Huevos estrellados
Teresa y Lola se aburrían, se aburrían mucho.
Ya llevaban casi dos meses de vacaciones y habían agotado
sus recursos veraniegos: el pantano, el río, la recolecta
de manzanilla, la cestería, la merienda de tortitas,
las siestas en la tienda de campaña, acabar con el
rabo de las lagartijas en el porche de la iglesia…apoyaron
sus cabezas en la pared del frontón y cerraron los
ojos, ya anochecía pero todavía hacía
calor. Su relación era simbiótica, como esos
bichillos que se aportan el uno al otro constantemente y sin
pedir, siempre dando y recibiendo.
-Lola- quiero reirme, dijo Teresa
-Ya, y yo
Ahhhhh, ya lo tengo. La abuela María
me ha dado una docena de huevos para que los deje en casa,
pero como quería verte los he dejado escondidos en
el recodo del puente. ¿Vamos a por ellos y los explotamos
en alguna pared o en algún sitio?
-Sí, claro, ¿y si te los piden
en casa?, ¿qué vas a decir?, dijo Lola.
-Qué tontería, la abuela María
nunca pensará que yo no se los he dado a mi madre y
mi madre no sabrá de los huevos porque la abuela María
nunca da ná.
Cogieron los huevos de su escondite, allí
guardaban sus tesoros; gomas de pelo, lapiceros, botones que
se encontraban…Seis cada una y los llevaron al albergue.
Los lanzaron entre risas a las paredes blancas, de tal forma
que las manchitas amarillas se quedaron pegadas. La risa de
Teresa tenía algo especial para Lola, hacía
que la suya saliera instantáneamente. No todo el mundo
puede presumir de risa contagiosa.
Agotadas por los nervios y la risa se sentaron
bajo el árbol del preventorio. La abuela María
subía la cuesta y las vio. Pero antes de decirles nada
se quedó quieta mirando los doce puntos amarillos de
la pared. Frunció el entrecejo, inmóvil, callada,
se fue.
-¿Se habrá dando cuenta?, preguntó
Lola.
-Pues no, pero me extraña que no nos
haya dicho hola. Subía cansada, seguro.
Lola se quedó en casa de Teresa a dormir
y a la hora de la cena llamaron a la puerta. Era la abuela
María. Carmen, ¿qué tienes de cena?,
hace mucho que no haces tortilla de patatas, con lo rica que
te sale… Carmen, la madre de Teresa, dijo, abuela, es
que somos muchos, necesitaría por lo menos diez…
Lástima, me han dicho que hoy en el albergue
alguien estrelló una docena en la pared. Teresa pálida,
Lola más.
¡Santo Dios!, dijo Carmen.
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Queridos Reyes Magos
Su papá le dijo que el país se estaba quedando
sin dinero y sin juguetes y que los Reyes Magos tendrían
dificultades para entregar regalos. Lola era una de esas niñas
caprichosas a corto plazo, pero condescendientes cuando la
impresión del primer momento se había enfriado.
Muy bien, se dijo, no voy a pedirles nada que cueste dinero.
Y comenzó a escribir su carta: Queridos Reyes Magos:
quiero una caja llena de besitos y de abrazos. Cuando los
reyes entren en casa me dejarán un paquete envuelto
muy bonito y dentro habrán dejado sus besos y sus abrazos
y así cuando lo abra notaré un aire fresco lleno
de su cariño; cariño en blanco, cariño
en amarillo y cariño en negro. Será estupendo,
pensó.
La imaginación de Lola era ancha, muy
ancha. Durante las vacaciones pensó en las mil y una
maneras en que podría recibir su regalo, y también
en la tristeza de los otros niños cuando vieran que
sus paquetes no habían llegado.
-Papa, les tenemos que decir a los demás
que el mundo se está quedando sin juguetes, es urgente,
papá-, le dijo Lola a su padre.
-Cariño, los papas del mundo ya lo saben-
Llegó el día 5 por la noche, nunca
Lola se había puesto tan nerviosa. Por la mañana
despertó y fue a buscar su regalo debajo del árbol.
Se encontró tres cajas con su nombre escrito y las
abrió: una Nancy, una barbie con sus complementos y
una cocinita llena de cacharros. Lola se quedó un poco
desconcertada, le gustaban esos regalos, pero ella había
pedido otra cosa. Se puso seria aunque se divirtió
con sus juguetes. Lola no dijo nada de la desilusión
que sentía. Cuando se fue a la cama pensó: bueno,
tengo suerte: el poco dinero que quedaba en el mundo los reyes
se lo han gastado en mí.
Alfombra roja
Su madre llevaba una época de lo más histérica.
Lola, que te comas los cereales, Lola, que hagas los deberes.
Lola que… Lola: siento que no me escuchas nunca…
-Mamá, que sí te escucho…
-Lola, te pasas todo el día por ahí
y me creas una angustia que no te puedes imaginar.
-Mamá, todo tiene una explicación…
-Sí, la tiene, te la voy a dar: con tal
de no hacer lo que te digo, con tal de escaquearte de las
tareas de casa, con tal de no llamar a tu padre todos los
días pues vas y te dedicas a coger esas cosas pequeñas
que no paran de moverse. ¡Ay, qué manía
las tengo!
Desde que le dieron las vacaciones no paró
de disfrutar del aire libre ni un solo momento. A Lola le
encantaba el campo, subirse a los árboles, hablar con
los pájaros…era una más entre tanto verde,
salvaje y viva, muy viva. Un día cogió una mariquita
y después otra y se las llevaba a la cuadra en desuso
convertida ya en viejo almacén, antiguo hogar de las
vacas. Todavía olía un poco a boñiga,
y eso que ya habían pasado muchos años desde
que la abuela murió y vendió los animales.
-Mamá, hoy quiero que te vistas de rojo
-¿Para qué?
-Te he preparado una fiesta, ponte bonita
Lola se fue hacia la cuadra y regresó
llevando una lechera en cada brazo, a penas avanzaba por el
peso de los recipientes, que parecían llenos de algo.
Lola llegó casi sin fuerzas al pórtico
de entrada donde esperaba su madre con una falda roja, una
blusa blanca y unas esparteñas igualmente coloradas.
Dejó caer al suelo las dos lecheras y empezaron a salir
caóticamente cientos, no, miles de mariquitas formando
una alfombra roja que se extendía poco a poco por el
jardín. Julia miraba sorprendida el suelo poblado de
mariquitas, fruncido el ceño.
-Mamá, esto me lo has enseñado
tú: con poquito a poco se avanza, de uno en uno se
forma un mucho…
Julia esbozó una sonrisa entre complacida
y orgullosa, se quedó unos segundos mirando a su hija.
Lola guardó el momento como los animales las huellas
del hierro forjado, para siempre.
Una serpiente en el
cuello
Llevaba un tiempo de lo más solitaria, diríamos
que como las ratas de biblioteca, a su aire. Se encerraba
en su cuarto a leer horas y horas, bueno, a leer o a lo que
fuera con tal de no compartir las dependencias comunes. Les
evitaba constantemente, a todos. Si su madre decía
algo que a Lola le importunara soltaba un “joder”
con los decibelios por las nubes al compás del portazo
de su habitación para subrayar la situación.
Cuando se iba al colegio gritaba de vez en cuando: ¡no
os aguanto a ninguno, parecéis niños pequeños,
todo el día discutiendo!.
Lola nunca había sido una niña
especialmente crítica o contestataria, sólo
ejercía de alumna, amiga y hermana, empollona y reflexiva,
sumisa a los valores y creencias de su hogar. Fácil.
Pero ya eran varios los meses en los que su afabilidad había
dado paso a una inoportuna agresividad que les dejaba a todos
con muy mal sabor de boca, impotentes. A la edad de quince
años su padre le dio un bofetón en la cara que
le dejó los dedos marcados. No lloró, se encerró
en su cuarto, altiva y tranquila dejando a su padre absolutamente
desgarrado. Un día de enero, de esos en los que hace
mucho mucho frío, Lola se sentó en la mesa del
desayuno con una camiseta de manga corta, un short y unas
medias de rayas de colores. Lola, vas a pasar frío
así, ponte un jersey, le dijo su madre.
-Que me dejes, joder.
Julia se giró hacia la niña con
una cara de furia que ni un gladiador romano hubiera podido
mejorar, cuando fue consciente de la existencia de una mancha
en forma de serpiente que le asomaba por la camiseta y le
subía por el cuello.
-Ay, Dios bendito, Lola, ¿qué
es eso?
-Mamá, pues un tatuaje, ¿es que
no lo ves?- El tono de voz de Lola displicente y huraño,
vaya, el único que utilizaba últimamente.
Julia llamó a su marido para contarle
de la serpiente en el cuello de su hija.
-¡Serpiente!, ay, joder, ¿qué
serpiente?, Julia, ¿qué serpiente?
-Nada...tranquilo...un tatuaje de henna en el
cuello de Lola, que la niña está creciendo,
que todo pasa.
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