PRÓLOGO DE:
El Hassane Arabi
Tánger o Tingis, ciudad
mítica, testigo de grandes civilizaciones de la humanidad,
ha logrado conservar su hechizo, su magia y su misterio
escondido a través de los siglos. Si Marruecos para
los occidentales ha representado especialmente la proximidad
africana, Tánger es la ciudad más occidental
de Oriente y a la vez la ciudad más oriental de Occidente.
Ciudad de la mitología de Hércules, de viajeros
aventureros como Ibn Batuta, de traficantes, de vicios,
de fenicios, cartagineses, bizantinos, de moros y cristianos,
de bohemios, de artistas, y de escritores, no en vano, es
conocida entre los marroquíes como El Kelba, la perra
o ciudad del diablo.
La internacionalización
de Tánger a lo largo de la primera mitad del siglo
veinte, hizo de esta ciudad un espacio cosmopolita donde
coexistieron diversas culturas, divisas, lenguas, religiones,
todo sin estorbar lo uno a lo otro. En el Tánger
internacional se podían vivir muchos ambientes en
una misma tarde: rezar en una mezquita musulmana, asistir
a una obra de teatro de cualquier autor occidental, tomar
un té en el Café de France, en pleno Bulevar,
incluso asistir a una corrida de toros.
Sin embargo, este ambiente
que reinaba en Tánger era ajeno a la mente de sus
vecinos inmediatos de la orilla norte del Mediterráneo.
Para ellos, Marruecos es tierra de moros con todo lo que
conlleva ese concepto en el imaginario español. A
pocos kilómetros de la costa tarifeña está
el moro, de dudosa reputación. Es difícil
cruzar el Estrecho y estrechar la mano a un tangerino, un
fassi, un marrakechí o un berkaní. Una imagen
negativa heredada a través de los siglos, seguía
predominando en la mayor parte de la población de
la Península, que hacía imposible un acercamiento
y una relación, basadas en el respeto mutuos.
Dicho miedo y desconfianza en los vecinos del sur, persiste
lamentablemente hasta nuestros días, y pocos son
los que realmente han podido vencer los prejuicios y emprender
un viaje en solitario para descubrir otro mundo, ni mejor
ni peor, sino diferente y fascinante por su riqueza cultural
y la filosofía de su gente. Muchas de las cosas que
pasan en Marruecos y que son de uso normal en aquellas tierras,
son conceptos inconcebibles e incomprensibles para el occidental.
Muchas de las historias que se escuchan en la península,
no provocan la misma sensación que en Marruecos.
Por eso me impactó mucho oír de la boca de
F.M que tras haber viajado por varios países europeos
acompañado de su inseparable biblioteca musical,
siempre había tenido la misma sensación. Sin
embargo, en Marruecos percibió algo distinto: aquella
música y aquella voz sonaban diferentes. No hay lugar
a dudas que la noción del tiempo, del espacio, de
los usos y costumbres, de la luz clara que reina en el cielo,
de las sonrisas de las mujeres, del tacto humano y amigable
de las personas, provocan sensaciones diferentes.
Dichas sensaciones han sido
la causa fundamental de que muchas personas, artistas en
general y escritores en particular, se queden atrapados
para siempre, condenados a vivir en Tánger para luego
cantar sus virtudes y defectos y, en definitiva, eternizarla
en sus trabajos. No voy a hablar de todos los que llegaron
a Marruecos y prefirieron quedarse a vivir allí,
porque la lista sería interminable, pero si mencionaré
algunos ejemplos recientes de personajes que fijaron su
residencia en el Mogreb a fin de encontrarse a sí
mismos y, por consiguiente, conseguir esta paz interna que
todos los seres humanos buscamos. El francés Jean
Genet en Larache, el americano Paul Bowles y el guatemalteco
Rodrigo Rey Rosa en Tánger, el español Juan
Goytisolo en Marrakech, entre otros, son sólo unos
ejemplos de intelectuales que cambiaron su tierra natal
por otra ajena. Piensen sólo por un minuto, ¿por
qué será? El secreto está en el atrevimiento
y la valentía de cada uno, en emprender un viaje
solo, cruzando el Estrecho sin estar armado de prejuicios
y tópicos que puedan perjudicarle. Eso es precisamente
lo que hizo F. M, venció sus prejuicios comprando
un pasaje para Tánger, donde desembarcó sin
saber lo que se iba a encontrar, cosa que ni siquiera preguntó.
Antes de despedirme he de
decir que la publicación de estos relatos es una
prueba rotunda de que Tánger no quedará huérfana
de escritores que graben eternamente su nombre y cuenten
sus anécdotas cotidianas. No hace falta mucho esfuerzo
para descubrirlo, basta con tomar un té en el bulevar
y contemplar los movimientos de las siluetas humanas. Enseguida
descubrirás que algo distinto pasa por sus calles
que es interesante contar. Creo que es una gran suerte que
haya aparecido alguien recogiendo tales testimonios, en
ausencia de los que por cualquier circunstancia, ya no pueden
hacerlo.
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