INFANCIA
Resulta, Javier, que mi niña es una muñeca
que me encontré en la rambla,
traída por el agua, abandonada en un pedregal. No llevaba
bragas ni zapatos,
tenía el ojo izquierdo algo más entornado que
el derecho y su pelo parecía
un nido de grajas. Tuvo que ser de buena familia un día
o así me lo pareció.
¿Te llamas Lucía?, le pregunté. No me contestó,
nunca lo ha hecho. Ahora
Lucía me mira desde encima de mi armario ropero, agradecida
por haberla
devuelto a la vida. Sonríe, no ha dejado de hacerlo nunca,
incluso sonreía
esturreada en las piedras aquella tarde gris. De ella aprendí
que se puede
estar medio muerto y sonreir. De ella aprendí que se
puede ser una muñeca y
tener más vida de la que te han encomendado.
Quiero decirte con ésto, Javier, que ésta niña
me acompañará a lo largo de
éste periplo, y yo seré la encargada de hacer
que su corazón de plástico
lata, como ella hizo con el mío cuando la encontré,
con apenas seis años de
edad, y esque me empezó a bailar en el pecho como una
peonza y cada vez que
la miro me vuelve a bailar, porque su eterna sonrisa de goma
me recuerda que
no hemos crecido ninguna de las dos.
LÁGRIMAS DE PLÁSTICO
Esta tarde llovía y vino un niño a casa, un diablillo
inquieto al que temo
porque cuando viene no queda títere con cabeza, aunque
temo más a Gloria, su
madre, porque no es capaz de sujetarlo. El niño se encaprichó
de un oso de
peluche gordito que tengo al lado de Lucía. Su misma
madre se subió a un
taburete sin decir ni media y le concedió el deseo. Lucía
me miró y yo la
miré a ella.
Hice café. Charlamos Gloria y yo un buén rato
y al cabo volvimos a la
habitación para ver qué hacía el mocoso.
Había vaciado al oso. La habitación
estaba llena de bolitas de corcho blancas que se movían
con el aire. Miré a
Lucía y por primera vez en mi vida, le ví rodar
unas lágrimas cara abajo.
Gloria me dijo que debía tapar la gotera del techo, que
estaba empapando a
mi muñeca, pero Gloria no sabe que mi muñeca es
una niña que llora cuando
alguien descuartiza a su mejor amigo.
No podréis creerme
No podréis creerme si os digo que a
Lucía le han quitado un brazo. A mi
niña, sí, a mi niña de carne y hueso. La
que me escucha con los ojos de hito en hito. No ha sangrado,
es extraño. Seguro que no me creéis. Tampoco ha
llorado, o yo no la he oído. Tampoco me creéis,
pero a más de uno de vosotros seguro que alguien os arrancó
del pecho el corazón (y ya es difícil arrancar
de un pecho un corazón) y no sangrásteis ni, probablemente,
llorásteis. ¿Por qué os extrañais
entonces de que a mi niña le haya arrancado un brazo
mi hijo?. Estaban jugando, despues se lo ha devuelto. ¿Os
han devuelto a vosotros acaso el corazón?
LA NIÑA PERDIDA Y HALLADA
EN EL TEMPLO
Cuando yo tenía tu edad, Lucía,
también me perdí. Dicen que todos los niños
se pierden alguna vez a lo corto de su infancia. Llamaron a
la guardia civil, pero no me encontraron. No me hubiera encontrado
ni siquiera la Cia, porque era imposible dar conmigo en donde
estaba. Fué mi madre quien, viendo que anochecía,
se encaminó desesperada a la iglesia a pedirle a Dios
que le devolviera a su hija. Hincó sus rodillas delante
del sagrario y a pesar de ser una mujer delgada, casi hunde
el templo con el peso de su fé. Apenas le dió
tiempo a dirigirse al padre cuando yo le toqué en el
hombro. Allí estaba su milagro concedido antes de que
abriera la boca. Dios siempre ha tenido con mi madre una atención
especial, Lucía, será porque se siente mal al
haberla hecho padecer tanto.
Yo, en cambio, llevaba más de seis horas pidiéndole
al creador que me devolviera a mi padre al que habíamos
enterrado hacía diez días, por eso estaba allí,
amiga mía, por eso estaba allí. La guardia civil
no hubiera buscado a una niña de ocho años en
una iglesia, no es propio de los niños irse a ponerle
los puntos sobre las íes al de arriba. Te aseguro, Lucía,
que si El hubiera querido me devuelve a mi padre, como devolvió
a Lázaro hace más de dos mil años cuando
ni siquiera había tantos adelantos, pero quizá
me faltó la fé que a mi madre le sobraba. Si ella
se lo hubiera pedido... pero peca de prudente y de resignada
y no quiso ponerlo en el aprieto más grande de su historia
a pesar de hacerle tanta falta, con seis hijos, el mayor de
diez años, embarazada del menor, sin un duro en el bolsillo,
sin trabajo, sin fuerzas, con una tristeza infinita, doblada
de angustia. No quiso, Lucía, no quiso ponerlo en ese
aprieto, pero mira que Dios no caer en la cuenta de devolvérselo,
también tuvo cuajo.
Lucía, te digo todo ésto porque ahora que te me
has perdido le voy a decir a mi madre que le diga a Dios que
te encuentre, porque yo no tengo por desgracia tanta amistad
con el padre, ni mi fé hunde un templo cuando lo piso,
ni peco de prudente y de resignada como peca ella. De todos
modos, si te encuentro, las gracias se las daré a mi
madre, que a Dios lo conozco menos.
Caperucita:
Caperucita- Abuela, vaya orejas más
grandes que tienes. Y vaya dientes,
abuela...
Abuela- Tú también eres bastante fea, guapa.
Caperucita- Perdón, creía que eras el lobo.
REYES MAGOS
Lucía, tú mejor que nadie sabes
que los reyes magos existen. A tí te
trajeron ellos y te pusieron encima de la mesa de mármol
de la cocina. No sé
quién ha corrido la voz de que son los padres, allá
ellos. Incluso en un
curso de relato breve que estoy haciendo me han encargado un
cuentecito en
el que tú descubres que no existen, Lucía, y lo
estoy escribiendo pero me
niego a hacer esa afirmación, porque es lo único
que me da fuerzas para
llegar a otro año con alegría, y no solo creo
en los reyes magos, también
creo en las niñas de plástico que traen y colocan
encima de las mesas de
mármol de las cocinas.
"Canción de cuna para una
madre"
Lucía, la oscuridad es mágica,
tiene el don de no distinguir una choza de un
palacio. Así deberíamos ser todos, como la oscuridad.
Escucha, te voy a
cantar una canción para que se la tararées a mis
nietos, enséñales, por si
acaso lo tienen todo, que cuando la luz se apaga, desaparece
el mundo por
completo y lo mismo dá tocar oro que barro, mármol,
que cartón. La
oscuridad, Lucía, es un milagro.
En una habitación con dos camitas,
pasábamos la noche conversando.
Guardábamos la ropa en unas cajas.
Algún día, compraremos un armario.
-Apaga ya la luz, decía mi madre,
así ocultamos niña, la pobreza
y vamos a jugar a imaginarnos
que ésta es la habitación
de dos princesas.
-¿No ves?, decía mi madre convencida,
-la oscuridad, pequeña, es un milagro,
en la pared de enfrente, vida mía,
al apagar la luz creció un armario.
Y yo me imaginaba cien vestidos
colgados de cien perchas mentirosas.
Y yo todas las noches con mi madre,
era la dueña de todas las cosas.
Y yo, que siempre he sido tan ingenua,
gocé de aquellas noches lo indecible,
ninguna diferencia separaba
lo más grandioso de lo imprescindible.
Por eso, cuando alguien me pregunta
quién es mi madre, digo: una princesa.
La gente que conoce donde vivo
me dice que he perdido la cabeza.
Juguemos otra vez a lo que somos,
apaga ya la luz, hijita mía.
Ojalá que la noche se detenga,
ojalá que nunca más se haga de día.
Y si esque amaneciera, princesita,
entonces, jugaremos a inventarnos
que somos una madre y una hija
que guardan su ropita en cajas de cartón.
El armario que crece en la oscuridad de mis
noches, es donde te tengo a tí
posada, Lucía. Háblales a mis nietos desde allí
encima, cántales ésta
canción de cuna para una madre.
ADOLESCENCIA
Borrachera:
"Me gustas cuando bebes, porque estás
como ausente..."
Se equivocó Neruda, Lucía.
Por cierto, no dejas de sorprenderme, plastiquillo indomable.
Desde que te
has puesto las pilas, que Dios me ampare. Has salido del armario
y no te
recoges. Me han dicho que te han visto de jarana, bailando como
posesa, sin
expresión en la cara, dando vueltas por un tablao como
si tuvieras sangre en
las venas. ¿Y no sería alcohol, Lucía?
Mira que desde que te has puesto las
pilas...
(he aprovechado el cuento de May en el que
dice que mi muñeca está de fiesta
para hacer éste)
Adolescencia:
Escribí mi primer poema en la tapa de
cartón gris de mi libreta de lengua.
Tenía siete años y allí se me acabó
la libertad. Ese día y no otro, mi niñez
se hizo añicos. Se evaporó, se apagó, se
escondió, se derrumbó, se deshizo,
se ahogó, explotó, reventó, se pudrió.
Se fue donde se va todo lo que se
acaba, no me preguntéis a dónde, pero nunca más
supe de ella. La poesía es
culpable, es lo único que puedo deciros, culpable de
arrebatarme la niñez.
¡Qué paradoja!. Ese día fuí mayor
para siempre. Ya no quería hacerle coletas
a mis muñecas, quería hacerles poemas. Ya no quería
que mi abuela me contara
cuentos, quería ser yo un cuento. Ya no quería
mancharme de tierra, quería
ser tierra. Ya no quería ser niña, quería
ser poeta. ¡Qué paradoja!. La
poesía es culpable de todo. Bendito sea el que nunca
ha escrito, porque es
un hombre libre, que viaja sin bolígrafo y papel, que
duerme, que descansa,
que mira a la luna sin tener que ser luna, que huele una flor
y no necesita
escribir su aroma, que mira cómo rompen las olas sin
convertirse en espuma.
Que anochece, y en él no se hace oscuro. Los niños
no escriben poemas.
Bendito sea el que nunca ha escrito, porque de él es
el reino de los cielos.
Psicólogos, Psiquiatras, pensadores, estudiosos, todos
se preocupan por
darnos una noción aproximada de cuándo acaba la
niñez para darle paso a la
adolescencia. Se lo digo yo. La niñez acaba cuando uno
escribe su primer
poema. Y punto. Entonces se abre la tierra y se traga tu libertad.
La poesía
es culpable de todo. Y punto.
Ayer vino mi hermano a casa, le chocó ver a Lucía,
esa niña tan antigüa que
rescatamos de una rambla. La alcanzó y comenzó
a trastearla. Le ponía y le
quitaba, le hacía y le deshacía, pero yo estaba
en mis quehaceres y no le
puse atención. Al cabo de un rato vino con Lucía
a mi cuarto y me dijo:-
Todavía funciona, sólo era cuestión de
pilas. Pulsó un botoncito que tenía
escondido en la espalda y Lucía dijo:
"Soy una muñeca tierna y presumida, si me das un
beso te entrego mi vida".
Me quedé en silencio. Mi hermano volvió a pulsar
una y otra vez el botón y
Lucía repitió una y otra vez su estribillo.
Tu primer poema, Lucía. ¿Sabes lo que eso significa?.
Acabas de entrar en la adolescencia. Y punto.
Quisiera despedir éste curso al menos. No me ha sido
posible estar con
vosotros lo que hubiese querido. El trabajo y, en general la
vida, me han
robado éstos días el brillo de los ojos.
Dice Pablo Neruda que muere lentamente quien evita una pasión,
quien
prefiere los puntos sobre las "íes" a un remolino
de emociones, justamente
las que rescatan el brillo de los ojos. La vida está
llena de instantes que
rescatarían el brillo de nuestros ojos si un tribunal
académico no hubiera
deliberado que locura y cordura eran antónimos. Ahora,
es muy posible que
algunos de nosotros tengamos que morir totalmente cuerdos. Psicólogos
y
psiquiatras se esfuerzan por traer a camino a los pocos que
logran saltarse
a la torera la cordura, pero yo echo de menos desde hace años
a un doctor en
locura, alguien que me hubiera explicado en su momento que la
pena es más
llevadera si se disfraza de colores, que tomarse un biberón
de leche en la
cama no tiene edad, que no siempre se escriben con mayúscula
los nombres
propios y que la hora del recreo no tiene por qué ser
más corta que la de
matemáticas. Echo de menos a un profesor que me hubiera
preguntado en los
exámenes el nombre de aquella señora que limpiaba
el colegio y que tan
desapercibida pasó por mi vida porque nadie me enseñó
a darle la más mínima
importancia. Un profesor loco que me hubiera quitado esa manía
tan cuerda de
no saludar a quien no conozco, que me hubiera enseñado
a saltarme las
reglas, no sé, haberme enseñado a hablar sola,
porque echo de menos
comunicarme conmigo en voz alta, que me hubiera enseñado
a bailar como si
nadie me viera y a callarme cuando sabía una pregunta,
porque los cuerdos
son tan aburridos que responden siempre cuando algo saben. Un
profesor, un
licenciado en chiflados que me hubiera sabido rescatar el brillo
de los
ojos. De que uno se da cuenta, tiene la mirada tan opaca que
hasta la muerte
es inútil. El brillo de los ojos se rescata dando un
beso espontáneo en la
mejilla a quien lo merece y llamando a ese chico que nos gusta
para decirle
que no aguantamos hasta el domingo. El brillo de los ojos se
rescata cuando
hacemos aquello que nos viene en gana, qué se yo, cerrando
los diálogos de
Platón si nos aburren para leernos un tebeo, cenando
de día y desayunando de
noche, pidiéndo un gin-tonic cuando lo correcto sería
un té, porque lo que
me apetece es un gin-tonic con mucho limón exprimido
y bien cargado. Es
demasiado aburrido el mundo de los cuerdos, que tienen la vida
llena de
normas y de horarios y que no son capaces de dar unas palmadas
de más en esa
función que tanto les ha gustado. Los cuerdos tienen
envidia de los locos
porque ellos siempre tienen en la boca ese grito que les desahoga
de su pena
y porque no les importa saltar en medio de la calle para mostrar
su alegría,
ni les importa inventarse que son hijos de Napoleón para
sacar a los cuerdos
de su aburrimiento. Los locos son las únicas personas
a las que la muerte
encontrará vivos cuando vaya a buscarlos, al resto nos
dará de lado y
viviremos siempre evitando pasiones, poniendo los puntos sobre
las "íes",
viendo blanco lo blanco, muriendo lentamente, desechando emociones,
justamente las que rescatan el brillo de los ojos.
Un beso muy fuerte.
Los
Relatos de LA TRIPULACIÓN
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