Ara Martin, es una escritora minuciosa, imaginativa y conmovedora. Inés, la niña que ha creado para que viaje por los mares del último trimestre del año 2008, les cautivará. Palabra de Javier Puebla.
JAVIER PUEBLA

DULCE DE MEMBRILLO

Su madre se puso a hacer dulce de membrillo, como cada otoño. A Inés le gustaba mucho. Le gustaba el sabor del dulce de membrillo y cómo se hacía, la manera en que esa especie de manzana dura, deforme y áspera se convertía en una masa blanda, suave y dulce.
Desde que su padre no estaba era frecuente que su madre hiciera dulce de membrillo. El mismo día que él se fue, ella sacó todos los membrillos que daban olor en los armarios y se encerró en la cocina. Inés la siguió, se subió a una silla, a su lado, a ver por primera vez aquella transformación ácida en dulce; callada, mirando de reojo cómo su madre se mordía los labios y cómo los membrillos desaparecían para ser otra cosa, algo nuevo que empapaba de un aroma delicioso toda la casa.
El membrillo hervía y espesaba en la cazuela poco a poco, espesaba hasta que su madre apenas podía girar el cucharón de madera. Ese masa dulce ofrecía la resistencia de la niebla cerrada, pero el dulce de membrillo era naranja, ocre en algunos remolinos, dorado y brillante cuando su madre encendía la luz de la cocina, al final de la tarde, cuando también comenzaba a frotarse el brazo y a cambiar de mano el cucharón.
Pero esta primera tarde de hacer membrillo, este nuevo otoño, Inés ya no tuvo que subirse a la silla, se puso de puntillas y apoyó las manos en la mesa para ver cómo se producía la transformación. Ahora tenía que evitar los borbotones que podían quemarla. Mientras, su madre giraba con fuerza el cucharón, debía girarlo, girarlo una y otra vez, rebañar los bordes, lograr que aquella masa espesa coincidiera en el centro, que se despegase de la cazuela, que lograra la densidad justa. Como a Inés le gustaba.
Cuando hacía dulce de membrillo su madre siempre estaba en silencio, por eso Inés empezaba a tararear, siempre tarareaba alguna canción de sus juegos, pero no la cantaba. Era difícil distinguir alguna melodía en ese murmullo acompasado que bullía en su boca, dentro de su boca, porque apenas lo dejaba salir. Sólo tarareaba con el aire de su propia respiración, por la nariz, sin abrir los labios, en un murmullo irreconocible. Así podía oír el burbujeo del membrillo, el roce de la madera en la cazuela, los suspiros cansados de su madre, su afán, escuchar su silencio, y luego cómo el cucharón empezaba a dar vueltas a ese ritmo suyo, al que marcaba Inés con su tarareo. El dulce de membrillo acababa girando al ritmo infantil preso en su boca, y ella se dejaba hipnotizar por la espesura prieta, densa, cerrada, que hervía empalagosa hasta su nariz, invadida por el meloso aroma del membrillo.
Ya no necesitaba subirse a la silla, había crecido, ahora apoyaba sus manos en la mesa, se ponía de puntillas y ya podía mirar y ayudar con su canción oculta a que su madre moviera el cucharón.
Esa primera tarde de ese otoño una burbuja saltó y le cayó en la mano a Inés, entre el pulgar y el índice. Se quedó allí, hirviente, unos segundos, como una piedra de ámbar. Inés siguió tarareando para esconder el grito, le quemaba, no quería distraer a su madre, ni sacarla de su silencio ni que desviara su mirada del dulce de membrillo. No fue una quemadura rápida. Duró. Unos segundos. Inés permitió que durara, quiso sentirla, la quemadura brotaba bajo la burbuja de membrillo: la piel hinchándose, la carne enrojeciendo. Unos segundo. Su madre soltó el cucharón y le acarició la mano, la pequeña ampolla que crecía, dejó de remover el dulce de membrillo, abandonó el cucharón en el centro de aquella masa tupida, prisionero de ese puré ardiente y azucarado, dejó el fuego encendido, permitió que las burbujas saltaran fuera de la cazuela, sobre la mesa, sobre la cocina, sobre el mismo fuego, y salió de la cocina. Volvió con algodón, agua oxigenada y las tiritas, le acarició la mano de nuevo. Le curó la herida. Y comenzó a cantar la canción infantil que Inés tarareaba, incapaz de dejarla salir de su boca, la cantó, la cantaron. Y besó a Inés en la mejilla, con un beso apretado que vino de un tiempo muy lejano.
Sin apagar el fuego, su madre dejó que el naranja y el ocre se ennegrecieran, se quemasen; dejó que olor se volviera pesado e irrespirable, que el humo surgiera de la cazuela, de la masa abrasada del dulce de membrillo, que olor a quemado inundara la casa y se confundiera con el dolor ardiente de la piel de la mano de Inés, que la angustia del humo les forzara la respiración a las dos, les hiciera toser, abrir la boca y echar el aire. Y las dos dejaron de cantar aquella canción que de repente también se había hecho irrespirable.
Después su madre abrió la ventana y el humo comenzó a salir.

CALDERILLA
La linterna trazó un pequeño túnel de luz hasta la cerradura. Cuando sonó el clic, tras sólo unos segundos desde que empezó a manipular el cierre con las pequeñas ganzúas, Elías sintió que retumbaba en toda la plaza, oscura y silenciada por el frío de la noche, que había dejado el barrio desierto.
Estuvo a punto de salir corriendo. Pero no pasó nada. Silencio. Silencio y taquicardia.
Entro en el bar y se escondió tras la persiana de la puerta. Allí estaba, dentro. Había sido capaz. No se oía nada. Sólo el corazón le ensordecía. Ésa maldita taquicardia.
Nadie le esperaba fuera. Estaba solo. Se trataba de avanzar en la oscuridad, seguir el túnel de luz, cogerlo todo y salir. En silencio.
La caja estaba al fondo de la barra. Lo sabía de sobra. Cada café que tomaba lo tragaba con los ojos puestos en la jodida caja.
Siguió paso a paso el camino amarillento que le abría la linterna, martilleado por los golpes del corazón en el pecho, en la garganta, en el estómago, en las rodillas que le llevaban hacia la caja.
Y fue fácil. Esas ganzúas eran magníficas, otro clic más agudo y la caja se abrió. Elías sacó todo lo que había dentro, apelotonó los billetes en la bolsa y se la guardó entre los latidos del pecho, las monedas se las echó a los bolsillos, había demasiadas y enseguida sintió que le pesaban en los pantalones.
Dejó la caja abierta. Vacía. Y fue hacia la puerta ya con la linterna apagada, guiado por la luz mortecina que entraba por las rendijas de la persiana desde las farolas de la plaza. Abrió la puerta. Nadie. Y salió.
Acaba de dar el primer paso en la acera cuando una voz estalló sobre su taquicardia:
- Así que lo has hecho.
Allí estaba Teresa.
- Venga, vamos – le urgió.
Y los dos echaron a correr. Era cierto, lo había logrado. Y Teresa lo acompañaba.
Corrieron durante muchos metros, muchas calles, muchas esquinas, mucho frío.
A Elías le pesaba la calderilla en los bolsillos, la bolsa de los billetes se la pegaba al corazón. Teresa corría sin mirarlo, un paso por delante, el vaho de su aliento abriendo la oscuridad.
Pararon al llegar al parque y se derrumbaron exhaustos en un banco.
- Lo has hecho. No me escuchaste –dijo Teresa jadeando.
- Te dije que lo haría. No ha sido difícil, ya lo ves.
- Sí. Lo difícil viene ahora.
Elías calló, sacó el tabaco y el mechero del bolsillo, unas monedas cayeron al suelo. Teresa se agachó y las recogió, les sacudió la tierra mientras él encendía un cigarrillo. Se las volvió a meter en el bolsillo y le agarró la mano. El humo y unas pavesas del tabaco volaron en el cráter de la noche.

ADIÓS
Un torbellino de bufandas, risas, emoción, sorpresa: todas las de la clase se enseñan sus juguetes, sus cuadernos nuevos, sus pinturas intactas, sus zapatos de estreno. Inés ha llegado a la escuela abrazada a su muñeca, la muestra sin soltarla, abrazada a ella. Entonces Clara lo dice:
- Los Reyes son los padres.
Silencio. Pero Inés enseguida salta:
- Mentira. Eres una mentirosa.
- ¡Es verdad. Yo lo sé. Son los padres! - insiste Clara.
Llega doña Luisa a poner orden. Inés se aferra a su muñeca sin dejar de gritar:
- ¡Mentirosa, trapacera!
Clara se ríe. De ella. Inés está a punto de llorar.
- ¡Eres una mentirosa, los Reyes Magos no son los padres, mentirosa!
- ¡Niña, calla de una vez, por Dios!
Doña Luisa, su maestra querida, le ha gritado. Doña Luisa, que cada tarde le estira el babi, que después del recreo le limpia los berretes de chocolate, que antes de salir le trenza las coletas. Doña Luisa, que ahora ni se acerca a secarle las lágrimas.
- A ver, Inés, sí, los Reyes Magos son los padres. Clara tiene razón. Los padres o, bueno, tu madre, Inés...
Clara tiene razón y se ríe triunfante. No es una mentirosa. Los Reyes Magos son los padres. Lo acaba de decir doña Luisa, que ni siquiera la mira mientras sigue hablando sobre algo de sorpresas, de ilusión, de un no sé qué de noches mágicas.
Inés busca absurdamente los ojos de su maestra. Desiste y enseguida descubre las manchas que ha dejado la lluvia en las ventanas, una pelusa en la pata de la mesa, la grieta de una baldosa bajo sus botines rozados, un pespunte torcido en su falda, un hilo que se escapa del calcetín, una mancha de tinta en el libro de lengua, y esos agujeritos horrorosos por los que sale el pelo de su muñeca nueva.
“Los Reyes son los padres”, “los Reyes son mi madre”. Lo ha dicho Doña Luisa, su maestra querida, que le guiaba con el dedo en el renglón, que le tocaba la frente cuando tenía frío, que le descubría los colores del mapa, que le hablaba de sumas y de acentos, de ballenas y de melocotones, que le contaba historias de barcos y de naves espaciales.
Doña Luisa, que lo sabía todo.

CALEIDOSCOPIO
Adormilada por la fiebre, Inés se dejaba llevar por el zumbido que le martilleaba en los oídos. Era la tercera otitis de ese invierno y había logrado soportarla casi sin rechistar, mordiendo la sábana un poquito más fuerte cuando el dolor se empeñaba en subirse hasta los ojos, en taconear sobre las órbitas y en lograr que los cerrara fuerte, fuerte, como cuando formulaba algún deseo. Pero ahora el único deseo era que pasase el dolor, que sólo durara unos segundos, y que cada vez tardase más en regresar.
Inés llevaba días en la cama, con la almohada pegada a las orejas, con las gotas amargas circulando desde su oído hasta su garganta y sobre todo soportando ese zumbido animal que le vaciaba la cabeza. Sólo quería dormir, cerrar los ojos, hundirse en el colchón y dejarse llevar por la fiebre, anular el dolor y concentrarse en el sabor rasposo de la sábana, morderla hasta que le dolieran los dientes. Pero aquella tarde llegó su abuelo con un regalo: un calidoscopio.
Una sorpresa. Inés se desperezó y fue capaz de sacar un brazo de entre las sábanas para cogerlo. Realmente era precioso pero casi no podía mirarlo. Con el lagrimeo constante de los ojos apenas podía abrirlos. Lo dejó en la mesilla y se dio media vuelta metiendo la cabeza bajo la almohada.
El dolor se apagó por la noche. Se fue sin dejar apenas rastro y sintió que la infección comenzaba a ceder. Era capaz de abrir los ojos y de aflojar los dientes. La serenidad comenzaba a acomodarse en los oídos. Ya no tenía ganas de dormir. La casa estaba en calma, por el balcón entraba una luz lechosa y un olor a frío. El calidoscopio seguía sobre la mesilla, con el brillo de su papel charol intacto. Lo cogió y comenzó a mirar por él, al contraluz nocturno del balcón. Los cristales de colores danzaban, se enlazaban, se dispersaban y giraban como bailarines en un baile sin fin.
El sueño la asaltó ya de madrugada. Inés se durmió abrazada al calidoscopio.
Una punzada la despertó. Le había taladrado los oídos un instante y ella volvió a morder la sábana a la espera del zumbido monótono y cruel ya temido. Pero no apareció. El bienestar de la noche seguía en sus oídos y en sus ojos, y los abrió enseguida para recuperar las imágenes del calidoscopio. La luz de la nieve entraba en la habitación y también las risas de los niños que se lanzaban bolas antes de ir al colegio. Quería levantarse para verlos y envidiarlos. Se lo estaba perdiendo por el maldito dolor de oídos, pero su madre la interrumpió.
- Tápate, no te levantes. Yo te traigo el desayuno.
Inés fue incapaz de contestarla porque ¡VEÍA la voz de su madre! Era rosa y esponjada, como un algodón de feria, con líneas azuladas como venas repletas de sangre. Una nubecilla rosa que brotó de su boca y se le quedó flotando en la mejilla cuando le dio un beso, y que luego poco a poco ascendió hasta la lámpara, disolviéndose al tocar el techo. Inés no podía creerlo. Cuando se quedó sola, volvió a mirar por el calidoscopio, cómo cambiaba una y mil veces, durante toda la mañana. Tenía que ser cosa de magia.
Su abuelo llegó a la hora de comer.
- ¿Cómo va mi Inesita?
La voz de su abuelo era gris azulada, y con vetas color tierra cuando miraba hacia las nubes que se veían desde el balcón.
Y la vecina, que pasó a por perejil, tenía una voz llena de lunarcitos plateados sobre fondo naranja. También vinieron a verla sus amigas que mezclaron sus nubes de colores chillones: amarillo canario, coral y azul turquesa. Y vio cómo la voz de Begoña, cuando decía esas cosas que a ella siempre le parecían mentira, cambiaba de granate a dorada, así, sin más, sin venir a cuento.
Cuando se fueron, Inés se acercó al balcón a despedirlas. La nevada blanqueaba los bancos de la plazuela, los bordillos, los setos de la esquina, el techado del quiosco, el puesto de castañas. Y los críos correteaban y se tiraban bolas de nieve sin parar de reír y de gritar. Inés no podía quitar sus ojos de las miles de nubes multicolores que sobre ellos brillaban al sol.
Aquella noche, Inés no pudo dormir. Los colores se agolpaban en sus ojos y en sus oídos. No podía decírselo a nadie. No le creerían, peor, pensarían que estaba loca, o que la otitis le había afectado al cerebro. Se levantó para mirarse al espejo, susurró unas palabras pero no vio ningún color, habló más alto, pero nada. Era incapaz de ver el color de su propia voz. Volvió a mirar el calidoscopio y volvió a dormirse abrazada a él.
A la mañana siguiente, su madre apareció con la bandeja del desayuno.
- ¿Estás mejor, verdad? Ya tienes otra cara, y esta noche no has tenido fiebre.
La voz de su madre seguía siendo rosa, pero menos intenso, casi lila. Luego, la de su abuelo, durante su visita diaria, adquirió una gama de azules que vencieron al gris.
A Inés le entusiasmaba poder ver las voces. No se separó del calidoscopio en todo el día. Antes de dormir, miró de nuevo la danza de las piedrecillas multicolores de su caleidoscopio.
Por la mañana, Inés volvía a tener fiebre y el dolor regresó lento, adueñándose de sus oídos poco a poco. Su madre llamó al médico entre suspiros de color azafrán. Inés tuvo que soportar un nuevo jarabe, la amargura de las temidas gotas, una inyección y las palabras verdosas del doctor, que se quedaron flotando en el dormitorio hasta el mediodía. Abrazó el calidoscopio, pero no tenía humor para mirarlo. El dolor la invadía, no le dejaba pensar en otra cosa. Llegó el sueño como una salvación y el calidoscopio, se escapó de sus brazos y cayó al suelo. Cuando Inés despertó, estaba roto a los pies de la cama. Los cristales esparcidos, tan simples, le descubrieron la torpeza de su magia. Se refugió en la almohada para llorar.
- Pero, hija, ¿qué te pasa? ¿Te duele mucho?
Inés no vio ninguna nubecilla rosa salir de la boca de su madre.

LOS ROSTROS DEL DEMONIO

Lo que más miedo le daba a Inés era el demonio, aunque por los dibujos de la Enciclopedia o del Catecismo, con algo de barba, rabo y las orejas puntiagudas, a veces le daba la risa, porque ella también tenía las orejas un poco así, en punta, y su abuelo siempre bromeaba con eso. Pero el diablo le daba miedo porque acechaba en cualquier parte, y ella no se explicaba por qué si en un sitio estaban a la vez Dios, que era omnipresente y todopoderoso, y el demonio, podía ganar el demonio y las cosas salían mal y las personas eran tan malas como su madre se quejaba de que eran.
Y encima el diablo podía aparecer con muchas caras: rostros, decía doña Luisa en la catequesis, así que lo más seguro es que tuviera otras que dieran mucho miedo y por eso no salían en los dibujos. Igual que tenía muchos nombres: Lucifer, Demonio, Satanás, Belcebú, Demonio... Y doña Luisa los enumeraba todos cuando hablaba de las innumerables tentaciones que aparecen en la vida.
Una vez soñó con él, sentado a los pies de su cama, con ese tenedor grande que lleva, todo de rojo, de los pies a la cabeza, incluido el bigote retorcido y los ojos saltones; la mira cómo duerme y se ríe a carcajadas. Inés sabe que está ahí, lo ve a pesar de tener los ojos cerrados, no quiere moverse ni respirar para que no note que está despierta. En realidad casi no puede respirar, en el pecho no le cabe el aire, sólo el corazón, que se le ha hecho enorme, como un gran motor que va a toda velocidad, que va a estallar, y ella quiere que se pare, sin morirse, pero que se detenga para que él no lo oiga y se vaya, la deje, que no ha hecho nada tan malo como para que la espere así, a los pies de su cama, para que tenga tanta prisa por cogerla y llevarla al infierno.
Tras ese sueño, Inés tuvo miedo todo el día. Temía que el diablo pudiera aparecer en cualquier lugar: al ir al colegio, entre las casas bajas de la orilla del río, en la explanada donde hacían las fogatas los albañiles, y también en la clase, entre las sombras que dibujan los abrigos colgados, y en el patio, en los corrillos de las chicas mayores.
El abuelo, cuando Inés se lo contó aquella tarde que comían castañas asadas, se echó a reír y le dijo que esos miedos se iban a acabar porque le iba a contar un secreto. Y se lo contó. El diablo no existía.
- Tú ya sabes que los Reyes Magos son tu madre, ¿verdad? Que es quien más te quiere. Pues el demonio son todos los que no te quieren, por eso tiene tantos nombres. Nada más. Y sólo tienes que no hacerles caso, sólo eso. Sin tenerles miedo. Eso nunca.
Desde entonces Inés se rió mucho más de las orejas puntiagudas del diablo. Y de las suyas cuando se miraba al espejo.

ZAPATOS DE TACÓN
Inés ha aprendido muy bien a jugar sola, sin hermanos ni hermanas ni padre porque no tiene nada de eso, y también sin madre, que siempre está ocupadísima planchando dobladillos, zurciendo calcetines, almidonando cuellos, asando pimientos, hilvanando cortinas... Así que una tarde tras otra, en el invierno sobre todo en el invierno, cuando la niebla oculta hasta los adoquines y hay que quedarse en casa porque se ha estornudado tres o cuatro veces; pero también en verano, una siesta tras otra, cuando toda la casa se aburre de modorra y su madre cae rendida en el sofá, descalza y con los rizos recogidos, Inés se pone a peinar a la muñeca, pega cromos o juega a las zapaterías, su juego preferido.
Solamente tiene que sacar todos los zapatos de tacón de su madre, colocarlos en línea, pegaditos a la pared de enfrente de su cama y salir del dormitorio. Luego vuelve a entrar, da las buenas tardes muy sonriente a ese alguien invisible que ella imagina como el dependiente y le dice que desea unos zapatos de tacón. Se sienta en el borde de la cama, se estira la falda y comienza a probárselos todos, un par tras otro. Los negros de charol, los marrones claritos con un lazo, los azul marino, los rojos con plataforma y las sandalias de tiritas plateadas. Todos menos esos blancos de tela brillante que su madre se empeña en guardar nuevecitos en una caja al fondo del armario y que le ha prohibido tocar.
Vio a su madre probárselos una tarde, al volver del colegio. Se los calzaba sentada en la cama, como ella cuando jugaba.
- Vaya, qué pronto vuelves hoy, hija.
Tenía los ojos llorosos, pero Inés estaba acostumbrada a verla así y a no decir nada.
- Mamá, ¡qué zapatos más bonitos! ¡son preciosos!
- ¿Te gustan?
- ¡Muchísimo!, tan blancos y tan brillantes… ¿Por qué no te los pones?
- A mí me parecen horrorosos. Los odio. No quiero que juegues con ellos. Nunca. ¿Me oyes? No cojas jamás esta caja.
Y desde entonces, cada vez que juega a las zapaterías piensa en el par de zapatos blancos.
Cuando camina por el pasillo hasta el espejo de la entrada para ver cómo le quedan los otros zapatos de su madre a Inés se le tuercen los tobillos porque todos son de tacón. Tiene que ir con cuidado para mantener el equilibrio y, sobre todo, esa elegancia que no puede perder ante el dependiente que la atiende tan solícito y que tanto la admira. En invierno suele comprar los marrones, los negros y los azul marino, y en verano los rojos y las sandalias de tiritas plateadas. Pero si pudiera compraría los blancos, en invierno y en verano. Siempre. No lo puede evitar. Cada vez que juega a las zapaterías desobedecería a su madre, cogería la caja del fondo del armario y sacaría esos zapatos nuevos, brillantes, tan blancos. Sus favoritos. Aunque sabe que el pie le bailará dentro y se torcerá el tobillo, y se caerá seguro porque tienen el tacón muy muy alto, más alto que ninguno.
A lo mejor por eso su madre no quiere que los coja, a lo mejor es por eso. Para que no se haga daño.


 

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