Lo que a continuación no sigue es un relato protagonizado por El Tigre, por Arturo Briz, Tigre Manjatan, pero originalmente fue el primer capítulo de la novela TIGRE MANJATAN publicada por Algaida, Grupo Anaya. Concretamente corresponde a la versión B de la segunda versión (14 años de trabajo dan mucho juego y posibilitan variaciones cuasi infinitas). Lo que se cuenta a continuación en parte aparece en la novela, y en parte no, porque Arturo Briz... lo ha olvidado; así que es un regalo, información extra, para el lector.
Si alguien quiere reproducir el relato en su web o donde sea, sin fines lucrativos, por favor, que me mande un correo para que lo autorice por escrito. Al repasarlo advierto que el producto final, TIGRE MANJATAN la novela, ha ganado en ritmo y es un producto sin un gramo de grasa; pero la grasa también tiene su encanto y tengo mucha grasa de Tigre en el disco duro de mi ordenador: iré mostrando alguna más. Promised. Si para mayor facilidad de lectura alguien desea bajarse el texto en pdf, sólo tiene que pinchar
o en el título del texto que aparece más abajo.
JAVIER PUEBLA

(las ilustraciones que aparecen a la izquierda son de Daniel Fénix. El dibujo a pastel que aparece en la libreta fotografiada e insertada en el textoes de Fernando Camarero)

JUGANDO CON LA MUERTE Y LA DESGRACIA AJENA

(Un relato escrito por Javier Puebla y protagonizado por TIGRE MANJATAN)
El copyright y todos los derechos son propiedad exclusiva del autor y no se permite la reproducción total o parcial de este texto sin autorización escrita del mismo.


Estás jugando. Jugando con la muerte y la desgracia ajena. Aunque no te anima ningún tipo de maldad. Es sólo indiferencia. La indiferencia que conlleva ejercer determinadas profesiones. ¿Acaso hay maldad en el estudiante de medicina que roba el pene del cadáver de prácticas para mostrárselo luego a una de sus compañeras como si fuera el suyo propio? ¿O en el embalsamador que, perdido en la minucia de devolverle el color a un muerto, se deja llevar por la fantasía y dibuja un corazón en la mejilla exánime para estampar a continuación sobre el mismo un suave beso? Ese es el espíritu que te anima esta calurosa noche de mayo. El deseo de escapar del hastío y la rutina. Por eso cantas, indiferente y burlón, las noticias mientras tecleas ante el ordenador.



¶ Encontrado un esqueleto ¶ un esqueleto
sepultado en la basura ¶ en la basura
acumulada en un ático ?
¶ áático ¶¶
¶ocupado por indigentes ¶
indigentes ¶ indigentes. ¶Tralalá ¶ lá ¶

Ser redactor de crónica negra no anula la sensibilidad. No. Escribir sobre crímenes, catástrofes y desgracias ajenas no mata la sensibilidad. Tan solo la deforma. ¿A quién le impresiona en los tiempos que corren la imagen de una cabeza estallando, vista en el aparato de televisión a la hora de comer? A nadie. A casi nadie. La gente sigue masticando su filete de vaca como si tal cosa; sin que ello implique que sean monstruos despiadados y sin entrañas. Lo mismo te sucede a ti. Indiferencia. Llevas un lustro sentado en una silla, frente a la pantalla del ordenador, tejiendo mortajas para los más variopintos dramas. Al principio sí. Al principio sí que te conmocionaba que dos niños de siete y nueve años entrasen en un bar, pistola en mano, para robar la recaudación. Y se te revolvía el estómago cuando a un adolescente le clavaban una navaja mientras se divertía en una discoteca. Pero ya sólo se trata de palabras, de personajes más que de personas. Demasiados esqueletos hallados en los lugares más insospechados. Demasiadas ancianitas rompiéndose la crisma al pisar una caca de perro. Demasiados niños y niñas obligados a venderse por sus propios padres.
Son casi las once de la noche y aún te queda media página por redactar y maquetar. En el diario La Voz el presupuesto no alcanza para lujos. Es el periodista quien debe hacerlo todo. Absolutamente todo. Incluso inventarse la noticia si es que hiciera falta. África Prego, señora directora y sobrina predilecta del mismísimo dios, os lo ha repetido un millón de veces: si tienes que matar a alguien para poder escribirlo, lo matas y punto. Apartas de un manotazo una gruesa lágrima de sudor empeñada en descender por tu patilla izquierda antes de volver a la carga, esta vez con un asesinato.


- ¶El cadáver de Emilia Gómez
¶Gómez ¶Gómez ¶
fue hallado en la madrugada aa ¶
de ayer ¶ de ayer ¶ de ayer
en la Casa de Campo ¶


Describes la profesión de la víctima: prostituta. El modo en que la asesinaron: diecisiete puñaladas. Buscas la lista de sus posesiones. Aún cantando. A veces palabras enteras. Otras apenas una nota que se pierde entre los dientes. A ver lo que llevaba la víctima en su bolso. Billetes europeos y americanos. Dos papelinas de heroína. Un espejo. Aspirinas. Un libro...
¡Un libro de poemas! De repente, la lengua se niega a seguir musicalizando las palabras y el lagrimón de sudor se desliza sin impedimentos a lo largo de la patilla hasta alcanzar el cuello. No puede ser verdad. Planeas con la mirada sobre las otras mesas, la mayoría desiertas, de la redacción. Aterrizas en el fluorescente que zumba como un enjambre de mosquitos. Saltas hasta el rostro adusto de Rosa Aguilar, encargada de las noticias municipales. Vuelas a ras de suelo. Te estrellas contra la papelera desbordada por los folios arrugados y con un chicle rosa pegado sobre el borde de plástico negro. No es posible. Debe tratarse de una coincidencia. De una estúpida coincidencia.
-¿Qué sucede, Tigre? ¿Se te han acabado las pilas o es que has visto a un resucitado?
No, no has visto a ningún muerto viviente. Más bien a un vivo muriente. Haces un gesto inequívoco a Rosa Aguilar para que se meta en sus propios asuntos y regresas a la ventana del ordenador donde corren las noticias de agencia. El título del libro no figura por ninguna parte. Ganas de pedir peras al olmo. Marcas el número del depósito. Nadie responde. Enciendes un cigarro. Por fín alguien descuelga al otro lado de la línea.
-Quiero hablar con el Cojo.

El Cojo se llama Antonio Chirbes pero nadie le llama así. Hasta él se refiere a su propia persona como el Cojo cuando llama por teléfono.
-Hola, soy el Cojo.
Con un tirón seco abres el cajón del archivo. Ahí está, fiel y esperando, tu más vieja amiga. Desenroscas con una sola mano el tapón y bebes un largo trago. Ah, el bourbon. Que buen invento es el bourbon. Que magnífico invento. El mejor. La vida sin su ayuda sería algo difícilmente soportable.
-Antonio, soy Andrés.
-Ah, hola Tigre. ¿Te pasarás mañana por mi casa, no? Hay partida.
-Sí, ya sé que hay partida. Pero no te llamo por eso. Necesito que me averigües una cosa.
-Tú dirás.
-La puta que han matado en la Casa de Campo.
-Sí, está por aquí.
-De acuerdo, quiero saber el título del libro que tenía en el bolso.
-Llámame en quince minutos.
Vuelves a besar la boca de la botella. Sonríes a Rosa Aguilar. Maldices el ruido que hacen los tubos fluorescentes. Quince minutos. Quince interminables minutos. Mickey Mouse se ha apoderado de la pantalla del ordenador y lanza al aire un ridículo sombrero canotier que, indefectiblemente, cae en el centro de su orejuda cabeza. Quince minutos. Enciendes otro cigarro. Trece minutos.

Vuelves a marcar el número del depósito. Es el propio Antonio Chirbes quien se pone al aparato.
-¿Cojo?
-El título es Las Flores del Mal, de Charles Baudelaire. Ya sabes ese poeta francés tan exquisito y colgado. ¿Te dice algo?
Asientes con la cabeza. Apenas tienes fuerza para despedirte. Para despegarte del auricular. Las Flores del Mal, del “exquisito y colgado” Charles Baudelaire, “qui plane sur la vie, et comprend sans effort le langage des fleurs et des choses muettes!” Bingo.
Te había dado un nombre falso. Lógico. A nadie le gusta que su nombre salga en el periódico cuando se dedica a ejercer el oficio más viejo del mundo. Natalia. A ti te dijo que se llamaba Natalia. Sin apellidos. El tercer reportaje de una serie de trece sobre personajes marginales de la gran ciudad. Empezaste con un vagabundo, seguiste con un ladrón encerrado en Carabanchel, y a continuación te fuiste a la Casa de Campo en busca de una luminaria. Una puta. No es una palabra en exceso halagadora esa: puta. Sin embargo, esa era la profesión de Natalia, o Emilia, su modus vivendi, ser puta. Ser puta no está bien visto en el ámbito social. Ese es uno de los precios que hay que pagar. El otro no necesita de más comentarios y, en tu opinión, aunque duro, quizá no resulte tan terrible; es peor el primero.

Una puta muerta, pues. Una puta muerta más. Aunque no deberías estar tan sorprendido. Estaba escrito en la palma de su mano, ¿recuerdas? La línea de la vida se truncaba repentinamente y aparecía atravesada por una marca triangular. Ese había sido el origen de los reportajes. Comprobar si las líneas de la mano de trece desdichados se correspondían a la realidad de sus vidas. La inspiración vino una noche de insomnio y estuviste leyendo tratados de quiromancia durante meses. Cuando se lo propusiste a la directora le pareció una idea fantástica. Fantástica. Digna del gran Tigre Manjatan. Tú mismo. La estrella indiscutible de La Voz de Madrid. Cincuenta mil ejemplares de tirada y treinta empleados. Ser la estrella en semejantes circunstancias tampoco resulta demasiado difícil. Así que comenzaste a hacer fotocopias de manos. A poner cara de entendido cada vez que alguien te tendía la zarpa en un bar.
-Esa estrella en la Vía Láctea será tu perdición, muñeca.
Para ligar era un truco simple. Efectivo. A las mujeres les encanta escuchar lo triste que ha sido su pasado. Lo maravilloso que debería ser su futuro.
-La mano de espátula es de personas independientes y activas. Francamente me sorprende encontrarla en un funcionario impecable como tú.
-No tan impecable.
Sí, quizá no tan impecable, pero eso ¿qué más daba? Cuando te lanzaste al primer reportaje sabías lo suficiente para montar un tenderete en el Parque del Retiro. Ganarte la vida adivinándole a la respetable clientela el presente, el pasado, el futuro. Hasta el condicional.
Primero los ojos y luego la palma de mano. Podías hablar durante una hora sin temor a interrupciones. También es cierto que tú siempre has sido un tipo con labia. Con mucha labia. No vacilaste ni un solo instante al decirle al vagabundo borrachín que rondaba la Plaza Mayor, conocido por Pablito, que venía de una familia respetable y que, antes o después, volvería a regenerarse y tendría una vida larga, feliz y provechosa.

-Pero yo no quiero regenerarme.
No pudiste evitar la carcajada. Acabasteis compartiendo una botella de vino peleón sentados en la puerta del Ayuntamiento. Celosamente vigilados por un rechoncho policía municipal. A Marcial, el fotógrafo del periódico, le encantó tu iniciativa.
-Eso es Tigre. ¡Ríete! ¡Y ahora abrázale! Así, levanta la botella. Levantaos y apoyaos uno contra el otro. Espera, espera, otra, otra más.
Cayeron dos carretes en pocos minutos. Setenta y dos imágenes de las que luego se publicaron sólo tres. Muy buenas. Si tú eres la estrella del periódico Marcial, por lo menos, es la luna; quizá hasta el planeta Marte.
Con Natalia, para ti sigue siendo Natalia, los acontecimientos no se desarrollaron con tanta afabilidad. Accedió a dejarse fotografiar las manos y el cuerpo. No su rostro redondo, de ojos claros, enormes y algo abesugados.
-Que se vaya el fotógrafo. No quiero hablar delante de él.
Así que se fue el fotógrafo. Entonces comenzó a hablarte de la vida en un pequeño pueblo del sur. Los compañeros de escuela. El primer novio, que la dejó tirada con un embarazo de siete semanas. Hasta ahí nada especial. Una historia como un millón de historias. Un pececillo vulgar en la inmensidad del océano.
-¿A ti te gusta la violencia, verdad?

Lo habías visto en el monte de Júpiter, al final del dedo índice. Y también, admítelo, en la serpiente amoratada que le corría por uno de los flacos muslos. Alguien, un cliente o su chulo, le había pegado con un cinturón. Y aunque no lo hubieras visto lo obligado era inventárselo. Esa era la línea que imperaba en el periódico. Había que darle picante a los reportajes. Un poco de mordiente. Te quedaste de piedra cuando sacó un cuaderno de su maltratado bolso de piel marrón y comenzó a leerte unos versos de amor. Unos tristísimos versos de amor. No. A ella no le gustaba la violencia. Detestaba la violencia.
-¿Eres poetisa?
En vez de responderte sus azules ojos de animal acuático refulgieron con un brillo salvaje y te lanzó una extraña perorata.
-Si me sacases una navaja podrías obligarme a hacer lo que tú quisieras. Podrías ponerme a cuatro patas y pedirme que le ladrase a los coches como si fuese un perro. Podrías pegarme en la cara y en las tetas. Arrastrarme del pelo y escupirme en la boca. Y yo tendría que obedecer, claro, porque quien tiene la navaja tiene el poder. La navaja es el poder. La única ley.
-Estate tranquila. No llevo armas de ningún tipo, y aunque las llevase...
Te interrumpió sin dejarte finalizar la frase. Los ojos cada vez más pequeños y el cuerpo hecho un nudo que se estrangulaba a sí mismo.
-Sin embargo, cariñito, yo antes de obedecer a un cabrón así me dejo rajar. ¿Lo entiendes? Dejo que me saquen las tripas por la boca y que me echen como comida para engordar a los cerdos. Aunque tampoco te pienses que no iba a luchar. Sé muy bien donde está el punto débil de los hombres -hizo un gesto inequívoco- no he nacido ayer, y no me da ningún miedo apretar.

Quería asustarte, supones. Quería asustarte pero no lo consiguió. Más bien tuviste que refrenar el fuerte impulso de echarle el brazo sobre los hombros. Apretarla contra tu pecho. Repetir, suave como en una nana infantil:
-No pasa nada, pequeña. No pasa nada. Nadie va a sacarte una navaja. Relájate. Mataré a quien trate de hacerte daño. Yo voy a cuidar de ti.
“Yo voy a cuidar de ti”. Era mentira, desde luego. Tú no ibas a cuidar de ella. Lo cierto es que apenas sabes cuidar de ti mismo. Te defiendes. Te defiendes como gato panza arriba, igual que en la canción. Eso es todo.
Llevabas ya demasiado tiempo solo. Casi un año desde que Ana te dejó para casarse con un directivo de Tabacalera. No es que no te quisiera. Te quería. Tal vez hasta más que tú a ella. Pero había cosas que tú no ibas a darle. Cosas simples. Estabilidad. Una buena casa. Hijos. Comodidades. A los dieciocho años, cuando la conociste, eran matices sin importancia. Sutilidades. A los veintiocho aquellos pequeños detalles habían cobrado una relevancia capital. Así que estabas solo. Muy solo. Y frente a ti había una mujer, una bella y frágil mujer, casi una niña, medio desnuda en medio de la calle implorando un poco de afecto.

Habría sido fácil invitarla a subir al Chevrolet, llevarla a cenar a un pequeño restaurante con velitas en la mesa y música suave. Más fácil aún apoyar tu mano en su espalda y conducirla hasta tu dormitorio de solitario. No lo hiciste. No. Andrés Muñoz no es ningún idiota. Y al igual que Natalia, aún Natalia, no has nacido ayer. Era una prostituta. Sí, tú también tienes prejuicios sociales. Un saco de enfermedades. Los brazos cuajados de marcas de hipodérmica. Heroína. La implacable heroína. No necesitabas leer las líneas de la mano, las mentirosas líneas de la mano, para comprender que tenía los días contados. Aunque allí estaba para confirmarlo, el fatídico triángulo cortando el camino de la vida. Según algunos expertos, Lori Reid, Krystina Arcati, significaba cambio y adopción de una nueva forma de vida. Según otros, Alberto Menti, Sophie Sazalp, muerte violenta. En este caso habían acertado los segundos. Evidente.
-¿Qué ves en mis manos?
-Nada. La verdad es que soy un aficionado. Tendrás muchos amores y media docena de hijos.
-Ya.
Se te quedó mirando. Niña curiosa e indefensa. La linterna de sus ojos pasando por los más recónditos escondrijos de tu alma.
-Mira, te voy a regalar este poema.
Y te regaló un poema. Un pequeño poema delgado como sus blancos dedos de uñas rotas. Un poema que llevas siempre en la cartera y aún relees de cuando en cuando.

Dos días después regresaste al lugar del crimen. Al lugar de la entrevista. Dos días. Sólo dos días después. Habías pensado en ella muchas veces. Mientras entrevistabas a una mujer loca que daba de comer a los gatos de su barrio. Mientras traducías dramas a palabras en la redacción del periódico. Incluso cuando te lavabas los dientes o estabas sentado ante la hipnótica pantalla del televisor, revisando algún título de Billy Wilder o John Ford. Pensabas en Emilia, es decir, en Natalia. En las ásperas yemas de sus dedos. En sus pechos pequeños y perfectos. En las rayas rosa de sus labios contaminados. Hasta sopesaste la idea de pasar por caja. Ofrecer la tarifa de mercado a cambio de sus servicios. Son diez por un francés. Veinte por un polvo completo.
“Veinte por un polvo completo”. Qué barato, qué estúpidamente barato. Invitar a una amiga a cenar y un par de copas podía costar el doble. Y sin resultados posteriores garantizados. Pero a ti nunca te ha gustado pagar. Prefieres pensar que eres un chico guapo. Que las mujeres van contigo por mor de tu cara bonita. Quizá no tan bonita. En justicia un poco mofletuda.
Pero tampoco parecía inteligente tratar de conquistar a una belle de nuit, como las llaman los franceses. ¿Qué ibas a hacer si se enamoraba de ti? ¿Retirarla de las calles y robar farmacias para proporcionarle su dosis diaria? ¿Lavarte con lejía, por miedo a haber contraído una enfermedad, después de cada vez que la estrechases entre tus brazos?
Sin embargo, te empeñaste en regalarle un libro. Podrías alegar en tu descarga que cuando entraste en la librería El Aventurero estabas resacoso y triste. Aunque no es un gran pretexto. Tú casi siempre estás resacoso. Y con frecuencia algo triste. Al menos hasta que cae la noche. En cualquier caso lo cierto es que entraste en la librería, saludaste a tu amiga Anabel, y le pediste, con un amago de sonrisa, un ejemplar concreto. Muy concreto. No te valía ningún otro. En una servilleta de papel arrugada llevabas unos versos deshilachados y un pretendido título dos veces subrayado: La Flor del Mal. Natalia, la flor del mal. Una muestra del amplio ramillete recogido por el “exquisito y colgado” Charles Baudelaire en su más afamado poemario.
-Es para regalárselo a una chica que hace la calle, a quien entrevisté hace unos días.

-Lo quieres en edición bilingüe o en versión española.
Alzaste los hombros un poco desconcertado. Ni siquiera se te había pasado por la cabeza aquel detalle. Te pareció que Anabel te tomaba el pelo, que lo del bilingüismo estaba dicho con doble intención. Mira el Tigre, comprando libros para regalárselos a las putas. No debe de comerse ni un colín, el pobrecito.
-La que tenga las tapas más bonitas - respondiste, tratando de quitar importancia al asunto. Revoloteando alrededor de otros libros, como si tuvieras el menor interés en llevarte alguno.
Anabel entró en el almacén, reapareciendo a los pocos minutos.
-Me temo que me queda un solo ejemplar. Es de la editorial Edaf. La portada no es gran cosa.
No, no era gran cosa. La portada. Una rosa enorme y una chica flaca y muy blanca. Como Natalia. Pasaste por caja permitiéndote dedicarle una mirada larga y dura a la librera. Ella la sostuvo perfectamente. Había un deje de sorna en aquellos ojos oscuros y algo rapaces.

Buscaste acomodo en una de las terrazas de la Plaza Mayor. En busca de la inspiración que te permitiese completar los versos que ya tenías escritos en la servilleta. Fueron necesarias un par de horas. A tu alrededor deambulaban turistas tardíos, perdidos en el hermoso cuadrilátero construido sobre la laguna que fue la plaza. Las notas de un violín, interpretando “El Doctor Zhivago”, creaban un ambiente irreal. La música te transportaba a un mundo ficticio. Un mundo de película centroeuropea y bohemia. A tu izquierda los pintores callejeros, figurantes permanentes en aquel decorado, se echaban el aliento en las manos para combatir el frío creciente. Setiembre había terminado y octubre parecía decidido a mantener su fama de mes destemplado y algo cruel. El cielo, sin embargo, estaba despejado. No había una nube. Ni una sola nube. Excepto la que formó la leche al caer dentro de tu taza de té.
-Está bien así, gracias - paraste al camarero -. Y tráigame también una copita de coñac.
Ciento veinte minutos y tres copas de coñac después te diste por satisfecho. Abriste el libro. Forzaste su cubierta para que se mantuvieran las páginas abiertas y comenzaste a copiar.

“Voy por la calle
sin nada buscar
sobre la acera
flota una flor del mal.
Me acerco muy despacio
vértigo de tocar
sus caderas de alambre
sexo de celofán.
Dos ojos de diamante
cortan la realidad
Hermoso cuerpo flaco
ingrávido cristal.
Mi mano en su mano
sucederá jamás.
Buceo en sus pupilas
doble abismo letal.

Hundido entre sus labios
mejor no despertar.
Aroma que me embriaga
perfume animal.
La flor del mal.
La flor del mal
La flor del mal.”

Seguro que no era tan bueno como los del exquisito, y colgado, poeta francés pero tú te sentías razonablemente orgulloso del resultado. La prueba es que, días más tarde, lo pasaste a la aparente inmortalidad del ordenador. Prefieres la prosa. Es lo tuyo. Si los dioses son tan generosos como sería de desear, alguna vez te permitirán escribir una gran novela que venderá un millón de ejemplares..., y otro millón. El cuento de la lechera. ¿Has oído hablar del cuento de la lechera? Sí, hombre. Ese de la niña que va pegando alegres saltitos camino del mercado con un cántaro de leche sobre la cabeza. Y va haciendo cábalas, la niña. Cuando venda la leche compraré una gallina. La gallina me dará huevos. Con el producto de los huevos me compraré una vaca (¿o era un burro para arar?) La vaca, si encontraba al toro de sus sueños, tendría terneros. Además, daría leche. El principio de un imperio. Casas, terrenos, árboles frutales, acciones de las más prestigiosas compañías, un avión particular. Pero ay ay ay. A la niña se le cayó el cántaro, estallando en mil pedazos. El final de una próspera multinacional.

Eso mismo te sucede a ti. En tus múltiples intentos novelísticos pocas veces has llegado a escribir la palabra fin. Sólo la última vez no tuviste problemas para completar la obra. Quizá lo conseguiste porque era casi un encargo. Un trabajo comercial que, contra tus propias expectativas, se está vendiendo bastante bien. Pero un poema es diferente. Basta un poco de inspiración sin apenas transpiración.
A Emilia le gustó. Vaya si le gustó. Parecía que iba a volverse loca cuando bajaste de tu bonito Chevrolet Corvette y se lo entregaste envuelto en la mejor de tus sonrisas. La mejor de tus sonrisas. Maldito embaucador.
-Es un libro. ¿Para mí? ¿De verdad es para mí?
-Claro. Pero ábrelo. Te he escrito unas cuantas palabras dentro.
No podías esperar a que ella misma descubriese tus versos. ¿No podías, verdad? Tenías que violar el aire con tu acariciadora voz de locutor de radionovelas.
Natalia leyó el poema. Y lo volvió a leer. Y aún lo volvió a leer. Haciéndose a cada lectura sucesiva más pequeña, más pequeña, más pequeña. Tan pequeña. Cuando levantó la cabeza casi era la niña que jugaba y reía con sus compañeros de instituto en un ignoto pueblo del sur.
Enfrentó a los tuyos sus abesugados ojos verdes, al borde del agua.
-Verás, ya sé que soy un poco fría, y no me araño la cara ni ná de la emoción. Supongo que tú esperabas eso ¿no? Que me pusiera a pegar gritos como una loca y tratara de arrancarte la ropa y besarte.

Te confundía con un cantante de pop-rock, indudablemente. A tu entender eran los únicos obligados a sufrir semejantes ataques de amor histérico por parte de sus fans. Sin duda Natalia había pensado que se trataba de la letra de una canción.
-Pues sí - respondiste con un deje bastante chuleta - me esperaba algo así. Un poco de emoción por tu parte. Que te desmayases al menos.
Pareció desconcertarse, y el libro le tembló entre las manos tan frágiles. Pero le bastó un breve paseo por tu sonrisa para comprender que bromeabas y enseguida reaccionó pegándote un codazo en las costillas que ni siquiera sentiste.
-Me gusta mucho. Nunca me habían escrito ná. Bueno, yo sí que me hago poesías a mí misma. Montones. Ya te enseñaré alguna si quieres. Hay una en la que soy un pez espada rodeado de sardinitas con un anzuelo dentro. Y otra en la que soy una estrella de esas que caen hacia la tierra, una estrella...
Hizo un gesto con el brazo.
-Una estrella fugaz.
-Eso es. Estrella fugaz. Así la titulé. Es lo que soy yo: una estrella. Una estrellada estrellita fugaz.
Soltó una risita nerviosa. Parecía incómoda. No tanto como lo estabas tú. ¿Cuál era el siguiente paso? ¿Qué hacías ahora? ¿Estrecharle muy caballerosamente la mano y salir corriendo? ¿Invitarla a cenar? ¿Darle dinero para que se desmembrase ante ti?

La policía te ahorró el esfuerzo de tener que tomar una decisión. La policía, sí. No es que ahora se dediquen al alcahuetismo. Ni a lanzar flechitas como Cupido. Se trataba de una redada. Las lecheras lanzadas a toda velocidad entre los árboles que rodean el lago, con las luces azules refulgiendo cual naves espaciales en una invasión extraterrestre. Encuentros de caza en la tercera fase. Tendría que haber aparecido Steven Spielberg para filmarlo. Gritos y confusión. Carreras enloquecidas. Tome los mandos de la nave, capitán, yo me voy tras el cañón, a destruir maleantes a golpe de láser.
Las chicas medio desnudas volaban hacia vosotros. Aullaban los motores. Voces masculinas tratando de imponer orden. El fin del mundo. Próximo e inevitable.
-Vamos, vámonos. ¡Vámonos de aquí, rápido! Vamos, no te quedes ahí parada.
La empujaste hacia el Chevrolet. La llave de contacto entrando precipitadamente en la ranura. Estabas protegiéndola. No pensabas que fueses a hacerlo nunca pero estabas protegiéndola. Habrías dado tu vida por sacarla de allí. Sin pensarlo. Es algo genético. Cuestión de carácter. Tu padre es igual. Quizá por eso ha tenido tantos problemas a lo largo de su vida. Tampoco es que tú seas un eterno ganador.
Un coche zeta trató de cortarte el paso. Lo esquivaste con un decidido volantazo. Te dio tiempo a pensar que podrían tomar tu número de matrícula. Pero eso ya lo resolverías en su momento. Hundiste la blanca zapatilla deportiva en el pedal. Tu bestia mecánica afeitando el asfalto, borracha de revoluciones y sonidos estridentes. Tan eufórica y feliz como un robot pueda llegar a estarlo. Ah, las máquinas. Las máquinas y el bourbon. Cosas a las que se puede entregar el corazón sin temor a ser rechazado. Burlado. Desdeñado. Vamos, no te distraigas, acelera. Rápido. Rápido. Más rápido. Hay que alcanzar la M-30 a cualquier precio.

Al Chevrolet le hacían chiribitas los faros cuando cruzó derrapando dos carriles y se incorporó al tráfico algo lento, pero fluido y protector, de la autopista de circunvalación.
Acabasteis tomando tortitas con nata en el Vips de Princesa. Ella dijo que no quería nada pero tú insististe, continuabas empeñado en cuidarla; estaba tan delgada.
-¿Qué piensas tú de la enfermedad esa de la que tanto hablan?
-¿Qué enfermedad?
-Esa que dicen que coge a todos los que nos pinchamos.
Sabía de sobra de que hablaba, pero prefería hacerse la tonta. De ese modo el listo tendrías que ser tú.
-¿El sida?
Asintió con la cabeza. Una cabeza algo grande para un cuerpo tan pequeño. Te habría gustado responder que no, que la enfermedad “esa” era una mentira, un invento de la administración para evitar que las personas jóvenes se divirtiesen y se quedasen en casita delante del televisor sin follar ni drogarse. Te habría gustado, al menos, poder responderle que bueno, que sí que existía, pero que tomándose un par de aspirinas se pasaba, que no tenía tanta importancia como asegurabais los periodistas. Pero no podías hacerlo. No podías. Entre otras muchas cosas porque tu hermana mayor había sido una de las víctimas de “esa” enfermedad, que la había expulsado irremediablemente del mundo con solo treinta y dos años. Sí, ahora había pastillas, tratamientos, puñetas. Lo que fuese. Pero continuaba siendo la gran plaga. La peste, la maldita peste del nuevo milenio.

-¿Tu crees que yo la puedo tener? A veces no me encuentro muy bien ¿sabes?
-Todos nos sentimos mal de vez en cuando.
Justamente tú en ese momento. Innecesario ir más lejos. Pero había que mantener el tipo. A mal tiempo buena cara. Natalia te regaló como premio una tímida sonrisa.
-¿Puedo pedir más de esto? Está buenísimo.
-Te puedes comer las existencias del restaurante si ese es tu deseo.
Qué poco alcanza nuestra capacidad de hacer milagros. A invitar a una pobre muchacha a comer tortitas con nata. O a ayudarla a escapar de una redada de la policía. Nunca mucho más lejos.
No fuiste capaz de invitarla a tu casa. La simple mención de la enfermedad había bastado para despertar mil fantasmas dormidos. Tenías miedo de abrazarla. Terror de besarla. Pensar que pudiera revolcarse en tus sábanas te hacía empalidecer. Pero tampoco deseabas desandar lo andado y volver a dejarla donde la habías encontrado. Se había puesto una faldita de terciopelo negro y una blusa de flores sobre la ropa interior roja y transparente -su uniforme habitual de trabajo-, y parecía aún más frágil y vulnerable.
-¿Me acompañas a pillar? Conozco un camello aquí cerca, en Gaztambide. Tiene el quiosco abierto día y noche. Cuando hace bueno es él quien pasa a vernos, pero en cuanto empieza el frío hay que ir a su casa. Si en dos o tres horas no me meto nada empezaré con el mono, ya sabes.

Sí, ya sabías. Habías visto a tu hermana enloquecer, retorcerse, llorar, y hasta amenazaros a ti, a tus padres y a tus hermanos, en repetidas ocasiones. Cuchillo de trinchar carne en mano. Marta, en el dormitorio de tus padres. Sin expresión en la mirada. ¿Capaz incluso de mataros?
Alegaste un compromiso, una visita que tenías que hacer relacionada con el periódico. Trabajo. El trabajo siempre tiene prioridad. Lo justifica todo. Lo hace perdonar todo. El santo trabajo.
Su desilusión era evidente. No sirvió para atajarla el billete que deslizaste entre sus piernas frías y delgadas. Necesitaba un hombre. Un hombre a su lado. No dinero para coger un taxi. Tampoco la mueca afectuosa de unos labios. Ni la promesa de que pasarías un día de esa misma semana para enseñarle las fotos que Marcial le había hecho. O simplemente para charlar.
-¿De verdad que vas a pasar?
-Te lo prometo.
Prometer es fácil. Tres palabras. Expresión de buen chico. Ya está. Sin más complicaciones. A continuación te largas y cuando llegue la hora de cumplir la promesa, ya se verá.
Esa noche te sumergiste en bourbon. Ay, amor. Un largo tras otro en la acogedora piscina del alcohol de alta graduación. Lo mismo que acabarás haciendo hoy. Lo mismo que hiciste ayer.

Notas el rostro empapado en sudor. En el cajón no queda ni una sola servilleta. ¿Qué más da? Utilizas la manga de la camisa. La camisa. Si te la quitases ahora y la escurrieses podrías llenar un vaso con la transpiración de tu dolor. Tienes que terminar la página. El periódico no admite sentimentalismos. Imagina la cara de la sobrina de dios si le dices que el asesinato de una prostituta te quitó las ganas de trabajar. Regresas a las noticias de agencia. Escribes deprisa. Sin humor. Sin cancioncitas improvisadas. La única música reinante es la producida por el zumbido del tubo fluorescente. Tus manos son grandes, blancas y feas bajo la intensa luz del fluorescente. Giras la derecha y observas las rayas dibujadas en la sudorosa palma. Tu mano. Has mirado mil veces tu mano. Exacta a uno de los modelos del libro de Sophie Sazalp. La línea central larga y muy marcada. Una vida larga, próspera y feliz. Feliz. Sí. Cierras la mano con fuerza. Los nudillos tornándose blancos. Una vida larga. Próspera. Feliz.

Copyright, Javier Puebla 2008 (este relato fue, en su momento, el primer capítulo de la segunda versión de la novela TIGRE MANJATAN, publicada en octubre de 2008 por Algaida Ediciones, Grupo Anaya).

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