptado, una rusa que intenta engañar la soledad con la compañía de dos insoportables perritos, el portero del inmueble-se apodera del lugar que hasta hace pocos meses atrás era sólo un lugar vacío, un solar, refugio de sombras;sombras que entraban y -casi siempre- salían.


Tres Cruces catorce

1 - LAS SOMBRAS PASAN DE LARGO.

La calle Tres Cruces ha cambiado con el edificio que rellena lo que era el solar de los gatos. Al pasar frente al número catorce ya no huele a meadas. Tampoco se ven sombras que aparecen y desaparecen, sombras que a menudo el solar de los gatos se tragaba y escupía.
Una casa nueva, con ladrillo visto en la fachada, desentona ahora en la melodía del Madrid más antiguo y rancio. Paralela a Montera, semiesquina con Gran Vía, está Tres Cruces. Una calle tranquila.
Raimundo Espada tiene la vista puesta en el banderín clavado en la pared: Ceuta, Cuarta Bandera del Tercio “Duque de Alba II”. Tiene la boca seca. A mí la Legión. Envía su pensamiento hasta Ifni, el Sahara español. Soy el novio de la muerte. Olor a letrina, a tropa y a valientes. Él sabe lo que es el olor a valientes.

El tuiiiii del ascensor bajando le devuelve al chiscón, su puesto en el portal. El letrero “Conserjería” le reconforta. Ya había estado antes de portero, pero en el catorce de Tres Cruces hay más categoría.

Dos figuras salen del ascensor:
-- Bla bla ...¡oh!, ¿sííí?...Jajaja...
Recorren el tramo hasta la calle, pasan frente a Raimundo que, con su mejor sonrisa y la palma de la mano levantada, les saluda.
—Buenos días.
—Hola hola...jaja...¿síí?...
Las bolleras, piensa Raimundo, y se queda con la sonrisa puesta un rato.

En el quinto derecha los dos salchichas de Katia Kowalski rompen la paz de la mañana. Cómo no va a estar desquiciada, si los putos perros no dejan de ladrar ni un solo minuto.

Desde el primero llega olor a café. Eso es que ha pasado el mediodía. El escritor nunca se levanta antes de las doce. Vive con su madre. Dice que es noctámbulo…

Las campanadas de San Ginés callejean para que los cuartos se oigan sobre el bullicio: Las trece quince. Hora de la caña.

En su posición, Raimundo Espada - nuevo conserje - controla la escalera, el ascensor y el portal. Y gracias al espejo que hay justo antes de salir, también ve lo que va y viene por la calle.

Una sombra busca desaparecer. Una ráfaga de aire tibio también lo intenta. Han perdido la memoria. Pasan de largo.


2 - EL ESCRITOR

Riiiing…riiiing…riiiing…riiiing...
—¡Joder, coge el teléfono, mamáaaa!

El reloj que hay en la mesilla junto a la cama marca las once treinta.
—Me cago en tós sus muertos...seguro que es mi hermanita para ver qué le pone al pollo en salsa...
El escritor se debate en un duermevela angustioso desde las nueve de la mañana, hora en que empezaron a ladrar los perros de la rusa. Los oye cuatro pisos más arriba. Cierra los ojos. Los ve. Enanos y peludos. Son de raza Teckel. Teckelrría ver muerta, hija de puta. Las once y media. Es muy pronto. Ya no pega ojo. El café que prepara su madre huele fuerte. En la escalera se oye el tuiiiii del ascensor que baja.
El escritor se levanta y en primer lugar va al ordenador. Abre el eMule. Discografía de Prince: Veintinueve álbumes. Ya falta poco para que se bajen todos. Cómo mola. Se va a gastar un duro en música Rita. Esto le produce un retortijón leve, una pequeña convulsión intestinal, una sensación de placer en el recto. ¿Será posible? Lleva dos días sin hacer. Enfila el cuarto de baño. Por el pasillo su madre le dice algo.
—Mamá no me hables recién levantado, no me entero de nada.
Sigue a paso rápido.
Junto a la taza del váter tiene “Los pilares de la tierra” ¿Por qué leer acelera las ganas?, piensa. O puede ser el esfuerzo de levantar el tomo de Ken Follett. Anteriormente tenía “El perfume”, pero la paradoja dañaba su sensibilidad de artista.
Al final lo logra.

—¿Quieres desayunar, hijo?. Hay café.
—No gracias mamá, me voy a hacer un té y unas tostadas. El café me desvela.

Con cuidado de no perder el sopor de recién levantado vuelve al ordenador. Tiene que escribir.
Un e-mail: “Hola cielo, luego estaré conectado, si quieres hablamos”. Selecciona, CCO, copia oculta. Se lo envía a todos sus contactos del Messenger. Chicas, chicas, chicas. Internet es una mina. Está enganchado a los chats. En la red tiene treinta y cinco años. Se quita ocho.

—Ya están las tostadas —dice su madre desde la cocina. Ella le ha preparado todo.
—Estoy escribiendo mamá, no me hables ahora.

Su madre le deja el desayuno listo: tostadas de pan integral, mermelada de arándano y té de cardamomo, canela y pétalos de rosa. Como le gusta a su niño. Después se va a la compra.
El escritor desayuna y se vuelve a la cama. Guau…guau. Los perros de la rusa.
Sería un bonito regalo de Navidad. Un árbol con los perros ahorcados.
Las campanadas de San Ginés, hartas de callejear, festejan el cuarto que pasa de la una.

Hoy no llego a la caña, piensa el escritor. Y se duerme…


3 - ANA Y CLARA

En el patio del Colegio Público La Alameda es la hora del recreo. Carlota de seis años, habla con Diego, que es un poco mayor que ella; tiene siete, pero va a su misma clase.
—Hoy viene a buscarme mi papá porque mi mamá está en el médico —dice Carlota.
—Pues a mí me vienen a buscar mis dos mamás…
—No se tienen dos mamás. Todo el mundo tiene un papá y una mamá —la niña es más pequeña, pero ve que Diego es vulnerable, y se impone.
Diego tiene el ceño fruncido. Está harto de esa niña que no le deja en paz. Que sólo le da la plasta.
Es un colegio nuevo para él. Todavía no tiene ningún amigo…

Tuiiiii…. en el número catorce de la calle Tres Cruces el ascensor baja desde el tercero. Pasa por el primero, que huele a café recién hecho. Llega a la planta baja. En la frenada del ascensor Ana y Clara separan sus labios.
—Me has mordido —dice Clara.
—Ha sido un leve mordisquito, perdona. —y le da un beso suave y tierno.
—Venga, compórtate, que tenemos que pasar por delante del conserje.
—Yo creo que el otro día nos pilló...
—¿Y que hay de malo?
—Nada, pero ya ves como es el tío. Con el crucifijo en la pared y la foto de Franco, que no sé cómo se la dejan tener ahí puesta. Anteayer bajé con la faldita esa del mercadillo de Fuencarral. Pensé que no estaba, pero sí. Cuando me volví a saludarle, le pillé mirándome el culo.
—¡Oh!, ¿Sííí?...Jajaja...
—Mírale, nos saluda a lo militar.
—Buenos días.
—Hola, hola...jaja...¿síí?...
—¿A qué hora sale hoy tu niño?
—A la una y media —dice Ana.
—Diego es un sol. Le adoro.

Ana y Clara se conocieron seis meses atrás, en un centro de asistencia a mujeres víctimas de malos tratos. Clara fue la abogada que se personó como letrado de oficio en la causa y acusación particular. El marido de Ana obtuvo una bonita orden de alejamiento y la pérdida absoluta de todo derecho sobre Diego, el hijo de ambos.

Ana y Clara bajan por Tres Cruces, esperan a recorrer un trocito de calle para cogerse de la mano. Van en dirección a la Puerta del Sol, a solo cinco minutos.

Un Renault gris de cristales ahumados, parado a unos metros del portal, trae los recuerdos de las sombras que en otros tiempos aparecían y desaparecían frente al solar de los gatos. El coche ha seguido despacio, durante unos metros, a las dos mujeres, y se ha desviado por la primera calle que podía, a la izquierda.
Ana ha apretado la mano de Clara, que enseguida ha entendido ese lenguaje tan primitivo. El lenguaje del miedo.
—Tranquila... —dice Clara— ¿Has vuelto a tener noticias?, ¿llamadas?, ¿como al principio?
—No, pero ya le conoces. Está loco.
—No se atreverá. Se la juega. Yo estoy contigo, amor, y no te va a pasar nada, te lo juro. Además no sabe dónde vives, ¿no?...
—Creo que no. Te quiero, Clara. Te necesito.
—Y yo a tí, mi niña.

A varias calles de distancia el Renault sombra da un acelerón rabioso y se pierde entre el tráfico.

En el patio del Colegio Público La Alameda, Carlota, con su vestido a lo Infanta Leonor, le cuenta a Diego todo lo que ha hecho en el verano. Lo bonita que es la casa que tienen sus padres en la costa. La de amigos que tiene en Lloret. Y que ella se apellida Teixidor, por que ese es el apellido de su padre que es catalán.

Diego mira el suelo. Está sentado en la escalera de piedra de la entrada al edificio de las aulas. Dibuja con un palito un pájaro en la arenilla. Ya no soporta más. La pedorra de la niña de los lacitos no para de hablar. Él se apellida García como su madre, y tiene dos mamás. Ya no se lo va a repetir a esa pesada de Carlota, que no entiende nada de nada…


4 - LA RUSA

Tlán…tlín…tlán… La iglesia de San Ginés cumple con el horario. El tañir limpio de sus campanas sube por Arenal hacia Tres Cruces y remonta la calle. Dos manos bajan juntas; única sombra, una pasión.
Tlín…tlán…La calle Tres Cruces número catorce. Un edificio nuevo en un Madrid viejo.

Raimundo Espada se lía un pitillo en su chiscón. La conserjería.

Las trece horas y treinta minutos.

En el primero izquierda dormita a duras penas el Escritor. Es noctámbulo. La pesadilla se le repite: ha cometido un crimen y está a punto de ser descubierto. Se despierta culpable, sudoroso. Huele a café. Los perros ladran.

Katia Kowalski apaga el cigarrillo numero diecinueve. Se va a quedar sin tabaco. Mientras enciende el numero veinte, sigue con la conversación que desde temprano mantiene con Kirsch y Ron, sus dos canes. Peludos, sucios, infectos. Ella los ama.

Los Kowalski llegaron a España desde Polonia, tránsfugas del comunismo, a finales de los sesenta. Katia tenía diez años. Abrazaron el capitalismo de su particular Nuevo Mundo. Enseguida se sintieron como moscas en Una, Grande, y Libre, mierda.

Katia da clases por las mañanas en la universidad. Qué buen enchufe. Se acaba de mudar de la casa de su madre, a la que ha dejado junto a su tía al cuidado primoroso de una chica ecuatoriana. Es lo solidario. Lo más barato.

—Yanira, quiero que cuides a estas personas mayores que están enfermas. Te dejo el número de mi móvil por si necesitas llamar.
—Grasias señora, a la orden.
—No te pago mucho, pero nada de jugadas como pasarle las llaves a ese Wilson Roberto que dices que es tu novio. No me chupo el dedo, niñita. Y si tienes una mala tentación, sólo piensa en quién soy, y en tres palabras:”No tengo papeles”.

Yanira sabía lo del hermano de Katia, un alto cargo político.
Oír la palabra papeles dejó a la ecuatoriana como si hubiera aparecido Simón Bolívar con un séquito de Padres Franciscanos: “ ¿Quiénes no se apuntan a la catequesis?...

Katia Kowalski no es agraciada físicamente. No ha tenido ninguna relación sentimental que supere las tres o cuatro citas. Su apetito sexual es insaciable pero sabe adaptarse a las circunstancias. Con la bebida logra olvidar por momentos ese deseo violento y compulsivo de ser penetrada. Algunas tardes se queda en casa. Bebe y bebe hasta que todo gira a su alrededor. Se siente grácil, ligera. Sus noventa kilos flotan en el aire y baila música popular polaca de su niñez. Baila hasta caer extenuada en el sillón frente a la tele, su mejor compañera.
Los dos salchichas, peludos, tiñosos, sus niños, la siguen todo el rato con la mirada. Ella coge el tarro de miel que tiene en la mesita junto al sofá.
—¡Neenesss!…
Los perros salen de su cubículo como rayos.
—¡Guau! —dice Kirsch.
—¡Guau, guau! —dice Ron.

Katia es polaca pero para todo, para todos, para los perros, Katia Kowalski es la “Rusa”

5 - RUEGOS Y PREGUNTAS

Raimundo mira atónito el papel que ha aparecido clavado en el tablón de anuncios del portal. Es temprano. Está pasando la fregona y todavía lleva puesto el mono de trabajo que usa para la limpieza.
Una cuartilla de color marfil sobre el corcho. Busca sus gafas de leer. Están en el bolsillo.

SE CONVOCA JUNTA EXTRAORDINARIA DE VECINOS.
DIA NUEVE DE MAYO.

Ya con las gafas puestas, se percata de que en una de las esquinas del tablón está pillada una tarjeta de visita del mismo color que la cuartilla:

María del Mar Casal Conde
Graduado Social. Administrador de Fincas.
Investigador Mercantil e Inmobiliario.

¿Graduado?... ¿administrador?...¿investigador?... ¿una mujer?... Malo, piensa Raimundo. Deja otra vez la tarjeta en el mismo sitio. Sigue leyendo la cuartilla:

UNICA CONVOCATORIA: 19 HORAS. LUGAR DE REUNION: EL HALL JUNTO A CONSERJERÍA. MOTIVO: CREAR UN FONDO DE LA COMUNIDAD Y ELEGIR UN PRESIDENTE.

Hostias, los propietarios, habrá que quedar bien…

El día nueve a las siete de la tarde un murmullo inunda el portal. Algunos vecinos han llegado puntuales; el Escritor y doña Virtudes, su madre, conversan con Katia.
—Mi hijo es escritor -- dice la anciana.
—Qué interesante, un artista en la familia. Yo soy profesora— Katia fuma compulsivamente.
El Escritor no ha metido baza en la conversación. Se siente como un pegote, ausente, incómodo. La Rusa no mira a los ojos cuando habla. Huele a perfume caro, excesivo. No puede ocultar el olor a perro y a tabaco.
Ana y Clara han saludado a los demás y hablan bajito, un poco apartadas.
Todos son nuevos en el edificio. Se observan. Sonríen. Raimundo, nervioso, odia los formalismos. Se ha puesto el traje de rigor. No se acostumbra a la corbata. Soy conserje, se repite continuamente a sí mismo. En otra época también llevó uniforme, pero era el de Caballero Legionario. Ahora, trajeado, se siente ridículo.

Una sombra se recorta al fondo del portal. Viene de la calle, donde hay más luz. Los tacones resuenan en el suelo. La figura esbelta se contonea y entra en el ámbito más iluminado del hall.
—Buenas tardes, soy Maria del Mar Casal, la administradora.
Todos se giran. Es joven, unos treinta. Va vestida de chaqueta y pantalón, con una cartera de cuero. Demasiado maquillada para las siete de la tarde. Hace un barrido con la mirada. De forma rápida abre el portafolios y saca una lista. Nombra a los presentes y los sitúa en las respectivas viviendas. Acierta con todos.

En el hall resuenan los ecos de las voces. La administradora lleva las riendas de la reunión.
—Tendremos que esperar. Hay unos propietarios nuevos en el segundo derecha. Un abogado y su mujer, creo que es juez.
Ana y clara se han acercado al grupo. Ahora es más compacto.
—¡Qué suerte, un abogado! —dice doña Virtudes.
Prefiero una endodoncia sin anestesia, piensa la Rusa.
—¡Calla, mamá!— el Escritor acaba de salir del estado de trance. Nota una leve presión en la bragueta. Embelesado, mira el escote generoso de Maria del Mar Casal, sin entender nada de lo que está sucediendo.
La administradora se siente incómoda. Instintivamente se sube el corpiño que lleva debajo de la chaqueta. Un movimiento reflejo, nervioso. Un tic que repite cada momento. Va muy ajustada. Repara entonces en la figura que está en un segundo plano. Con las manos cogidas a la espalda. Embutido en su traje de los domingos, Raimundo y su sonrisa amarilla.

—¿Y usted es el conserje si no me equivoco, Don Raimundo?
—Sí, para servirla.
—Pues me va a perdonar, pero no puede quedarse en la reunión de propietarios.
—¡Ah!, yo pensé…
—Son las normas, muy señor mío.
—Usted manda. —Raimundo gira sobre sus talones y, a falta del taconazo militar, se va hacia su cubículo y se encierra. Humillado. Se arranca la corbata, la tira al suelo. Mira la foto de Franco que tiene en la pared. Entonces El Caudillo le habla. Como aquella vez que el Generalísimo visitó su acuartelamiento en Ceuta, y mirándole a los ojos le dijo:
—Soldado, España es una unidad de destino en lo universal y hay que defenderla con sangre. ¡Viva la Legión!
Raimundo salió fortalecido, renovado después de oír aquellas palabras. Aunque lo de universal, nunca llegó a entenderlo. Ahora Franco le hablaba desde la foto enmarcada, sagrada imagen:
—Menos la madre de uno, son todas unas putas.
A la derecha del cuadrito está el crucifijo, el Cristo de Lepanto, que asiente.
Raimundo extasiado se peina el bigote. Saca una piedrita de hachís que tiene en el bolsillo y se hace un canuto. Se relaja. Si no fuera por los porros un día mataría a alguien.

6 - NAVIDAD, DULCE NAVIDAD

Jingle bells, jingle bells, jingle all the way…

El escritor golpea intro en el teclado de su PC y lanza una mirada de desesperación hacia arriba. Más allá del techo de su cuarto, más allá de las estrellas, hacia el espacio infinito. La música de Ray Conniff con su tema navideño Jingle bells baja por el patio, desde la casa de Katia.
Hasta los perros están asustados por el volumen tan alto y no ladran.

La rusa de los cojones, que se ha debido pasar con el cava y nos está felicitando las Pascuas a todo el vecindario, piensa el escritor.
Pues Merry Christmas, a ver si te caes y te la rompes, cabrona.

El escritor masculla maldiciones. Estaba a punto de conseguir el teléfono de una cibernauta que tenía camelada, pero se ha desconcentrado por el puto villancico. Y la chica en cuestión, que estaba sintiéndose algo forzada, ha aprovechado el lapsus para despedirse y salir del Messenger.

Odio la Navidad. El paripé, el tener que ser feliz porque es 24 de diciembre.

El escritor está trabajando en un cuento navideño que le ha prometido a un amigo:
—Si no lo tengo para el 31, te regalo una caja de bombones. -Era un compromiso.

La Navidad no le inspira, se podría decir, en un sentido convencional.
Lo que él se imagina es un Santa Claus pederasta y exhibicionista, que acaba cayéndose al metro delante de un grupo de niños a los que mostraba sus partes menos navideñas.

Al fin y al cabo también son bolas…

Jingle bells, jingle bells, jingle all the way…


La Navidad lo impregna todo, y Tres Cruces catorce no se libra. Desde la calle se ven algunas tiras de bombillas intermitentes en las ventanas. En el tercero además de las luces, Ana y Clara, en consideración al pequeño Diego, también tienen un Papá Noel enganchado al exterior, llegando mágicamente. Sólo que después del viento tan fuerte de los últimos días, ahora parece estar ahorcado. Mal augurio, como el sobre negro que ha aparecido en su buzón. Una felicitación navideña que no dice Felíz Navidad precisamente. Son otras dos palabras con letra de ordenador: Zorras muertas.

Nadie ha visto al mensajero que, convertido en sombra, ha tenido el detalle siniestro.
Bueno, en realidad sí, hay una persona que lo ha visto, alguien que lo ve todo. Es su obligación.
Raimundo se ha dado cuenta. También ha visto el Santa Claus de los cojones balanceándose en la fachada. Pero se la trae al pairo. Sus preocupaciones son otras. Ahora mientras sujeta entre las manos el cartelito de letras purpúreas que coronaba el árbol navideño que la comunidad decidió poner en el hall del portal, apretando los dientes, se pregunta: quién habrá sido el que ha quitado el palito a la Ñ. Qué poco civismo.
Raimundo mueve la cabeza hacia los lados, chasquea la lengua y lee para sí una y otra vez: Feliz Ano Nuevo.


7 - LA BARBACOA

La noche está fresca y la calle recién regada. Al pasarse el semáforo en rojo, la ambulancia casi se lleva por delante una pareja de rumanas. En el salto, han lanzado al aire el spray y los trapos. La ambulancia lleva el parabrisas impecable.
Sólo doscientos metros más y se llega al Hospital Clínico de San Carlos, a urgencias.
Nuria, juez titular de la Audiencia Provincial de Madrid, mujer del abogado Pepe Crespo, con el gotero puesto, diarrea, fiebre y dolores abdominales, lleva escrita en la frente la palabra salmonelosis.

Aquella mañana el matrimonio comentaba lo buena que era la idea de reunir a los vecinos.

—Pepe, llevamos más de seis meses en la casa y apenas hemos cruzado cuatro palabras con nadie.
—Lo normal, Nuri, la gente va a lo suyo.
—Pues verás cómo después de hoy la cosa cambia.

Los señores Crespo venían de una ciudad pequeña y amable. Madrid les había recibido con el talante gélido y correcto, pero no me roces ni un pelo que te fundo, de los madrileños de bien. O sea que, hola y adiós si nos cruzamos en el portal o en la escalera; y rezaré para que eso no pase demasiado a menudo.

Don Pepe ha asumido la presidencia de la comunidad, pero es doña Nuri la que marca las pautas. Tienen una hija de dieciséis años, África, que todavía va al instituto. Por su carácter vivo y alegre, África es la que más se relaciona con los vecinos. Sobre todo con el escritor, con el que comparte su afición por la literatura y por Internet. Se podría decir que entre ellos hay cierta complicidad.
Quién tuviera veinte años menos…
—Cuando quieras algún libro me lo dices, tengo muchos.
—Mis padres también tienen muchos libros, pero la mayoría son de leyes. Un rollo.
—Te puedo dejar uno escrito por mí, aunque eres todavía pequeña para cierta literatura.
—No soy tan pequeña, cumplo diecisiete dentro de tres meses.
—Ah, ya veo, eres muuuy mayor, jaja…
—¡Tonto!

Lo de la barbacoa se le ocurrió a Nuria, y fue Pepe el que lo propuso en la última junta: Visto el superávit en las cuentas, se podría celebrar una comida entre vecinos, en la terraza, como se hace en Levante, su tierra. No es el mismo clima, pero un poco abrigados, si no llueve… En Madrid casi nunca llueve...
Todos aplaudieron la idea menos Raimundo, que aunque estaba invitado, tendría que encargarse de la limpieza posterior.

El dinero salió del fondo común, pero cada uno aportó cosas diferentes. El escritor y su madre subieron unas tortillas de patata con chorizo y pimiento. Ana y Clara se encargaron del postre, tarta de queso y arándanos. Pepe, unas costillas de cerdo para la barbacoa y unas sepias para su mujer, que odia la carne.

—¿Tú sólo sepia?... hija, qué sosez, si al menos hubiéramos hecho alioli…

Katia Kowalski se había encargado de los vinos y licores. Ya venía un poco cocida de casa. Al oír el comentario de lo sosa que queda la sepia a la plancha, recordó la mayonesa que había hecho el día anterior y que para el momento iría de perlas.

La noche está fresca. Una ambulancia con el parabrisas impecable, enfila hacia urgencias. Las dos rumanas del semáforo han oído la sirena. No es su problema.
Ahora, mientras recogen los utensilios de limpieza esparcidos por la calzada, una de ellas, la más joven, ha juntado el meñique con el pulgar en ambas manos, ha escupido al suelo, y reza en su lengua: “Corcho-Recorcho. Que cuanto más corras, más te duela, y si te paras, revientes”…

8 - CARNAVALES

Raimundo tiene delante a Doña Virtudes que se ha colado en el chiscón y le habla. Él solo ve una figura que le resulta familiar, que mueve la boca. No oye lo que la anciana dice. Raimundo está todavía en éxtasis, en estado de gracia. Hablaba con Franco. Contrastando opiniones…
—Los moros que usted llevaba, Excelencia, eran de categoría. Valientes tropas leales a España. No la panda de tiñosos traficantes y exaltados fundamentalistas que tenemos ahora por aquí… si de mi dependiera…
Junto a la foto del Caudillo, el Cristo de Lepanto asiente.

Doña virtudes, acostumbrada a que no la escuchen, lo repite todo varias veces.

—Y qué, Raimundo, ¿no se va usted a disfrazar para estos carnavales?
—Eso es de maricones y paganos… Que abundan.
—Hombre hay que tomárselo con alegría… que para tristezas siempre hay tiempo.

Vaya con la vieja filósofa…

—No se, señora, habrá que sacar humor. Tiene usted razón.

En el tablón de anuncios del portal, alguien ha clavado un programa de las fiestas. Y también alguien ha estado pasando el rato dejándolo ininteligible. Solo queda parte de la información con tachones y obscenidades. Han pintado un gorrito de verbena del que sale una polla y unos huevos a modo de cara—…
Miércoles 7 de febrero: El Entierro de la Sardina tendrá su salida… y un borrón… y dibujada una tía en pelotas…y en letra… —la salida—…

La sensación de fiesta y carnaval impregna el aire de Tres Cruces catorce.

Ana y Clara se piensan apuntar a todas las movidas populares. Además, por Chueca, su dominio, hay mucho ambiente carnavalero.
Dieguito, inquieto y curioso, ha encontrado en un cajón un pene gigante con arnés. El que Ana y Clara comparten algunas tardes de asueto.
El niño, que es muy imaginativo, se lo ha colocado en la cabeza y va saltando por la casa.
—Mamá, mamá, voy a ir de unicornio…
—¡Diego! Anda deja eso donde lo has encontrado. Tu vas de Peter Pan, y tenemos que recoger el disfraz antes de las doce.

En la fiesta del colegio, los alumnos elegidos, representan “Regreso a Nunca Jamás”. Una modesta adaptación del clásico de J. M. Barrie, “Peter and Wendy”, que ha montado la profesora de teatro. Diego protagoniza la pieza junto a la repipi de Carlota, la compañera a la que odia toda la clase. Esto no le hace muy feliz. En el escenario comparten nube demasiado tiempo.

Fuera del colegio está el Capitán Garfio. El autentico. En su nube particular de cristales tintados. Espiando. Un nubarrón, una sombra enferma de odio. Tengo que hablar con el niño. Es mi hijo. Me cago en la puta.

Carnaval, carnaval. Fiesta de la carne. El escritor acaba de encontrarse con África en el portal. Esta niña me pone malo. Mírala que modelito... Ya se, este año me voy a disfrazar de salvaeslip… el escritor ríe para sus adentros y le pregunta:
—¿Subes?
Que esfuerzo mirarle a los ojos y no veinte centímetros mas abajo. Paraíso prohibido.
—Pero si tu solo vas al primero. ¿Qué pasa, que estás mayor? Dice África, descarada.
—Tengo un esguince de jugar al tenis, graciosa… Por cierto, ¿qué tal tu madre?
—Más o menos. Creo que va a denunciar a la del quinto porque casi se muere de la intoxicación.

Por la calle Tres Cruces pasan sombras antiguas, no se paran, el carnaval ya no es lo que era. El solar de los gatos tampoco.

A media tarde, casi de noche, el portal está abierto. Alguien entra decidido. No es una sombra. Raimundo, desde la oscuridad del chiscón lo ve al instante, no mueve un solo músculo. Deja lentamente el peta que se esta fumando en la pequeña repisa bajo el mostrador. Espera que el intruso, que no se ha percatado de su presencia, llegue hasta él. Le da el alto.
—¿Dónde va usted si se puede saber? Sus ojos sanguinolentos relucen en la oscuridad.
—Perdón señor, traigo una carta certificada.
—¿Para quién? Soy el conserje.
—Señora Katia Kowalski, quinto piso, pero no pone la puerta.
—Démela a mí, yo se la entrego.
—Lo siento señor, es del Juzgado, certificada. La tengo que entregar en mano.
Raimundo mira al joven fijamente durante un rato.
—Si es tan amable de decirme que puerta del quinto piso.
Al chico le tiembla la voz.
—Donde ladran los perros. Quinto derecha
—¿Perros? Pufff…
—Si, perros, pero el peligro chavalín, es ella… cuídate. Dice Raimundo entre dientes.
El muchacho toma aire y sale decidido hacia el ascensor. Se sabe que ha llegado a su destino cuando los perros ladran más fuerte.

Raimundo vuelve a su silla en la oscuridad del chiscón. No necesita luz para acertar a la primera con el resto de canuto que se ha apagado obediente. Lo enciende y le da una calada profunda. Desde luego hay trabajos peores que el mío. Se recuesta contra la pared y pone los pies encima del mueble pequeño donde tiene la radio de pilas. Le ha subido el volumen y mientras exhala el humo denso del porro, intenta tararear la canción que está en antena…

“Mira que cosa mas linda mas llena de gracia...”
“Moza de cuerpo dorado, el sol de Ipanema…”
“Brasil…la-la-la-la…lalalala”


9 - CARDO Y FLOR

Katia Kowalski tiene dos estados de ánimo diferentes. En uno es la señorita que estudió en el colegio femenino de monjas francesas, Sacré-Coeur. A este estado de ánimo se le puede llamar estado flor. Amable, educada, comunicativa.

Katia adoraba a su padre cuando era niña. Su ojito derecho. Hablaban. Él hacía que se sintiera bonita, lista, importante.
Un día Katia vio a su padre bajarse de un taxi y despedirse de una mujer que siguió en el vehiculo. Él besó a la extraña en los labios. A Katia dejaron de gustarle las caricias y las largas conversaciones. Empezó a detestar el aliento a tabaco y alcohol. Sobre todo el aliento a mentira.
Cuando a los diecisiete años de edad Katia perdió a su padre, ya había empezado a desarrollar el otro estado de ánimo: el estado cardo. Encerrada en sí misma, acomplejada, hostil.
Ahora, pasados los cuarenta, la diferencia entre un estado y otro lo marca el nivel del contenido de una botella de Absolut. El vodka solo, sin hielo, a palo seco, es el vehículo más eficaz para pasar de flor a cardo y viceversa.

Cuando es flor, sueña que está con alguien que la hace sentirse bonita, lista, importante.

Ahora ha encontrado un chico bueno, que la escucha, la entiende. Está enamorándose y no puede evitarlo. No quiere evitarlo. Se llama Duendeazul. Katia ha conocido a muchos en Match.com -- portal de encuentros-- pero ahora siente algo especial. Quiere ir despacio, dejarse llevar por los sentimientos.

Hoy ha esperado toda la mañana y Duendeazul no ha acudido a la cita. Ha estado conectada, delante del ordenador, y nada. El vodka como agua. Sin comer. Por la tarde tampoco ha aparecido su hombre. Su dueño. Le desea. Sigue sin comer.
Ya anochecido, Katia es cardo. Acaricia a Kirsch compulsivamente en los genitales. El animalito gime. Le besa el hocico, le mete la lengua. Ron está castigado en el balcón. Pasará la noche fuera, tiritando, ladrando. Por desobediente.
Han traído una carta del juzgado. El muchacho se ha quedado mirando la bata abierta, paralizado, un instante. Luego se ha ido sin pronunciar una palabra.
Katia está descompuesta. Desnuda tirada en el suelo. Encerrada en sí misma, acomplejada, hostil. Ha roto varios vestidos. Los ha cortado con las tijeras. Llorando.

Mañana será otro día… Será flor.

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