DULCE DE MEMBRILLO
Su madre se puso a hacer dulce de membrillo,
como cada otoño. A Inés le gustaba mucho. Le
gustaba el sabor del dulce de membrillo y cómo se hacía,
la manera en que esa especie de manzana dura, deforme y áspera
se convertía en una masa blanda, suave y dulce.
Desde que su padre no estaba era frecuente que su madre hiciera
dulce de membrillo. El mismo día que él se fue,
ella sacó todos los membrillos que daban olor en los
armarios y se encerró en la cocina. Inés la
siguió, se subió a una silla, a su lado, a ver
por primera vez aquella transformación ácida
en dulce; callada, mirando de reojo cómo su madre se
mordía los labios y cómo los membrillos desaparecían
para ser otra cosa, algo nuevo que empapaba de un aroma delicioso
toda la casa.
El membrillo hervía y espesaba en la cazuela poco a
poco, espesaba hasta que su madre apenas podía girar
el cucharón de madera. Ese masa dulce ofrecía
la resistencia de la niebla cerrada, pero el dulce de membrillo
era naranja, ocre en algunos remolinos, dorado y brillante
cuando su madre encendía la luz de la cocina, al final
de la tarde, cuando también comenzaba a frotarse el
brazo y a cambiar de mano el cucharón.
Pero esta primera tarde de hacer membrillo, este nuevo otoño,
Inés ya no tuvo que subirse a la silla, se puso de
puntillas y apoyó las manos en la mesa para ver cómo
se producía la transformación. Ahora tenía
que evitar los borbotones que podían quemarla. Mientras,
su madre giraba con fuerza el cucharón, debía
girarlo, girarlo una y otra vez, rebañar los bordes,
lograr que aquella masa espesa coincidiera en el centro, que
se despegase de la cazuela, que lograra la densidad justa.
Como a Inés le gustaba.
Cuando hacía dulce de membrillo su madre siempre estaba
en silencio, por eso Inés empezaba a tararear, siempre
tarareaba alguna canción de sus juegos, pero no la
cantaba. Era difícil distinguir alguna melodía
en ese murmullo acompasado que bullía en su boca, dentro
de su boca, porque apenas lo dejaba salir. Sólo tarareaba
con el aire de su propia respiración, por la nariz,
sin abrir los labios, en un murmullo irreconocible. Así
podía oír el burbujeo del membrillo, el roce
de la madera en la cazuela, los suspiros cansados de su madre,
su afán, escuchar su silencio, y luego cómo
el cucharón empezaba a dar vueltas a ese ritmo suyo,
al que marcaba Inés con su tarareo. El dulce de membrillo
acababa girando al ritmo infantil preso en su boca, y ella
se dejaba hipnotizar por la espesura prieta, densa, cerrada,
que hervía empalagosa hasta su nariz, invadida por
el meloso aroma del membrillo.
Ya no necesitaba subirse a la silla, había crecido,
ahora apoyaba sus manos en la mesa, se ponía de puntillas
y ya podía mirar y ayudar con su canción oculta
a que su madre moviera el cucharón.
Esa primera tarde de ese otoño una burbuja saltó
y le cayó en la mano a Inés, entre el pulgar
y el índice. Se quedó allí, hirviente,
unos segundos, como una piedra de ámbar. Inés
siguió tarareando para esconder el grito, le quemaba,
no quería distraer a su madre, ni sacarla de su silencio
ni que desviara su mirada del dulce de membrillo. No fue una
quemadura rápida. Duró. Unos segundos. Inés
permitió que durara, quiso sentirla, la quemadura brotaba
bajo la burbuja de membrillo: la piel hinchándose,
la carne enrojeciendo. Unos segundo. Su madre soltó
el cucharón y le acarició la mano, la pequeña
ampolla que crecía, dejó de remover el dulce
de membrillo, abandonó el cucharón en el centro
de aquella masa tupida, prisionero de ese puré ardiente
y azucarado, dejó el fuego encendido, permitió
que las burbujas saltaran fuera de la cazuela, sobre la mesa,
sobre la cocina, sobre el mismo fuego, y salió de la
cocina. Volvió con algodón, agua oxigenada y
las tiritas, le acarició la mano de nuevo. Le curó
la herida. Y comenzó a cantar la canción infantil
que Inés tarareaba, incapaz de dejarla salir de su
boca, la cantó, la cantaron. Y besó a Inés
en la mejilla, con un beso apretado que vino de un tiempo
muy lejano.
Sin apagar el fuego, su madre dejó que el naranja y
el ocre se ennegrecieran, se quemasen; dejó que olor
se volviera pesado e irrespirable, que el humo surgiera de
la cazuela, de la masa abrasada del dulce de membrillo, que
olor a quemado inundara la casa y se confundiera con el dolor
ardiente de la piel de la mano de Inés, que la angustia
del humo les forzara la respiración a las dos, les
hiciera toser, abrir la boca y echar el aire. Y las dos dejaron
de cantar aquella canción que de repente también
se había hecho irrespirable.
Después su madre abrió la ventana y el humo
comenzó a salir.
CALDERILLA
La linterna trazó un pequeño túnel de
luz hasta la cerradura. Cuando sonó el clic, tras sólo
unos segundos desde que empezó a manipular el cierre
con las pequeñas ganzúas, Elías sintió
que retumbaba en toda la plaza, oscura y silenciada por el
frío de la noche, que había dejado el barrio
desierto.
Estuvo a punto de salir corriendo. Pero no pasó nada.
Silencio. Silencio y taquicardia.
Entro en el bar y se escondió tras la persiana de la
puerta. Allí estaba, dentro. Había sido capaz.
No se oía nada. Sólo el corazón le ensordecía.
Ésa maldita taquicardia.
Nadie le esperaba fuera. Estaba solo. Se trataba de avanzar
en la oscuridad, seguir el túnel de luz, cogerlo todo
y salir. En silencio.
La caja estaba al fondo de la barra. Lo sabía de sobra.
Cada café que tomaba lo tragaba con los ojos puestos
en la jodida caja.
Siguió paso a paso el camino amarillento que le abría
la linterna, martilleado por los golpes del corazón
en el pecho, en la garganta, en el estómago, en las
rodillas que le llevaban hacia la caja.
Y fue fácil. Esas ganzúas eran magníficas,
otro clic más agudo y la caja se abrió. Elías
sacó todo lo que había dentro, apelotonó
los billetes en la bolsa y se la guardó entre los latidos
del pecho, las monedas se las echó a los bolsillos,
había demasiadas y enseguida sintió que le pesaban
en los pantalones.
Dejó la caja abierta. Vacía. Y fue hacia la
puerta ya con la linterna apagada, guiado por la luz mortecina
que entraba por las rendijas de la persiana desde las farolas
de la plaza. Abrió la puerta. Nadie. Y salió.
Acaba de dar el primer paso en la acera cuando una voz estalló
sobre su taquicardia:
- Así que lo has hecho.
Allí estaba Teresa.
- Venga, vamos – le urgió.
Y los dos echaron a correr. Era cierto, lo había logrado.
Y Teresa lo acompañaba.
Corrieron durante muchos metros, muchas calles, muchas esquinas,
mucho frío.
A Elías le pesaba la calderilla en los bolsillos, la
bolsa de los billetes se la pegaba al corazón. Teresa
corría sin mirarlo, un paso por delante, el vaho de
su aliento abriendo la oscuridad.
Pararon al llegar al parque y se derrumbaron exhaustos en
un banco.
- Lo has hecho. No me escuchaste –dijo Teresa jadeando.
- Te dije que lo haría. No ha sido difícil,
ya lo ves.
- Sí. Lo difícil viene ahora.
Elías calló, sacó el tabaco y el mechero
del bolsillo, unas monedas cayeron al suelo. Teresa se agachó
y las recogió, les sacudió la tierra mientras
él encendía un cigarrillo. Se las volvió
a meter en el bolsillo y le agarró la mano. El humo
y unas pavesas del tabaco volaron en el cráter de la
noche.
ADIÓS
Un torbellino de bufandas, risas, emoción, sorpresa:
todas las de la clase se enseñan sus juguetes, sus
cuadernos nuevos, sus pinturas intactas, sus zapatos de estreno.
Inés ha llegado a la escuela abrazada a su muñeca,
la muestra sin soltarla, abrazada a ella. Entonces Clara lo
dice:
- Los Reyes son los padres.
Silencio. Pero Inés enseguida salta:
- Mentira. Eres una mentirosa.
- ¡Es verdad. Yo lo sé. Son los padres! - insiste
Clara.
Llega doña Luisa a poner orden. Inés se aferra
a su muñeca sin dejar de gritar:
- ¡Mentirosa, trapacera!
Clara se ríe. De ella. Inés está a punto
de llorar.
- ¡Eres una mentirosa, los Reyes Magos no son los padres,
mentirosa!
- ¡Niña, calla de una vez, por Dios!
Doña Luisa, su maestra querida, le ha gritado. Doña
Luisa, que cada tarde le estira el babi, que después
del recreo le limpia los berretes de chocolate, que antes
de salir le trenza las coletas. Doña Luisa, que ahora
ni se acerca a secarle las lágrimas.
- A ver, Inés, sí, los Reyes Magos son los padres.
Clara tiene razón. Los padres o, bueno, tu madre, Inés...
Clara tiene razón y se ríe triunfante. No es
una mentirosa. Los Reyes Magos son los padres. Lo acaba de
decir doña Luisa, que ni siquiera la mira mientras
sigue hablando sobre algo de sorpresas, de ilusión,
de un no sé qué de noches mágicas.
Inés busca absurdamente los ojos de su maestra. Desiste
y enseguida descubre las manchas que ha dejado la lluvia en
las ventanas, una pelusa en la pata de la mesa, la grieta
de una baldosa bajo sus botines rozados, un pespunte torcido
en su falda, un hilo que se escapa del calcetín, una
mancha de tinta en el libro de lengua, y esos agujeritos horrorosos
por los que sale el pelo de su muñeca nueva.
“Los Reyes son los padres”, “los Reyes son
mi madre”. Lo ha dicho Doña Luisa, su maestra
querida, que le guiaba con el dedo en el renglón, que
le tocaba la frente cuando tenía frío, que le
descubría los colores del mapa, que le hablaba de sumas
y de acentos, de ballenas y de melocotones, que le contaba
historias de barcos y de naves espaciales.
Doña Luisa, que lo sabía todo.
CALEIDOSCOPIO
Adormilada por la fiebre, Inés se dejaba llevar por
el zumbido que le martilleaba en los oídos. Era la
tercera otitis de ese invierno y había logrado soportarla
casi sin rechistar, mordiendo la sábana un poquito
más fuerte cuando el dolor se empeñaba en subirse
hasta los ojos, en taconear sobre las órbitas y en
lograr que los cerrara fuerte, fuerte, como cuando formulaba
algún deseo. Pero ahora el único deseo era que
pasase el dolor, que sólo durara unos segundos, y que
cada vez tardase más en regresar.
Inés llevaba días en la cama, con la almohada
pegada a las orejas, con las gotas amargas circulando desde
su oído hasta su garganta y sobre todo soportando ese
zumbido animal que le vaciaba la cabeza. Sólo quería
dormir, cerrar los ojos, hundirse en el colchón y dejarse
llevar por la fiebre, anular el dolor y concentrarse en el
sabor rasposo de la sábana, morderla hasta que le dolieran
los dientes. Pero aquella tarde llegó su abuelo con
un regalo: un calidoscopio.
Una sorpresa. Inés se desperezó y fue capaz
de sacar un brazo de entre las sábanas para cogerlo.
Realmente era precioso pero casi no podía mirarlo.
Con el lagrimeo constante de los ojos apenas podía
abrirlos. Lo dejó en la mesilla y se dio media vuelta
metiendo la cabeza bajo la almohada.
El dolor se apagó por la noche. Se fue sin dejar apenas
rastro y sintió que la infección comenzaba a
ceder. Era capaz de abrir los ojos y de aflojar los dientes.
La serenidad comenzaba a acomodarse en los oídos. Ya
no tenía ganas de dormir. La casa estaba en calma,
por el balcón entraba una luz lechosa y un olor a frío.
El calidoscopio seguía sobre la mesilla, con el brillo
de su papel charol intacto. Lo cogió y comenzó
a mirar por él, al contraluz nocturno del balcón.
Los cristales de colores danzaban, se enlazaban, se dispersaban
y giraban como bailarines en un baile sin fin.
El sueño la asaltó ya de madrugada. Inés
se durmió abrazada al calidoscopio.
Una punzada la despertó. Le había taladrado
los oídos un instante y ella volvió a morder
la sábana a la espera del zumbido monótono y
cruel ya temido. Pero no apareció. El bienestar de
la noche seguía en sus oídos y en sus ojos,
y los abrió enseguida para recuperar las imágenes
del calidoscopio. La luz de la nieve entraba en la habitación
y también las risas de los niños que se lanzaban
bolas antes de ir al colegio. Quería levantarse para
verlos y envidiarlos. Se lo estaba perdiendo por el maldito
dolor de oídos, pero su madre la interrumpió.
- Tápate, no te levantes. Yo te traigo el desayuno.
Inés fue incapaz de contestarla porque ¡VEÍA
la voz de su madre! Era rosa y esponjada, como un algodón
de feria, con líneas azuladas como venas repletas de
sangre. Una nubecilla rosa que brotó de su boca y se
le quedó flotando en la mejilla cuando le dio un beso,
y que luego poco a poco ascendió hasta la lámpara,
disolviéndose al tocar el techo. Inés no podía
creerlo. Cuando se quedó sola, volvió a mirar
por el calidoscopio, cómo cambiaba una y mil veces,
durante toda la mañana. Tenía que ser cosa de
magia.
Su abuelo llegó a la hora de comer.
- ¿Cómo va mi Inesita?
La voz de su abuelo era gris azulada, y con vetas color tierra
cuando miraba hacia las nubes que se veían desde el
balcón.
Y la vecina, que pasó a por perejil, tenía una
voz llena de lunarcitos plateados sobre fondo naranja. También
vinieron a verla sus amigas que mezclaron sus nubes de colores
chillones: amarillo canario, coral y azul turquesa. Y vio
cómo la voz de Begoña, cuando decía esas
cosas que a ella siempre le parecían mentira, cambiaba
de granate a dorada, así, sin más, sin venir
a cuento.
Cuando se fueron, Inés se acercó al balcón
a despedirlas. La nevada blanqueaba los bancos de la plazuela,
los bordillos, los setos de la esquina, el techado del quiosco,
el puesto de castañas. Y los críos correteaban
y se tiraban bolas de nieve sin parar de reír y de
gritar. Inés no podía quitar sus ojos de las
miles de nubes multicolores que sobre ellos brillaban al sol.
Aquella noche, Inés no pudo dormir. Los colores se
agolpaban en sus ojos y en sus oídos. No podía
decírselo a nadie. No le creerían, peor, pensarían
que estaba loca, o que la otitis le había afectado
al cerebro. Se levantó para mirarse al espejo, susurró
unas palabras pero no vio ningún color, habló
más alto, pero nada. Era incapaz de ver el color de
su propia voz. Volvió a mirar el calidoscopio y volvió
a dormirse abrazada a él.
A la mañana siguiente, su madre apareció con
la bandeja del desayuno.
- ¿Estás mejor, verdad? Ya tienes otra cara,
y esta noche no has tenido fiebre.
La voz de su madre seguía siendo rosa, pero menos intenso,
casi lila. Luego, la de su abuelo, durante su visita diaria,
adquirió una gama de azules que vencieron al gris.
A Inés le entusiasmaba poder ver las voces. No se separó
del calidoscopio en todo el día. Antes de dormir, miró
de nuevo la danza de las piedrecillas multicolores de su caleidoscopio.
Por la mañana, Inés volvía a tener fiebre
y el dolor regresó lento, adueñándose
de sus oídos poco a poco. Su madre llamó al
médico entre suspiros de color azafrán. Inés
tuvo que soportar un nuevo jarabe, la amargura de las temidas
gotas, una inyección y las palabras verdosas del doctor,
que se quedaron flotando en el dormitorio hasta el mediodía.
Abrazó el calidoscopio, pero no tenía humor
para mirarlo. El dolor la invadía, no le dejaba pensar
en otra cosa. Llegó el sueño como una salvación
y el calidoscopio, se escapó de sus brazos y cayó
al suelo. Cuando Inés despertó, estaba roto
a los pies de la cama. Los cristales esparcidos, tan simples,
le descubrieron la torpeza de su magia. Se refugió
en la almohada para llorar.
- Pero, hija, ¿qué te pasa? ¿Te duele
mucho?
Inés no vio ninguna nubecilla rosa salir de la boca
de su madre.
LOS ROSTROS DEL DEMONIO
Lo que más miedo le daba a Inés
era el demonio, aunque por los dibujos de la Enciclopedia
o del Catecismo, con algo de barba, rabo y las orejas puntiagudas,
a veces le daba la risa, porque ella también tenía
las orejas un poco así, en punta, y su abuelo siempre
bromeaba con eso. Pero el diablo le daba miedo porque acechaba
en cualquier parte, y ella no se explicaba por qué
si en un sitio estaban a la vez Dios, que era omnipresente
y todopoderoso, y el demonio, podía ganar el demonio
y las cosas salían mal y las personas eran tan malas
como su madre se quejaba de que eran.
Y encima el diablo podía aparecer con muchas caras:
rostros, decía doña Luisa en la catequesis,
así que lo más seguro es que tuviera otras que
dieran mucho miedo y por eso no salían en los dibujos.
Igual que tenía muchos nombres: Lucifer, Demonio, Satanás,
Belcebú, Demonio... Y doña Luisa los enumeraba
todos cuando hablaba de las innumerables tentaciones que aparecen
en la vida.
Una vez soñó con él, sentado a los pies
de su cama, con ese tenedor grande que lleva, todo de rojo,
de los pies a la cabeza, incluido el bigote retorcido y los
ojos saltones; la mira cómo duerme y se ríe
a carcajadas. Inés sabe que está ahí,
lo ve a pesar de tener los ojos cerrados, no quiere moverse
ni respirar para que no note que está despierta. En
realidad casi no puede respirar, en el pecho no le cabe el
aire, sólo el corazón, que se le ha hecho enorme,
como un gran motor que va a toda velocidad, que va a estallar,
y ella quiere que se pare, sin morirse, pero que se detenga
para que él no lo oiga y se vaya, la deje, que no ha
hecho nada tan malo como para que la espere así, a
los pies de su cama, para que tenga tanta prisa por cogerla
y llevarla al infierno.
Tras ese sueño, Inés tuvo miedo todo el día.
Temía que el diablo pudiera aparecer en cualquier lugar:
al ir al colegio, entre las casas bajas de la orilla del río,
en la explanada donde hacían las fogatas los albañiles,
y también en la clase, entre las sombras que dibujan
los abrigos colgados, y en el patio, en los corrillos de las
chicas mayores.
El abuelo, cuando Inés se lo contó aquella tarde
que comían castañas asadas, se echó a
reír y le dijo que esos miedos se iban a acabar porque
le iba a contar un secreto. Y se lo contó. El diablo
no existía.
- Tú ya sabes que los Reyes Magos son tu madre, ¿verdad?
Que es quien más te quiere. Pues el demonio son todos
los que no te quieren, por eso tiene tantos nombres. Nada
más. Y sólo tienes que no hacerles caso, sólo
eso. Sin tenerles miedo. Eso nunca.
Desde entonces Inés se rió mucho más
de las orejas puntiagudas del diablo. Y de las suyas cuando
se miraba al espejo.
ZAPATOS DE TACÓN
Inés ha aprendido muy bien a jugar sola, sin hermanos
ni hermanas ni padre porque no tiene nada de eso, y también
sin madre, que siempre está ocupadísima planchando
dobladillos, zurciendo calcetines, almidonando cuellos, asando
pimientos, hilvanando cortinas... Así que una tarde
tras otra, en el invierno sobre todo en el invierno, cuando
la niebla oculta hasta los adoquines y hay que quedarse en
casa porque se ha estornudado tres o cuatro veces; pero también
en verano, una siesta tras otra, cuando toda la casa se aburre
de modorra y su madre cae rendida en el sofá, descalza
y con los rizos recogidos, Inés se pone a peinar a
la muñeca, pega cromos o juega a las zapaterías,
su juego preferido.
Solamente tiene que sacar todos los zapatos de tacón
de su madre, colocarlos en línea, pegaditos a la pared
de enfrente de su cama y salir del dormitorio. Luego vuelve
a entrar, da las buenas tardes muy sonriente a ese alguien
invisible que ella imagina como el dependiente y le dice que
desea unos zapatos de tacón. Se sienta en el borde
de la cama, se estira la falda y comienza a probárselos
todos, un par tras otro. Los negros de charol, los marrones
claritos con un lazo, los azul marino, los rojos con plataforma
y las sandalias de tiritas plateadas. Todos menos esos blancos
de tela brillante que su madre se empeña en guardar
nuevecitos en una caja al fondo del armario y que le ha prohibido
tocar.
Vio a su madre probárselos una tarde, al volver del
colegio. Se los calzaba sentada en la cama, como ella cuando
jugaba.
- Vaya, qué pronto vuelves hoy, hija.
Tenía los ojos llorosos, pero Inés estaba acostumbrada
a verla así y a no decir nada.
- Mamá, ¡qué zapatos más bonitos!
¡son preciosos!
- ¿Te gustan?
- ¡Muchísimo!, tan blancos y tan brillantes…
¿Por qué no te los pones?
- A mí me parecen horrorosos. Los odio. No quiero que
juegues con ellos. Nunca. ¿Me oyes? No cojas jamás
esta caja.
Y desde entonces, cada vez que juega a las zapaterías
piensa en el par de zapatos blancos.
Cuando camina por el pasillo hasta el espejo de la entrada
para ver cómo le quedan los otros zapatos de su madre
a Inés se le tuercen los tobillos porque todos son
de tacón. Tiene que ir con cuidado para mantener el
equilibrio y, sobre todo, esa elegancia que no puede perder
ante el dependiente que la atiende tan solícito y que
tanto la admira. En invierno suele comprar los marrones, los
negros y los azul marino, y en verano los rojos y las sandalias
de tiritas plateadas. Pero si pudiera compraría los
blancos, en invierno y en verano. Siempre. No lo puede evitar.
Cada vez que juega a las zapaterías desobedecería
a su madre, cogería la caja del fondo del armario y
sacaría esos zapatos nuevos, brillantes, tan blancos.
Sus favoritos. Aunque sabe que el pie le bailará dentro
y se torcerá el tobillo, y se caerá seguro porque
tienen el tacón muy muy alto, más alto que ninguno.
A lo mejor por eso su madre no quiere que los coja, a lo mejor
es por eso. Para que no se haga daño.
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