INFANCIA
La muerte de Kiko, el periko
A Rulo le regalaron un periquito. Era verde y molesto. Muy molesto.
Y muy verde. El día que su madre lo encontró muerto
en el fondo de la jaula, lo tiró a la basura para evitar
que el niño lo viera. Cuando Rulo llegó su madre
le dio la mala noticia: Kiko ha muerto, hijo mío. Rulo
miró la jaula, fue al cubo de la basura, lo sacó,
lo miró y volvió a meterlo bajo la cáscara
de plátano. Luego se puso a merendar.
Nus, el babas.
El primer recuerdo de Rulo es como se le tiro encima Nus, un
enorme, baboso bóxer tontainas, al que no se le ocurrió
mejor idea que acercarse -meneante de alegría- al cochecito
para lamerle la cara. Los perros son tan idiotas que no diferencian
entre los seres humanos que les odian y los que no. El pobre
Nus aprendió esa mañana, que "niño"
no es solo sinónimo de bondad, y que un humano enano
puede convertir un beso de amor en algo realmente doloroso.
Nunca supieron sus padres si Rulo se comió el trozo de
morro babeante que le falta al bueno de Nus en la cara.
Nus, el mocos. (Unpluged)
Las cariñosos mocos de Nus le estaban poniendo la cara
perdida. Cualquiera hubiera llorado, pero Rulo esperó
a que esa demostración unilateral de amor idiota terminara.
Nadie encontró nunca el trozo de morro babeante que le
falta al bueno de Nus en la cara.
La luz rosácea
Eran los primeros días de vida y Rulo seguía añorando
el senovial. Barras cromadas, flores malolientes, tubos transparentes
y poco más en este nuevo mundo. La luz se hizo al tercer
día. Mamá se desabrochó el camisón
y se la enseñó. Grande y redonda. A Rulo le cambió
la cara, babeó y se colgó de aquello. En todos
los sentidos se colgó. Ad eternum se rayó.
El lobo
Rulo escuchó atentamente. Al final fue
su abuela la que se quedó profundamente dormida sin poder
terminar el cuento. El niño no pegó ojo en toda
la noche. De madrugada, le quitó las trenzas doradas
a la muñeca de su prima Diana y se las puso debajo del
chubasquero rojo de la niña. Agarró una estaca
y se alejó en dirección al bosque. En el primer
cruce de caminos de la pinada se paró, se sentó
junto a unos matorrales y esperó.
Las horas pasaron y a Rulo se le empezaban a pegar los párpados.
La idea de que el Lobo se lo encontraría dormido y que
fuera fácilmente engullido le impelía a volverlos
a abrir. Pero el sol de verano trepó implacable por encima
de los árboles y se asomó por sus copas para calentarle
la cabeza y hacerle caer por fin rendido. Y hete aquí
que acertó a pasar por el lugar Don Braulio, vecino de
los Kardo, que al ver al pequeño arrugado y enredado
en su estaca, pensó en lo preocupada que debía
estar su abuela y lo bien que haría enseñándole
al pobre Rulo el camino de vuelta a casa. Se acercó despacito
y al tocar suavemente las mejillas, el niño abrió
los ojos sobresaltado. Recortado por el sol, Rulo descubrió
como una maléfica figura amenazante estaba a punto de
zampárselo. Y si no era la silueta de un lobo, se le
parecía mucho ya que el bueno del anciano llevaba sombrerete
de dos plumas, abrigo de piel y colgando del cinto, un enorme
trapo que Don Braulio utilizaba para sacar lustre a las setas
antes de meterlas en la cesta, pero que a contraluz hacía
perfectamente de rabo. Rulo no dudó ni un segundo y le
sacudió un tremendo estacazo en la cabeza. Como aquella
figura aún se mantenía erguida, todavía
pudo recibir tres o cuatro o diez más, cada vez con fuerza
e ímpetu renovadas.
De poco le valieron los millones de excusas que le ofreció
la abuela al recibir al niño. La hemorragia no cesaba
y sujetándose la frente con un pañuelo, marchó
D Braulio directo a Urgencias. A Rulo le terminó de leer
el cuento la abuela esa misma noche y esta vez sí que
durmió. Durmió a pierna suelta ahora que sabía
que un cazador había vengado la muerte de aquella dulce
abuelita. La abuela, la suya, sonrió al verle apaciguado
y todavía, antes de perderse en nuevos sueños,
le dedicó unos segundos de sus pensamientos al bueno
del vecino. Pensó preocupada si después de la
paliza recibida, Don Braulio seguiría dándole
caramelos y llevando al bosque a pasear a su nietecita Diana,
de tan solo 10 años. Era comprensible que ahora le diese
miedo. Una pena, la quería tanto.
Navidades Negras.
Por primera vez en su vida, Tomás, el
padre de Rulo, acertó llevándose a la cabalgata
un buen fajo de Euros en lugar de una mala escalera de aluminio.
Por primera vez pudieron ver el paso de los reyes en primera
línea, en el mismo borde del balcón principal
del ministerio de educación. Rulo asomaba casi medio
cuerpo fuera para no perderse detalle. Y pasó Melchor,
y se miraron muy de cerca y Melchor, muy seguro, le sonrió.
Y pasó Gaspar, algo más tímido que su predecesor
no pudo aguantar la incisiva mirada de Rulo. Se recolocó
la barba, le pego un puntapié a la joroba de su camello
y trotó tontamente. Y por fin Baltasar. Ausente. Como
si aquello no fuera con él. Tan cerca pasó Baltasar
que Rulo no solo pudo verle los cortes del afeitado sino que
pudo olerle. ¡Y caramba si olía!. Tanto que ese
extraño olor se le quedó grabado en su pituitaria.
Esa noche, a Rulo le pusieron a limpiar sus botas. Una estupidez
más que hay que hacer para que los reyes se desprendan
de sus juguetes, como si portarse bien durante 5 días
seguidos fuese moco de pavo. Su madre vino con el calzado, un
trapito y una pequeña lata. Cuando la abrió, la
pituitaria y el cerebro de Rulo se gritaron. ¡Era el mismo
olor!. Su madre le explicó que aquella latita era betún
de judea. ¡De judea! Todo encajaba. Por fin había
encontrado las piezas del puzzle que faltaban para poderle rebatir
al idota de Jonás esa estúpida teoría de
que los reyes son los padres. Los padres no huelen a nada, y
por lo tanto no han estado en Judea.
A la mañana siguiente Rulo corrió al cuarto de
estar. Lo abrió y entró. Sus padres esperaban
allí, ansiosos para ver la cara de Rulo al descubrir
los juguetes. Pero el niño ni los miró. Pasó
lentamente hasta el centro de la habitación y aspiró
suavemente por la nariz. Allí no olía a nada.
El día siete de Enero de ese año fue de los más
tristes en la vida de Rulo. No porque descubriese el gran engaño,
si no por tener que dar la razón al imbécil de
Jonás.
ADOLESCENCIA
(Rulo y el dinero de verdad)
El Dinero es para ayudar
Hoy vuelve Rulo a casa, feliz haciendo sonar dentro de su hucha
las dos monedillas de diez céntimos que encontró
en el forro de su abrigo y que generosamente donó para
inaugurar la "carrera solidaria", que así la
bautizó con un aplausito Doña Marina, la profe
de Lengua. Y es que en el colegio los buenos sentimientos están
hoy a flor de piel. La gran tragedia que ha vivido la humanidad
a puesto a todos en danza. Severiano, el director ha hecho un
póster y luego ha sacado del armario las huchas del Domund
y Paquita, la profesora de ética, ha impreso unas pegatinas
para tapar esas horribles letras negras que nadie entiende,
con un alegre mensaje de solidaridad en amarillo. Todos los
niños han salido del colegio hoy con las huchas, dispuestos
a convencer a sus vecinos que toca ser solidario con los pobres
de países ignotos a los que les pasan cosas precisamente
por ser pobres e ignotos. O algo así, que tampoco es
que se hayan enterado demasiado ya que lo que importa es llevar
más que el resto.
Porque todo hay que decirlo, que si a los niños, las
tragedias les resbalan, a Rulo, que además de niño
es Rulo, mucho más. Sabe que a él no le pasará
nada y va tranquilo, y a excepción del resto de pasajeros
del autobús, el sonido de las monedas golpeando contra
las paredes de la hucha, le parece alegre y brillante. Y porque
no admitir que cuánto más suena, y más
caras de desagrado ponen el reto de viajeros, más disfruta
y más fuerte le pega.
Todo el mundo ha metido dinero en la hucha de Rulo, los vecinos,
el de la papelería y hasta el portero. Dinero de mayores,
del que no suena, del que sirve para sacar las cosas del escaparate.
Todo el mundo ha hablado de los pobres e ignotos mientras llenaban
su hucha y conseguían de paso, mitigar ese molesto soniquete
que les perforaba el corazón. Y todo el mundo se ha quedado
tranquilo. Menos Rulo que sacude su hucha y ya no suena.
Los pobres e ignotos van a tener que pasar sin unos cuantos
dineros porque Rulo ha descubierto que le gusta más provocar
y poner nervioso a todo el mundo con su desagradable matraca
que ganar la carrerita de Don Severiano. Que por cierto se ha
pasado la mañana desatascando el váter.
(Rulo y el dinero 2)
Compartir
A Rulo le habían enseñado que había que
compartir su dinero con los menesterosos. Pues bien, raras veces
en la vida las oportunidades se presentan tan claras. Rulo,
que venía de casa de su tía con un billete de
cinco en el bolsillo, y un menesteroso que oportunamente le
pedía dinero a la puerta del metro. Tras un minucioso
escaneado del mendigo para que no le diesen gato por liebre,
Rulo le extendió la mano con el billete. Como si lo robara,
el hombre se lo echó rápidamente al bolsillo.
Luego, un sin fin de alabanzas y agradecimientos esperando que
Rulo siguiese su camino. Pero este permanecía inmóvil.
Enfadándose por momentos. Que una cosa es compartir y
otra ser tonto y que el otro se quede con todo.
Como el tema parecía haberse estancado y al menesteroso
no se le ocurrían más bienaventuranzas, ambos
pasaron a la acción. Rulo tirándose al bolsillo
del mendigo y este, arrugándolo para que por allí
no entrase ni una mano tan pequeña como la de Rulo. La
pelea, ambientada por el ruido de monedas que caían de
los bolsillos y refajos del menesteroso, duró unos cuantos
segundos y fué, como debe ser entre personas que no le
tienen miedo al ridículo, bastante marrullera. Finalmente
la balanza se inclinó, claro, del lado más experimentado
en estos lances: El de Rulo. Que se alejó con su billete,
dejando tras de sí una terrible trifulca entre el mendigo
y sus socios acerca de la propiedad de las monedas que se rodaban
por toda la escalera. Las enseñanzas, pensó enfadado,
deberían ser las mismas para todos.
(El despertar a la madurez)
Papá está raro
Ayer ví a mi padre observándome mientras me vestía.
Tengo que hacer algo con esa puerta.
"TU SEGUIRÁS AQUÍ"
José Luis le recriminó duramente delante de sus
compañeros. Sin apartar la mirada de la pizarra, Rulo
pudo adivinar el silencio, que tres filas más atrás,
permitía a Raquel, la nueva, escuchar toda aquella humillación.
En ese instante su sangre se volvió amarga. Tremendamente
amarga. Sin percatarse de ello, el viejo filósofo siguió
descargando su viejos odios, tan viejos como él mismo,
contra aquel joven inberbe. Y Rulo calló y escuchó.
Tragó todo controlando fríamente hasta el último
de sus nervios para que ni uno le delatase.Y solo cuando el
hombre hubo terminado le miró. Le miró tan fijamente
que el profesor se sintió desnudo. Como una mujer en
su primer examen ginecológico, se sintió que le
estaban viendo el alma. Y así era. Rulo solo le dijo
tres palabras. Tres palabras que aquel hombre mar-rumió
y mal-tragó y que lentamente le empujaron a su silla.
Y que le hicieron recoger sus pocas cosas, ordenarlas pulcramente
con sus manos blancas de tiza y meterlas con sumo cuidado en
la cartera de piel, bajo la silenciosa mirada de toda la clase.
Nunca nadie le había visto así, y nunca más
nadie volvió a verle.
PAGANDO (Homenaje
a Monterroso)
CUANDO EL JOVEN (RULO) DESPERTÓ AQUELLA MUJER AÚN
ESTABA ALLÍ.
CUANDO EL HOMBRE DESPERTÓ SU GORRO NO
ESTABA ALLÍ Título:
Muy probablemente se lo había dejado en el aula
de clase. (Es negro, tipo comando, como de forro)
Si lo ves, me lo guardas. El amigo
Guridi
Mi pequeño homenaje a Bartolo:
Hoy Bartolo se ha despertado.
Ha puesto una gran cafetera y leche a calentar en un cazo.
Luego ha llamado a los muertos y los muertos han callado y el
café se ha quemado y la leche consumido poco a poco.
Sola.
Como Bartolo.
El robo
Rulo aguantó metido en su cama con la luz apagada y sin
dormirse, hasta que calculó que había pasado un
buen rato desde el último sonido. Se levanto, y muy despacito
avanzó por el pasillo. Con muchísimo cuidado abrió
la puerta. Iluminados por la suave irisación de la contaminación
lumínica proveniente de la calle, estaban los cuerpos
de sus padres, desnudos, y en una postura bastante difícil
de entender, problema que debería ser resuelto en mejor
ocasión, ya que el objetivo de esta extraña visita
era, lejos del doctrinal, otro bien distinto. Del pantalón
de su padre, caído junto a la falda de su madre, Rulo
extrajo lentamente la cartera. De repente, una voz como de sapo,
pronunció su nombre. A Rulo se le cayó todo de
las manos y se quedó petrificado. Luego, vinieron unas
frases inconexas y unos breves ronquidos nasales. Era su padre
en un estado de semiinconsciencia cata tónica. Rulo volvió
a coger la cartera y de ella extrajo la factura de una florería.
La miró, la olió, y muy sonriente la puso sobre
la mesilla de su madre. La besó, y antes de irse, desde
la puerta entreabierta, susurró a su padre: -A ver ahora
quien es el castigado este sábado, gilipoyas-
Rulo la miró. No le
quedó otro remedio ya que era ella la que le estaba devolviendo
el cambio. Sus ojos se encontraron y en unos breves pero intensísimos
segundos, se desnudaron, se penetraron hasta verse sus retinas
y más allá de ellas, sus globos oculares y mucho
más allá de estos, sus cerebros llenos de confusión
y de emociones. Y de estas últimas, todo. Tanto que el
rubor súbitamente hizo repeler sus miradas.
Algo confuso y sonrojado Rulo volvió en si. Ella tenía
el brazo extendido hacia él y le estaba entregando dinero.
En primer plano, su mano con las monedas, en segundo, aquellas
curvas que sujetaban la plaquita con su nombre: Alícia.
Que difícil es para un joven como Rulo saber cuál
de las dos cosas le había hecho descubrir el amor.
La cajera
26-3 “Alicia” Querido diario. Las mujeres son seres
inexplicables, absurdos y llenos de contradicciones. Los amigos
no follan pero no fallan.
28-3 Alicia es maravillosa nada más me importa. Es luz
y me deslumbra.
28-3 (tarde) que la den por el culo
29-3, Alicia es cojonuda. Ahora me queda saber como son sus
tetas.
Preparando el viaje
Rulo preparó el viaje a conciencia. Reservó billetes
y hoteles. Hizo las maletas con todo lo que pensó que
sería necesario para pasar una semana fuera. Compró
varias guías y consultó páginas web relacionadas,
para que el viaje además de divertido fuese intenso.
No escatimó en gastos, total, eran sus padres los que
los que lo iban a pagar y también los que lo disfrutarían.
Una vez solo en casa, Rulo se preparó la mejor semana
de su vida.
PLENITUD
La fiesta
Rulo tiene la buena costumbre de acostarse tarde. Son esas horas
de principio de la madrugada, sosegadas, tranquilas, al arrullo
de los camiones de basura recogiendo toda la mierda de los que
duermen, en las que Rulo se siente diferente, y hasta se enaltece
su espíritu. Como si tras un duro día de batalla,
hubiese vencido uno a uno a todos los demás humanos,
incluidos sus molestos padres, y ahora pasease orgulloso sobre
sus cadáveres abatidos. Rulo lee, mira la telebasura,
oye música, ojea el último Man, escribe un cuento
o simplemente respira despanzurrado en un sofá viendo
pasar las horas muertas. Por la mañana, con los primeros
rayos de sol, otro ejército tomará el relevo mientras
que Rulo repondrá fuerzas para, en las horas del ángelus,
volver a plantar batalla. Pero eso será por la mañana.
Esta noche Rulo solo está rumiando. Se ha tirado en el
sillón de su padre, un sillón anti-stress automatizado,
y con los pies sobre el inmaculado tresillo, juguetea con los
mandos del desestresante, arriba y abajo, simulando un jugoso
revolcón con la chica Man de turno. Sin previo aviso,
un pequeño follón rompe el sagrado silencio. Son
los vecinos de arriba. Deben haber llegado de cenar fuera y
están organizando una fiesta en el piso superior. Música
a tope, risas y golpes. "Donde estaban estos que no me
los cargué" piensa Rulo. Qué deprimente es
oír diversión a 30 centímetros y saber
que te está vetada. Que bonitas suenan las risas de las
mujeres a estas horas de la madrugada, pero cuan desagradables
son las voces masculinas ebrias. Rulo esperó un tiempo
prudencial. Imaginó un mundo feliz en el que todos los
vecinos hubiesen venido con chica ya convencida y en cinco minutos
todos estuviesen fornicando en sus respectivos cubículos,
muerte natural de toda fiesta. Pero no. Debían estar
poco convencidas, o ellos demasiado torpes, y la danza del apareamiento
se alargaba insoportablemente.
Rulo cerró la revista. Apagó el sillón
anti-estrés, se metió en su habitación
y se puso el pijama. Entró en el cuarto de baño,
se miró al espejo, se rascó la cabeza y atravesando
el pasillo fue directo a la habitación de sus padres.
Encendió la luz y dijo: "Papá, no me dejan
dormir"
Un vicio (O dos)
Rulo tiene un solo vicio que arrastra desde
los primeros días de vida. Es grande, redonda, rosácea
y para él tiene, como todos los vicios, luz propia. Hace
poco, la médico que pasa consulta en el San Camilo, comprobaba
con una linternita los bajos de la bolsa escrotal de Rulo, cuando
un movimiento inesperado del pene, casi le arranca de cuajo
la diadema. Ella no se había quitado los guantes de látex
y había tenido extremo cuidado en no tocar resorte genital
alguno. Pero es que Rulo la había visto. Era la luz rosácea
que salía del escote de la bata de la pobre doctora y
que había llegado como un rayo a sus pupilas. Al joven
se le iluminó la cara de rosa. A ella de sonrojado. Y
a la enfermera, que tuvo que desenredar el miembro erecto de
los largos y finos cabellos de la médico antes de que
todo aquel tejemaneje tuviera peores consecuencias, de sudor.
Es lo que tienen los vicios. Que no los puedes controlar. (ver
primer cuento cronológico)
Los
Relatos de LA TRIPULACIÓN
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