Tres Cruces catorce
1 - LAS SOMBRAS PASAN DE LARGO.
La calle Tres Cruces ha cambiado con el edificio
que rellena lo que era el solar de los gatos. Al pasar frente
al número catorce ya no huele a meadas. Tampoco se
ven sombras que aparecen y desaparecen, sombras que a menudo
el solar de los gatos se tragaba y escupía.
Una casa nueva, con ladrillo visto en la fachada, desentona
ahora en la melodía del Madrid más antiguo y
rancio. Paralela a Montera, semiesquina con Gran Vía,
está Tres Cruces. Una calle tranquila.
Raimundo Espada tiene la vista puesta en el banderín
clavado en la pared: Ceuta, Cuarta Bandera del Tercio “Duque
de Alba II”. Tiene la boca seca. A mí la Legión.
Envía su pensamiento hasta Ifni, el Sahara español.
Soy el novio de la muerte. Olor a letrina, a tropa y a valientes.
Él sabe lo que es el olor a valientes.
El tuiiiii del ascensor bajando le devuelve al chiscón,
su puesto en el portal. El letrero “Conserjería”
le reconforta. Ya había estado antes de portero, pero
en el catorce de Tres Cruces hay más categoría.
Dos figuras salen del ascensor:
-- Bla bla ...¡oh!, ¿sííí?...Jajaja...
Recorren el tramo hasta la calle, pasan frente a Raimundo
que, con su mejor sonrisa y la palma de la mano levantada,
les saluda.
—Buenos días.
—Hola hola...jaja...¿síí?...
Las bolleras, piensa Raimundo, y se queda con la sonrisa puesta
un rato.
En el quinto derecha los dos salchichas de
Katia Kowalski rompen la paz de la mañana. Cómo
no va a estar desquiciada, si los putos perros no dejan de
ladrar ni un solo minuto.
Desde el primero llega olor a café.
Eso es que ha pasado el mediodía. El escritor nunca
se levanta antes de las doce. Vive con su madre. Dice que
es noctámbulo…
Las campanadas de San Ginés callejean
para que los cuartos se oigan sobre el bullicio: Las trece
quince. Hora de la caña.
En su posición, Raimundo Espada - nuevo conserje -
controla la escalera, el ascensor y el portal. Y gracias al
espejo que hay justo antes de salir, también ve lo
que va y viene por la calle.
Una sombra busca desaparecer. Una ráfaga de aire tibio
también lo intenta. Han perdido la memoria. Pasan de
largo.
2 - EL ESCRITOR
Riiiing…riiiing…riiiing…riiiing...
—¡Joder, coge el teléfono, mamáaaa!
El reloj que hay en la mesilla junto a la cama marca las once
treinta.
—Me cago en tós sus muertos...seguro que es mi
hermanita para ver qué le pone al pollo en salsa...
El escritor se debate en un duermevela angustioso desde las
nueve de la mañana, hora en que empezaron a ladrar
los perros de la rusa. Los oye cuatro pisos más arriba.
Cierra los ojos. Los ve. Enanos y peludos. Son de raza Teckel.
Teckelrría ver muerta, hija de puta. Las once y media.
Es muy pronto. Ya no pega ojo. El café que prepara
su madre huele fuerte. En la escalera se oye el tuiiiii del
ascensor que baja.
El escritor se levanta y en primer lugar va al ordenador.
Abre el eMule. Discografía de Prince: Veintinueve álbumes.
Ya falta poco para que se bajen todos. Cómo mola. Se
va a gastar un duro en música Rita. Esto le produce
un retortijón leve, una pequeña convulsión
intestinal, una sensación de placer en el recto. ¿Será
posible? Lleva dos días sin hacer. Enfila el cuarto
de baño. Por el pasillo su madre le dice algo.
—Mamá no me hables recién levantado, no
me entero de nada.
Sigue a paso rápido.
Junto a la taza del váter tiene “Los pilares
de la tierra” ¿Por qué leer acelera las
ganas?, piensa. O puede ser el esfuerzo de levantar el tomo
de Ken Follett. Anteriormente tenía “El perfume”,
pero la paradoja dañaba su sensibilidad de artista.
Al final lo logra.
—¿Quieres desayunar, hijo?. Hay café.
—No gracias mamá, me voy a hacer un té
y unas tostadas. El café me desvela.
Con cuidado de no perder el sopor de recién levantado
vuelve al ordenador. Tiene que escribir.
Un e-mail: “Hola cielo, luego estaré conectado,
si quieres hablamos”. Selecciona, CCO, copia oculta.
Se lo envía a todos sus contactos del Messenger. Chicas,
chicas, chicas. Internet es una mina. Está enganchado
a los chats. En la red tiene treinta y cinco años.
Se quita ocho.
—Ya están las tostadas —dice su madre desde
la cocina. Ella le ha preparado todo.
—Estoy escribiendo mamá, no me hables ahora.
Su madre le deja el desayuno listo: tostadas
de pan integral, mermelada de arándano y té
de cardamomo, canela y pétalos de rosa. Como le gusta
a su niño. Después se va a la compra.
El escritor desayuna y se vuelve a la cama. Guau…guau.
Los perros de la rusa.
Sería un bonito regalo de Navidad. Un árbol
con los perros ahorcados.
Las campanadas de San Ginés, hartas de callejear, festejan
el cuarto que pasa de la una.
Hoy no llego a la caña, piensa el escritor. Y se duerme…
3 - ANA Y CLARA
En el patio del Colegio Público La Alameda
es la hora del recreo. Carlota de seis años, habla
con Diego, que es un poco mayor que ella; tiene siete, pero
va a su misma clase.
—Hoy viene a buscarme mi papá porque mi mamá
está en el médico —dice Carlota.
—Pues a mí me vienen a buscar mis dos mamás…
—No se tienen dos mamás. Todo el mundo tiene
un papá y una mamá —la niña es
más pequeña, pero ve que Diego es vulnerable,
y se impone.
Diego tiene el ceño fruncido. Está harto de
esa niña que no le deja en paz. Que sólo le
da la plasta.
Es un colegio nuevo para él. Todavía no tiene
ningún amigo…
Tuiiiii…. en el número catorce
de la calle Tres Cruces el ascensor baja desde el tercero.
Pasa por el primero, que huele a café recién
hecho. Llega a la planta baja. En la frenada del ascensor
Ana y Clara separan sus labios.
—Me has mordido —dice Clara.
—Ha sido un leve mordisquito, perdona. —y le da
un beso suave y tierno.
—Venga, compórtate, que tenemos que pasar por
delante del conserje.
—Yo creo que el otro día nos pilló...
—¿Y que hay de malo?
—Nada, pero ya ves como es el tío. Con el crucifijo
en la pared y la foto de Franco, que no sé cómo
se la dejan tener ahí puesta. Anteayer bajé
con la faldita esa del mercadillo de Fuencarral. Pensé
que no estaba, pero sí. Cuando me volví a saludarle,
le pillé mirándome el culo.
—¡Oh!, ¿Sííí?...Jajaja...
—Mírale, nos saluda a lo militar.
—Buenos días.
—Hola, hola...jaja...¿síí?...
—¿A qué hora sale hoy tu niño?
—A la una y media —dice Ana.
—Diego es un sol. Le adoro.
Ana y Clara se conocieron seis meses atrás,
en un centro de asistencia a mujeres víctimas de malos
tratos. Clara fue la abogada que se personó como letrado
de oficio en la causa y acusación particular. El marido
de Ana obtuvo una bonita orden de alejamiento y la pérdida
absoluta de todo derecho sobre Diego, el hijo de ambos.
Ana y Clara bajan por Tres Cruces, esperan
a recorrer un trocito de calle para cogerse de la mano. Van
en dirección a la Puerta del Sol, a solo cinco minutos.
Un Renault gris de cristales ahumados, parado a unos metros
del portal, trae los recuerdos de las sombras que en otros
tiempos aparecían y desaparecían frente al solar
de los gatos. El coche ha seguido despacio, durante unos metros,
a las dos mujeres, y se ha desviado por la primera calle que
podía, a la izquierda.
Ana ha apretado la mano de Clara, que enseguida ha entendido
ese lenguaje tan primitivo. El lenguaje del miedo.
—Tranquila... —dice Clara— ¿Has vuelto
a tener noticias?, ¿llamadas?, ¿como al principio?
—No, pero ya le conoces. Está loco.
—No se atreverá. Se la juega. Yo estoy contigo,
amor, y no te va a pasar nada, te lo juro. Además no
sabe dónde vives, ¿no?...
—Creo que no. Te quiero, Clara. Te necesito.
—Y yo a tí, mi niña.
A varias calles de distancia el Renault sombra
da un acelerón rabioso y se pierde entre el tráfico.
En el patio del Colegio Público La Alameda,
Carlota, con su vestido a lo Infanta Leonor, le cuenta a Diego
todo lo que ha hecho en el verano. Lo bonita que es la casa
que tienen sus padres en la costa. La de amigos que tiene
en Lloret. Y que ella se apellida Teixidor, por que ese es
el apellido de su padre que es catalán.
Diego mira el suelo. Está sentado en
la escalera de piedra de la entrada al edificio de las aulas.
Dibuja con un palito un pájaro en la arenilla. Ya no
soporta más. La pedorra de la niña de los lacitos
no para de hablar. Él se apellida García como
su madre, y tiene dos mamás. Ya no se lo va a repetir
a esa pesada de Carlota, que no entiende nada de nada…
4 - LA RUSA
Tlán…tlín…tlán…
La iglesia de San Ginés cumple con el horario. El tañir
limpio de sus campanas sube por Arenal hacia Tres Cruces y
remonta la calle. Dos manos bajan juntas; única sombra,
una pasión.
Tlín…tlán…La calle Tres Cruces número
catorce. Un edificio nuevo en un Madrid viejo.
Raimundo Espada se lía un pitillo en
su chiscón. La conserjería.
Las trece horas y treinta minutos.
En el primero izquierda dormita a duras penas el Escritor.
Es noctámbulo. La pesadilla se le repite: ha cometido
un crimen y está a punto de ser descubierto. Se despierta
culpable, sudoroso. Huele a café. Los perros ladran.
Katia Kowalski apaga el cigarrillo numero diecinueve.
Se va a quedar sin tabaco. Mientras enciende el numero veinte,
sigue con la conversación que desde temprano mantiene
con Kirsch y Ron, sus dos canes. Peludos, sucios, infectos.
Ella los ama.
Los Kowalski llegaron a España desde Polonia, tránsfugas
del comunismo, a finales de los sesenta. Katia tenía
diez años. Abrazaron el capitalismo de su particular
Nuevo Mundo. Enseguida se sintieron como moscas en Una, Grande,
y Libre, mierda.
Katia da clases por las mañanas en la universidad.
Qué buen enchufe. Se acaba de mudar de la casa de su
madre, a la que ha dejado junto a su tía al cuidado
primoroso de una chica ecuatoriana. Es lo solidario. Lo más
barato.
—Yanira, quiero que cuides a estas personas
mayores que están enfermas. Te dejo el número
de mi móvil por si necesitas llamar.
—Grasias señora, a la orden.
—No te pago mucho, pero nada de jugadas como pasarle
las llaves a ese Wilson Roberto que dices que es tu novio.
No me chupo el dedo, niñita. Y si tienes una mala tentación,
sólo piensa en quién soy, y en tres palabras:”No
tengo papeles”.
Yanira sabía lo del hermano de Katia, un alto cargo
político.
Oír la palabra papeles dejó a la ecuatoriana
como si hubiera aparecido Simón Bolívar con
un séquito de Padres Franciscanos: “ ¿Quiénes
no se apuntan a la catequesis?...
Katia Kowalski no es agraciada físicamente.
No ha tenido ninguna relación sentimental que supere
las tres o cuatro citas. Su apetito sexual es insaciable pero
sabe adaptarse a las circunstancias. Con la bebida logra olvidar
por momentos ese deseo violento y compulsivo de ser penetrada.
Algunas tardes se queda en casa. Bebe y bebe hasta que todo
gira a su alrededor. Se siente grácil, ligera. Sus
noventa kilos flotan en el aire y baila música popular
polaca de su niñez. Baila hasta caer extenuada en el
sillón frente a la tele, su mejor compañera.
Los dos salchichas, peludos, tiñosos, sus niños,
la siguen todo el rato con la mirada. Ella coge el tarro de
miel que tiene en la mesita junto al sofá.
—¡Neenesss!…
Los perros salen de su cubículo como rayos.
—¡Guau! —dice Kirsch.
—¡Guau, guau! —dice Ron.
Katia es polaca pero para todo, para todos,
para los perros, Katia Kowalski es la “Rusa”
5 - RUEGOS Y PREGUNTAS
Raimundo mira atónito el papel que ha
aparecido clavado en el tablón de anuncios del portal.
Es temprano. Está pasando la fregona y todavía
lleva puesto el mono de trabajo que usa para la limpieza.
Una cuartilla de color marfil sobre el corcho. Busca sus gafas
de leer. Están en el bolsillo.
SE CONVOCA JUNTA EXTRAORDINARIA DE VECINOS.
DIA NUEVE DE MAYO.
Ya con las gafas puestas, se percata de que
en una de las esquinas del tablón está pillada
una tarjeta de visita del mismo color que la cuartilla:
María del Mar Casal Conde
Graduado Social. Administrador de Fincas.
Investigador Mercantil e Inmobiliario.
¿Graduado?... ¿administrador?...¿investigador?...
¿una mujer?... Malo, piensa Raimundo. Deja otra vez
la tarjeta en el mismo sitio. Sigue leyendo la cuartilla:
UNICA CONVOCATORIA: 19 HORAS. LUGAR DE REUNION:
EL HALL JUNTO A CONSERJERÍA. MOTIVO: CREAR UN FONDO
DE LA COMUNIDAD Y ELEGIR UN PRESIDENTE.
Hostias, los propietarios, habrá que quedar bien…
El día nueve a las siete de la tarde un murmullo inunda
el portal. Algunos vecinos han llegado puntuales; el Escritor
y doña Virtudes, su madre, conversan con Katia.
—Mi hijo es escritor -- dice la anciana.
—Qué interesante, un artista en la familia. Yo
soy profesora— Katia fuma compulsivamente.
El Escritor no ha metido baza en la conversación. Se
siente como un pegote, ausente, incómodo. La Rusa no
mira a los ojos cuando habla. Huele a perfume caro, excesivo.
No puede ocultar el olor a perro y a tabaco.
Ana y Clara han saludado a los demás y hablan bajito,
un poco apartadas.
Todos son nuevos en el edificio. Se observan. Sonríen.
Raimundo, nervioso, odia los formalismos. Se ha puesto el
traje de rigor. No se acostumbra a la corbata. Soy conserje,
se repite continuamente a sí mismo. En otra época
también llevó uniforme, pero era el de Caballero
Legionario. Ahora, trajeado, se siente ridículo.
Una sombra se recorta al fondo del portal.
Viene de la calle, donde hay más luz. Los tacones resuenan
en el suelo. La figura esbelta se contonea y entra en el ámbito
más iluminado del hall.
—Buenas tardes, soy Maria del Mar Casal, la administradora.
Todos se giran. Es joven, unos treinta. Va vestida de chaqueta
y pantalón, con una cartera de cuero. Demasiado maquillada
para las siete de la tarde. Hace un barrido con la mirada.
De forma rápida abre el portafolios y saca una lista.
Nombra a los presentes y los sitúa en las respectivas
viviendas. Acierta con todos.
En el hall resuenan los ecos de las voces.
La administradora lleva las riendas de la reunión.
—Tendremos que esperar. Hay unos propietarios nuevos
en el segundo derecha. Un abogado y su mujer, creo que es
juez.
Ana y clara se han acercado al grupo. Ahora es más
compacto.
—¡Qué suerte, un abogado! —dice doña
Virtudes.
Prefiero una endodoncia sin anestesia, piensa la Rusa.
—¡Calla, mamá!— el Escritor acaba
de salir del estado de trance. Nota una leve presión
en la bragueta. Embelesado, mira el escote generoso de Maria
del Mar Casal, sin entender nada de lo que está sucediendo.
La administradora se siente incómoda. Instintivamente
se sube el corpiño que lleva debajo de la chaqueta.
Un movimiento reflejo, nervioso. Un tic que repite cada momento.
Va muy ajustada. Repara entonces en la figura que está
en un segundo plano. Con las manos cogidas a la espalda. Embutido
en su traje de los domingos, Raimundo y su sonrisa amarilla.
—¿Y usted es el conserje si no
me equivoco, Don Raimundo?
—Sí, para servirla.
—Pues me va a perdonar, pero no puede quedarse en la
reunión de propietarios.
—¡Ah!, yo pensé…
—Son las normas, muy señor mío.
—Usted manda. —Raimundo gira sobre sus talones
y, a falta del taconazo militar, se va hacia su cubículo
y se encierra. Humillado. Se arranca la corbata, la tira al
suelo. Mira la foto de Franco que tiene en la pared. Entonces
El Caudillo le habla. Como aquella vez que el Generalísimo
visitó su acuartelamiento en Ceuta, y mirándole
a los ojos le dijo:
—Soldado, España es una unidad de destino en
lo universal y hay que defenderla con sangre. ¡Viva
la Legión!
Raimundo salió fortalecido, renovado después
de oír aquellas palabras. Aunque lo de universal, nunca
llegó a entenderlo. Ahora Franco le hablaba desde la
foto enmarcada, sagrada imagen:
—Menos la madre de uno, son todas unas putas.
A la derecha del cuadrito está el crucifijo, el Cristo
de Lepanto, que asiente.
Raimundo extasiado se peina el bigote. Saca una piedrita de
hachís que tiene en el bolsillo y se hace un canuto.
Se relaja. Si no fuera por los porros un día mataría
a alguien.
6 - NAVIDAD, DULCE NAVIDAD
Jingle bells, jingle bells, jingle all the
way…
El escritor golpea intro en el teclado de su PC y lanza una
mirada de desesperación hacia arriba. Más allá
del techo de su cuarto, más allá de las estrellas,
hacia el espacio infinito. La música de Ray Conniff
con su tema navideño Jingle bells baja por el patio,
desde la casa de Katia.
Hasta los perros están asustados por el volumen tan
alto y no ladran.
La rusa de los cojones, que se ha debido pasar con el cava
y nos está felicitando las Pascuas a todo el vecindario,
piensa el escritor.
Pues Merry Christmas, a ver si te caes y te la rompes, cabrona.
El escritor masculla maldiciones. Estaba a punto de conseguir
el teléfono de una cibernauta que tenía camelada,
pero se ha desconcentrado por el puto villancico. Y la chica
en cuestión, que estaba sintiéndose algo forzada,
ha aprovechado el lapsus para despedirse y salir del Messenger.
Odio la Navidad. El paripé, el tener que ser feliz
porque es 24 de diciembre.
El escritor está trabajando en un cuento
navideño que le ha prometido a un amigo:
—Si no lo tengo para el 31, te regalo una caja de bombones.
-Era un compromiso.
La Navidad no le inspira, se podría decir, en un sentido
convencional.
Lo que él se imagina es un Santa Claus pederasta y
exhibicionista, que acaba cayéndose al metro delante
de un grupo de niños a los que mostraba sus partes
menos navideñas.
Al fin y al cabo también son bolas…
Jingle bells, jingle bells, jingle all the way…
La Navidad lo impregna todo, y Tres Cruces catorce no se libra.
Desde la calle se ven algunas tiras de bombillas intermitentes
en las ventanas. En el tercero además de las luces,
Ana y Clara, en consideración al pequeño Diego,
también tienen un Papá Noel enganchado al exterior,
llegando mágicamente. Sólo que después
del viento tan fuerte de los últimos días, ahora
parece estar ahorcado. Mal augurio, como el sobre negro que
ha aparecido en su buzón. Una felicitación navideña
que no dice Felíz Navidad precisamente. Son otras dos
palabras con letra de ordenador: Zorras muertas.
Nadie ha visto al mensajero que, convertido
en sombra, ha tenido el detalle siniestro.
Bueno, en realidad sí, hay una persona que lo ha visto,
alguien que lo ve todo. Es su obligación.
Raimundo se ha dado cuenta. También ha visto el Santa
Claus de los cojones balanceándose en la fachada. Pero
se la trae al pairo. Sus preocupaciones son otras. Ahora mientras
sujeta entre las manos el cartelito de letras purpúreas
que coronaba el árbol navideño que la comunidad
decidió poner en el hall del portal, apretando los
dientes, se pregunta: quién habrá sido el que
ha quitado el palito a la Ñ. Qué poco civismo.
Raimundo mueve la cabeza hacia los lados, chasquea la lengua
y lee para sí una y otra vez: Feliz Ano Nuevo.
7 - LA BARBACOA
La noche está fresca y la calle recién
regada. Al pasarse el semáforo en rojo, la ambulancia
casi se lleva por delante una pareja de rumanas. En el salto,
han lanzado al aire el spray y los trapos. La ambulancia lleva
el parabrisas impecable.
Sólo doscientos metros más y se llega al Hospital
Clínico de San Carlos, a urgencias.
Nuria, juez titular de la Audiencia Provincial de Madrid,
mujer del abogado Pepe Crespo, con el gotero puesto, diarrea,
fiebre y dolores abdominales, lleva escrita en la frente la
palabra salmonelosis.
Aquella mañana el matrimonio comentaba
lo buena que era la idea de reunir a los vecinos.
—Pepe, llevamos más de seis meses en la casa
y apenas hemos cruzado cuatro palabras con nadie.
—Lo normal, Nuri, la gente va a lo suyo.
—Pues verás cómo después de hoy
la cosa cambia.
Los señores Crespo venían de una ciudad pequeña
y amable. Madrid les había recibido con el talante
gélido y correcto, pero no me roces ni un pelo que
te fundo, de los madrileños de bien. O sea que, hola
y adiós si nos cruzamos en el portal o en la escalera;
y rezaré para que eso no pase demasiado a menudo.
Don Pepe ha asumido la presidencia de la comunidad, pero es
doña Nuri la que marca las pautas. Tienen una hija
de dieciséis años, África, que todavía
va al instituto. Por su carácter vivo y alegre, África
es la que más se relaciona con los vecinos. Sobre todo
con el escritor, con el que comparte su afición por
la literatura y por Internet. Se podría decir que entre
ellos hay cierta complicidad.
Quién tuviera veinte años menos…
—Cuando quieras algún libro me lo dices, tengo
muchos.
—Mis padres también tienen muchos libros, pero
la mayoría son de leyes. Un rollo.
—Te puedo dejar uno escrito por mí, aunque eres
todavía pequeña para cierta literatura.
—No soy tan pequeña, cumplo diecisiete dentro
de tres meses.
—Ah, ya veo, eres muuuy mayor, jaja…
—¡Tonto!
Lo de la barbacoa se le ocurrió a Nuria,
y fue Pepe el que lo propuso en la última junta: Visto
el superávit en las cuentas, se podría celebrar
una comida entre vecinos, en la terraza, como se hace en Levante,
su tierra. No es el mismo clima, pero un poco abrigados, si
no llueve… En Madrid casi nunca llueve...
Todos aplaudieron la idea menos Raimundo, que aunque estaba
invitado, tendría que encargarse de la limpieza posterior.
El dinero salió del fondo común,
pero cada uno aportó cosas diferentes. El escritor
y su madre subieron unas tortillas de patata con chorizo y
pimiento. Ana y Clara se encargaron del postre, tarta de queso
y arándanos. Pepe, unas costillas de cerdo para la
barbacoa y unas sepias para su mujer, que odia la carne.
—¿Tú sólo sepia?... hija, qué
sosez, si al menos hubiéramos hecho alioli…
Katia Kowalski se había encargado de los vinos y licores.
Ya venía un poco cocida de casa. Al oír el comentario
de lo sosa que queda la sepia a la plancha, recordó
la mayonesa que había hecho el día anterior
y que para el momento iría de perlas.
La noche está fresca. Una ambulancia
con el parabrisas impecable, enfila hacia urgencias. Las dos
rumanas del semáforo han oído la sirena. No
es su problema.
Ahora, mientras recogen los utensilios de limpieza esparcidos
por la calzada, una de ellas, la más joven, ha juntado
el meñique con el pulgar en ambas manos, ha escupido
al suelo, y reza en su lengua: “Corcho-Recorcho. Que
cuanto más corras, más te duela, y si te paras,
revientes”…
8 - CARNAVALES
Raimundo tiene delante a Doña Virtudes que se ha colado
en el chiscón y le habla. Él solo ve una figura
que le resulta familiar, que mueve la boca. No oye lo que
la anciana dice. Raimundo está todavía en éxtasis,
en estado de gracia. Hablaba con Franco. Contrastando opiniones…
—Los moros que usted llevaba, Excelencia, eran de categoría.
Valientes tropas leales a España. No la panda de tiñosos
traficantes y exaltados fundamentalistas que tenemos ahora
por aquí… si de mi dependiera…
Junto a la foto del Caudillo, el Cristo de Lepanto asiente.
Doña virtudes, acostumbrada a que no la escuchen, lo
repite todo varias veces.
—Y qué, Raimundo, ¿no se va usted a disfrazar
para estos carnavales?
—Eso es de maricones y paganos… Que abundan.
—Hombre hay que tomárselo con alegría…
que para tristezas siempre hay tiempo.
Vaya con la vieja filósofa…
—No se, señora, habrá que sacar humor.
Tiene usted razón.
En el tablón de anuncios del portal,
alguien ha clavado un programa de las fiestas. Y también
alguien ha estado pasando el rato dejándolo ininteligible.
Solo queda parte de la información con tachones y obscenidades.
Han pintado un gorrito de verbena del que sale una polla y
unos huevos a modo de cara—…
Miércoles 7 de febrero: El Entierro de la Sardina tendrá
su salida… y un borrón… y dibujada una
tía en pelotas…y en letra… —la salida—…
La sensación de fiesta y carnaval impregna el aire
de Tres Cruces catorce.
Ana y Clara se piensan apuntar a todas las movidas populares.
Además, por Chueca, su dominio, hay mucho ambiente
carnavalero.
Dieguito, inquieto y curioso, ha encontrado en un cajón
un pene gigante con arnés. El que Ana y Clara comparten
algunas tardes de asueto.
El niño, que es muy imaginativo, se lo ha colocado
en la cabeza y va saltando por la casa.
—Mamá, mamá, voy a ir de unicornio…
—¡Diego! Anda deja eso donde lo has encontrado.
Tu vas de Peter Pan, y tenemos que recoger el disfraz antes
de las doce.
En la fiesta del colegio, los alumnos elegidos, representan
“Regreso a Nunca Jamás”. Una modesta adaptación
del clásico de J. M. Barrie, “Peter and Wendy”,
que ha montado la profesora de teatro. Diego protagoniza la
pieza junto a la repipi de Carlota, la compañera a
la que odia toda la clase. Esto no le hace muy feliz. En el
escenario comparten nube demasiado tiempo.
Fuera del colegio está el Capitán
Garfio. El autentico. En su nube particular de cristales tintados.
Espiando. Un nubarrón, una sombra enferma de odio.
Tengo que hablar con el niño. Es mi hijo. Me cago en
la puta.
Carnaval, carnaval. Fiesta de la carne. El
escritor acaba de encontrarse con África en el portal.
Esta niña me pone malo. Mírala que modelito...
Ya se, este año me voy a disfrazar de salvaeslip…
el escritor ríe para sus adentros y le pregunta:
—¿Subes?
Que esfuerzo mirarle a los ojos y no veinte centímetros
mas abajo. Paraíso prohibido.
—Pero si tu solo vas al primero. ¿Qué
pasa, que estás mayor? Dice África, descarada.
—Tengo un esguince de jugar al tenis, graciosa…
Por cierto, ¿qué tal tu madre?
—Más o menos. Creo que va a denunciar a la del
quinto porque casi se muere de la intoxicación.
Por la calle Tres Cruces pasan sombras antiguas,
no se paran, el carnaval ya no es lo que era. El solar de
los gatos tampoco.
A media tarde, casi de noche, el portal está
abierto. Alguien entra decidido. No es una sombra. Raimundo,
desde la oscuridad del chiscón lo ve al instante, no
mueve un solo músculo. Deja lentamente el peta que
se esta fumando en la pequeña repisa bajo el mostrador.
Espera que el intruso, que no se ha percatado de su presencia,
llegue hasta él. Le da el alto.
—¿Dónde va usted si se puede saber? Sus
ojos sanguinolentos relucen en la oscuridad.
—Perdón señor, traigo una carta certificada.
—¿Para quién? Soy el conserje.
—Señora Katia Kowalski, quinto piso, pero no
pone la puerta.
—Démela a mí, yo se la entrego.
—Lo siento señor, es del Juzgado, certificada.
La tengo que entregar en mano.
Raimundo mira al joven fijamente durante un rato.
—Si es tan amable de decirme que puerta del quinto piso.
Al chico le tiembla la voz.
—Donde ladran los perros. Quinto derecha
—¿Perros? Pufff…
—Si, perros, pero el peligro chavalín, es ella…
cuídate. Dice Raimundo entre dientes.
El muchacho toma aire y sale decidido hacia el ascensor. Se
sabe que ha llegado a su destino cuando los perros ladran
más fuerte.
Raimundo vuelve a su silla en la oscuridad
del chiscón. No necesita luz para acertar a la primera
con el resto de canuto que se ha apagado obediente. Lo enciende
y le da una calada profunda. Desde luego hay trabajos peores
que el mío. Se recuesta contra la pared y pone los
pies encima del mueble pequeño donde tiene la radio
de pilas. Le ha subido el volumen y mientras exhala el humo
denso del porro, intenta tararear la canción que está
en antena…
“Mira que cosa mas linda mas llena de gracia...”
“Moza de cuerpo dorado, el sol de Ipanema…”
“Brasil…la-la-la-la…lalalala”
9 - CARDO Y FLOR
Katia Kowalski tiene dos estados de ánimo
diferentes. En uno es la señorita que estudió
en el colegio femenino de monjas francesas, Sacré-Coeur.
A este estado de ánimo se le puede llamar estado flor.
Amable, educada, comunicativa.
Katia adoraba a su padre cuando era niña. Su ojito
derecho. Hablaban. Él hacía que se sintiera
bonita, lista, importante.
Un día Katia vio a su padre bajarse de un taxi y despedirse
de una mujer que siguió en el vehiculo. Él besó
a la extraña en los labios. A Katia dejaron de gustarle
las caricias y las largas conversaciones. Empezó a
detestar el aliento a tabaco y alcohol. Sobre todo el aliento
a mentira.
Cuando a los diecisiete años de edad Katia perdió
a su padre, ya había empezado a desarrollar el otro
estado de ánimo: el estado cardo. Encerrada en sí
misma, acomplejada, hostil.
Ahora, pasados los cuarenta, la diferencia entre un estado
y otro lo marca el nivel del contenido de una botella de Absolut.
El vodka solo, sin hielo, a palo seco, es el vehículo
más eficaz para pasar de flor a cardo y viceversa.
Cuando es flor, sueña que está
con alguien que la hace sentirse bonita, lista, importante.
Ahora ha encontrado un chico bueno, que la escucha, la entiende.
Está enamorándose y no puede evitarlo. No quiere
evitarlo. Se llama Duendeazul. Katia ha conocido a muchos
en Match.com -- portal de encuentros-- pero ahora siente algo
especial. Quiere ir despacio, dejarse llevar por los sentimientos.
Hoy ha esperado toda la mañana y Duendeazul no ha acudido
a la cita. Ha estado conectada, delante del ordenador, y nada.
El vodka como agua. Sin comer. Por la tarde tampoco ha aparecido
su hombre. Su dueño. Le desea. Sigue sin comer.
Ya anochecido, Katia es cardo. Acaricia a Kirsch compulsivamente
en los genitales. El animalito gime. Le besa el hocico, le
mete la lengua. Ron está castigado en el balcón.
Pasará la noche fuera, tiritando, ladrando. Por desobediente.
Han traído una carta del juzgado. El muchacho se ha
quedado mirando la bata abierta, paralizado, un instante.
Luego se ha ido sin pronunciar una palabra.
Katia está descompuesta. Desnuda tirada en el suelo.
Encerrada en sí misma, acomplejada, hostil. Ha roto
varios vestidos. Los ha cortado con las tijeras. Llorando.
Mañana será otro día… Será
flor.
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