TODOS LOS RELATOS HASTA EL 21 DE MAYO DE 2005 DE RAMÓN:
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INFANCIA
Erase una vez...
Erase una vez un niño muy viejecito.
El cerdo Aparicio (con perdón)
Para Ramón, como para todos los niños
de ciudad que pasaban el largo verano en Corrubedo, la mascota
de su infancia era, y lo sería para siempre, el cerdo
Aparicio. Nadie sabía muy bien de quien fue la ocurrencia
de bautizarlo con el nombre de su dueño, pero no podían
evitar la mueca cuando, al encontrar a los dos por la playa,
les saludaban con un amable “buenas tarde, Aparicio”;
si el cerdo movía entonces la cabeza, las risas eran
ya incontrolables.
Corrubedo era y sigue siendo gracias a sus aguas heladoras,
un pequeño pueblo de la costa gallega al margen casi
del paso del tiempo y de la especulación. En el atardecer
de cualquier día de verano se podía ver siempre
a D. Aparicio paseando y a su cerdo ramoneando entre las algas
dejadas por la última marea. Era sin duda, una imagen
idílica. Hombre y bestia en armonía, mientras
la luz de atardecer iluminaba en rosas intensos el horizonte
de mar y rocas. Era la hora mágica para toda la pandilla,
aquella en la que la noche inicia su victoria, bajando desde
el monte e inundando lentamente el pueblo, acallándolo.
Era la hora de volver a casa, a la tortilla francesa caliente,
a la tertulia familiar y a la escapada nocturna. El mundo era
verano, era perfecto.
Una noche, sin embargo todo cambió para Ramón.
La conversación familiar en donde padres, hermanos y
algún amigo, se enzarzaban en discusiones eternas, a
veces incomprensibles para el pequeño Ramón, otras
aburridas, otras, evocadoras del misterio del ser mayor, transcurría
como siempre. El niño de mirada tranquila y ojos abiertos,
aprendía. En un momento dado, sin saber cómo ni
porqué, quizá espoleado por alguien, o consecuencia
del estado de gracia en el que se encontraba, Ramón se
animó a contar alguna anécdota y, queriendo ser
original, habló del cerdo Aparicio, bien conocido por
todos. Con gran juicio señaló cómo el cerdo
cada año parecía más joven y su dueño
más viejo. El silencio inundó la sala antes de
la gran tormenta de risas. ¿Qué había pasado?
¿de qué se reían así? Entre el desconcierto,
una voz le explicó que el cerdo parecía siempre
joven porque cada año, al llegar el otoño, era
sacrificado, convertido en chorizos y jamones y sustituido por
otro como acompañante de D. Aparicio. Y que muchos de
los bocadillos que cada tarde merendaban él y sus amigos,
eran las magras carnes y tripas del pobre y renovado cerdo Aparicio.
Mientras Ramón corría las lágrimas afloraron,
lágrimas de humillación, lágrimas de horror
por su meriendas, lágrimas por la inocencia perdida.
En fin, lágrimas por hacerse mayor.
Un canario
Tenemos a una madre volando casi literalmente
por la ciudad, para regresar a casa antes que sus hijos. Ha
recibido una llamada de la chica al móvil informándole
de la muerte del canario. Madre angustiada, madre moderna, de
las que muere en el intento todos los días por querer
ser profesional, madre, esposa y … a la vez, acorta lo
imposible la reunión. Convence a su cliente que firme
el acuerdo, que no prolongue más, por favor, la negociación.
Sorprendidos todos ante tanta resolución, asienten sin
rechistar. Está acostumbrada a ello.
En el taxi requiere más información a casa. Efectivamente,
el verde canario que nunca cantó, que llegó a
casa cuando el pequeño cumplía tres años
y que había sobrevivido a dos escapadas al jardín
de la urbanización, había aparecido muerto, patas
arriba, rígido como un adorno de alambre. Iba para cuatro
años y nadie esperaba el suceso. El muy pájaro
ni siquiera había dado pistas de este rápido desenlace.
Mejor para él pero a ella le estaba costando casi el
infarto. ¿Cómo decírselo a los niños,
en especial a Ramón, tan sensible, tan desvalido frente
a sus hermanos mayores? ¿Cómo afrontaría
ella, que era la mujer más aprensiva del mundo, tener
que explicarles la llegada de la muerte a su casa? Derrumbada
entre sus pensamientos y aprensiones, convencida de su incapacidad
para ser la madre que siempre quiso ser, tan parecida a la suya,
en su dulzura, y a la vez tan diferente en su sumisión,
llega por fin a su casa. Durante un instante desearía
escapar, esperar a que se ocupase su padre de esta tarea doméstica.
¿Esperar ayuda? Imposible. Ya lo dejó bien claro
cuando se casaron, “querida soy incapaz, y lo sabes de
cualquier cuestión práctica más allá
de mis libros. A mi déjame la educación estética
de los niños”. En aquel momento, con dieciocho
años, aquello la enamoró más e imaginó
un futuro difícil, sí, pero sólo en lo
económico, viviendo junto aquel escritor en ciernes.
Y aunque ya había renunciado en muchas ocasiones a esa
imagen idílica, en aquel momento, le pareció casi
sarcástica. No podría esperar ayuda del padre,
ensimismado en sus libros y, lo peor, es que esto era lo mejor
para ellos. Le imaginó hablándoles de la muerte
a sus hijos y eso le dio el valor suficiente para salir del
taxi y enfrentarse a su ingrata tarea de madre, otra vez.
Había pensado pasar por la pajarería y comprar
otro canario lo más parecido posible. No podía
ser. Eran las dos de la tarde, los niños estarían
llegando a casa a comer, la pajarería estaría
cerrada y, además, los niños se darían
cuenta. Pensó que no era ético este engaño.
Abrió la puerta despacio, sin ruido. La casa esta silenciosa
y no se oía un alma. Bien, pensó he llegado antes
que ellos. Casi de puntillas se acercó al cuarto de los
niños, entreabrió la puerta y los descubrió
a todos, también a Ramón, alrededor de la mesa
camilla. En medio se encontraba el pobre canario, abiertas sus
alas por dos alfileres mientras el hermano mayor, con voz pausada
de catedrático, explicaba a los demás, “mira
este es el corazón y aquí están los pulmones”.
“¿y el cerebro?” preguntó Ramón.
CAPERUCITAS
Ramón tenía un problema. En el
colegio iban a representar “Caperucita Roja” y tenía
que escoger un personaje. El papel del cazador estaba claro
que sería para Toni, siempre era protagonista, casi a
su pesar y no podría escapar de esta nueva oportunidad
de demostrarlo. En eso era diferente a todos. Valentina sería
sin duda Caperucita. Ella tenía los arrestos suficientes
para enfrentarse a lobos y abuelas, una cualidad que siempre
le hacía ser la elegida para hablar con los profesores
e incluso con el director en las situaciones difíciles.
¿Y la dulce y despreocupada madre que envía a
su hija por el tenebroso bosque? ese papel, pensó Ramón
estaba reservado desde el inicio de los tiempos para la ingenua
Cala.
Los días de plazo para elegir el papel
pasaban rápido y la hoja de clase se llenaba de nombres.
El miércoles, Claudio había puesto su nombre junto
al papel del leñador que da aviso a los cazadores de
la llegada del lobo. No era un gran papel pero en el desarrollo
de la historia era importante, sin él, el lobo lograría
saciar su infinita hambruna. El papel del lobo fue objeto de
disputa. Jero lo pidió el mismo martes pero, misteriosamente,
en la lista del jueves su nombre había sido sustituido
por Rulo y Jero sería el jefe de los cazadores. sin duda
habían negociado y todo el mundo entendía que
Jero, que no cede a los miedos no podría ser finalmente
un buen lobo llamado a huir en el último momento. Rulo
sí, después de todo, era el más listo de
la clase y siempre conseguía lo que se proponía.
Faltaba el papel de la abuelita tierna y sensible, devorada
por el lobo en un abrir y cerrar de ojos. Quizá Ana se
animase; el pánico que le produciría salir al
escenario era perfecto para ser abuelita del cuento. O quizás
se decidiesen a utilizar a la muñeca Lucía, la
inseparable mascota de Maggie cuyos brazos cosidos y requetecosidos
una y otra vez, daban la sensación de heridas abiertas
por las terribles fauces del lobo. Después de todo, había
sido Rulo, hermano de Gloria, la amiga de Maggie, quien hacía
ya unos años había destrozado también su
osito de peluche. Los personajes principales iban cayendo uno
tras otro y Ramón seguía sin decidirse. El no
podría ser lobo, ni cazador, menos aún abuelita,
mamá o caperucita. Tampoco daba el tipo de leñador.
¿Cómo decirlo? Ramón no se sentía
personaje, más bien público. Mientras, los apremios
de D. Javier, el profesor, eran ya públicos, notorios
y acuciantes. Era sin duda, un buen profesor, con vocación
de maestro de los de antes, algo que no perdió cuando
la gloria literaria llamó a su puerta.
Jueves por la tarde y todavía estaban
por decidirse África la de las botas amarillas, Sara,
Atalaya de ojos grandes, el imprevisible Mario y desde luego
Ramón. Óscar, Pablo alias “goldezarra”,
Luco el poeta y Salvador al que llamábamos “gaviota”
por el cuento y porque siempre estaba en las nubes, tenían
paperas por lo que no se podría contar con ellos.
El caso de Sara era extraño. De todos,
era la única con vocación de actriz. Desde luego
que también era rara, eso lo sabían todos en clase.
El asco que le daba el pobre de Tagua que no tenía culpa
de nada lo demuestra. O el escobazo que le dio al perro del
vigilante a la mañana siguiente de que apareciera muerto
su pobre patito –que era imaginario-, también.
En fin, no tenía que preocuparse por lo que hiciera Sara
o cualquier otro. El plazo terminaba y él, como siempre,
aún no había decidido nada. Porque el problema
es que tampoco quería ser del coro, levantar su escopeta
a la orden de Jero, o gritar sin más desde el anónimo
fondo “¡que viene el lobo! El problema es que Ramón
no sabía qué hacer con su vida. Todo le atraía
y todo le interesaba. A su corta edad, era capaz de hablar de
casi cualquier tema porque de todo había leído
algo. Pero no profundizaba. Ya lo decía el análisis
del psicólogo del colegio: “Ramón es despierto,
pero disperso”. Ramón sabía que eso tampoco
era cierto. Él, lo que realmente era, era normal, demasiado
normal. Inefablemente normal, el más normal del mundo,
el santo patrón de la normalidad y por tanto, incapaz
de asumir ningún papel, ni tan siquiera en el teatro
de la escuela. Pero esta debilidad psicológica todavía
no se había manifestado plenamente. Lo único que
en aquel momento le angustiaba era tener que elegir el papel
en “Caperucita Roja” obra teatral del Instituto
Fernán Núñez.
Despertó violentamente, como quien despierta de una pesadilla.
Empapado en sudor, Ramón comprobó con alivio que
estaba en su cuarto, al lado de Aguamarina su mujer (lo se,
es cursi pero su padre tuvo siempre debilidades de poeta y esta
no fue la peor). Era 16 de diciembre de 2004 y esa noche, después
de treinta años volvía a reencontrarse con los
compañeros del colegio. No se habían vuelto a
ver desde entonces y seguramente no se reconocerían,
o quizás sí, pero sin duda era el motivo de tan
extraño sueño. Mientras se afeitaba tratando de
reconocerse en el vaho del espejo, Ramón recordó
su papel en aquella obra infantil: tramoyista.
ADOLESCENCIA
Verónica:
lance de costado consistente en esperar el lidiador la acometida
del toro, teniendo la capa extendida sujeta con ambas manos,
la pierna por el lado donde se da salida al toro adelantada,
para cargar la suerte y acompañar el viaje.
Tanta había visto, que cuando a Ramón le llegó
la adolescencia, decidió saltársela a la torera.
¡Olé!
PLENITUD
21. Sumatorio
Sumido en la incertidumbre de una noche espesa
e insomne, rodeado de tubos y olor a cloroformo, Ramón
recuerda una vieja conversación. Fue en un viejo bar,
de un viejo puerto bañado por un viejo mar y entre los
dos una botella de un viejo ron. Conservaba Ramón la
mirada transparente, mariposa en rápida metamorfosis
de oruga, aún revoloteaba en ella el brillo de la aventura.
Frente a él, un marino náufrago de sí mismo,
desgrana con lentitud una vieja conversación. Hablan
de la vida, de qué si no, de amores y desencuentros,
de fracasos y pocos aciertos, de atardeceres y lupanares, de
cervezas y cebiches, de melancolías y tragos. Pasan las
horas y las noches. Amanece y aquel viejo saca de su raído
bolsillo un par de Moriches, el típico cigarro venezolano.
Ramón duda. No fumaba, de hecho había pasado toda
su adolescencia reafirmándose frente a los suyos en su
rechazo al tabaco. Creía y había defendido que
sus vicios los marcarían otras circunstancias. Se contempló
en la mirada de aquel viejo marino que nunca sería. Tomó
el cigarro, lo encendió y trató de imitar el disfrute
de aquella profunda calada frente al horizonte.
- Ramón, piensa en una cosa. La suma
de todos los vicios, los privados y los públicos, es
una constante. Cuantos más vicios públicos, menos
privados. Desconfía del que aparece virtuoso frente a
los demás, porque seguro que el tamaño de sus
vicios ocultos es proporcional. Más vale que fumes y
disfrutes de un buen ron o de un buen habano, nada te digo del
resto de placeres porque, aunque borrachos, todavía somos
caballeros. Disfruta hacia fuera para no amargarte hacia dentro.
Han pasado los años. Ramón enciende
de nuevo un cigarro, lo saborea con la misma intensidad que
aquella noche caribeña. Mucho ha llovido desde entonces
y contempla con filosófica indiferencia sus muchos vicios.
Sabe que son todos han sido muy presentables, sabe que incluso
alguno o quizás todos ellos, le matarán, - no
hay peor vicio que el vivir - y sonríe.
22. La Mirada del Gallo
(este cuento es de Castelao)
Ramón nació, creció y se
hizo un hombre y, un buen día le enfermó un ojo.
No era grave, pero sí llamativo, con sus colores morados,
sus hinchazones y supuraciones constantes que le obligaban a
secarlo constantemente con el pañuelo. Por aquel entonces,
Ramón vivía en una pequeña casa a las afueras
de la ciudad, en un pueblo campesino, todavía con sus
vacas, caballos y aves de corral. A Ramón le gustaba
pasear por sus caminos y veredas, detenerse a charlar con los
paisanos y realizar pequeñas tareas que le recordaban
a una infancia que nunca vivió, quizás, la de
su padre.
Un buen día, mientras Ramón dejaba fluir sus pensamientos
sentado a la fresca sombra de una higuera, se le acercó
el gallo del corral. Gallo orgulloso y concienzudo, soberbio
de porte y andares acostumbraba a escarbar en busca de pequeños
gusanillos y demás invertebrados que poblaban el espléndido
lugar, Se llamaba Tenorio. Ramón sacó del bolsillo
unos pocos granos de maíz y se los ofreció como
solía hacer. El gallo comenzó a picotear suavemente
su mano hasta que, parándose de improvisto, se fijó
en el ennegrecido ojo y, pensando que sería algo de comer,
le propinó tal picotazo que prácticamente lo sacó
de su cuenca sin dar tiempo al pobre Ramón a reaccionar.
Le llevaron al dispensario del pueblo y después a la
ciudad. Perdió sin remisión el ojo, pero esto
poco influyó en Ramón; le pusieron uno de cristal
tan bien hecho que muchas mujeres se enamoraron perdidamente
de él, seducidas por la serenidad, el especial brillo
que desprendía su ojo izquierdo.
23. Amanecer
Suena el despertador. Son las 7 de la mañana
y el sol se filtra entre las lamas de la persiana inundando
el cuarto de una luz tenue, cálida, limpia. Amanece.
Es primavera y todo, la luz, la temperatura, el verdor de los
árboles, el canto mañanero de los pájaros,
conserva aún un equilibrio perfecto. Suena de nuevo el
despertador y Ramón se despierta lentamente. Ha dormido
bien, como se suele decir, como un niño, piensa, aunque
sabe por sus vecinos que, precisamente, los niños son
la causa principal del insomnio. Sonríe. Se fija en una
foto pinchada en la pared. Está algo quemada por la luz
y por el tiempo. En ella se le ve a él, más joven,
sentado junto a un viejo en un pequeño murete de un puerto.
Al fondo unos veleros sobre un fondo de selva tropical. Encima
de ellos un viejo cartel de madera con un «Wellcome to
Guadalupe' Harbor». Tiempos mejores, sin duda. Por tercera
vez suena el despertador. Ramón suspira y se incorpora.
Tres veces a cuatro minutos de intervalo entre ellas, hacen
doce minutos. Son, pues, las 7 y 12 de la mañana y debe
ya levantarse. Ramón trabaja desde hace tres meses de
celador en el Instituto Italiano. No es mucho, suficiente para
pagar esa buhardilla orientada a naciente, un par de libros
al mes, otros tantos discos, unas cervezas y la asistenta que
se ocupa de su ropa y de él. La compra, una vez por semana,
cada dos, le cambia las sábanas, el uno y el quince de
cada mes y, cada mes limpieza general, menos el escritorio y
la librería. Otro perfecto equilibrio.
Siempre ha pensado Ramón que detrás
del buen hacer de Manuela se esconde un pequeño o gran
amor. Todo tiene a su alrededor un mimo delicado y maternal.
Ramón ha tenido ensoñaciones con aquella mujer
mayor que él y que conserva sin embargo un frescor y
una risa deliciosamente juveniles. Pero no había llegado
a más. El temor de perderla como asistenta y como comprensiva
y discreta confidente de sus fracasos o éxitos, de sus
borracheras depresivas o eufóricas, le hacían
echarse siempre atrás. Ramón está a punto
de levantarse; acaricia de nuevo las sábanas que aún
conservan el aroma del suavizante y el presto de un planchado
perfecto. Sin duda la buena de Manuela las cambió ayer.
Ramón piensa. Si ayer fue primero de junio, hoy es dos,
Festa della Reppublica en Italia. Ramón descubre que
no tiene que ir al Instituto. Sin alterarse, pero con una enorme
felicidad en su rostro, vuelve a la cama, se tumba, se cubre
con la sábana de algodón, limpia y planchada.
Y mientras busca con el pie una zona fresca piensa que, a veces,
la vida puede ser realmente bella, incluso una delicia.
Una historia imprevista de amor (a
modo de bolero).
A Ramón le despertó el murmullo del apagado roce
de alguien moviéndose con cuidado a su alrededor. Pensó
en Verónica que estaría huyendo con sigilo de
aquella noche de vacío. La dejaría irse; es más,
procuraría seguir dormido lo más posible para
también él olvidar tal descalabro. Con boca pastosa
suspiró para confirmar que seguía profundamente
dormido pero la voz familiar de Manuela con un punto de reproche
-habitual por otra parte- le terminó de despertar. Se
alegró, a pesar de ese regaño, de que no fuera
la bella Verónica, ese vano amor de juventud que hasta
esa misma noche le había atormentado. Por fin se había
liberado de esa sombra, de ese amor platónico, inútil,
sufriente, asfixiante y sin futuro como todos los amores platónicos.
Nunca entendió a los defensores de esos amor, pero esa
noche los odió. Había que tenido que pagar un
alto coste, una noche triste, como la de Cortés en Tenochtitlán,
enfangado y borracho hasta el corvejón, huyendo desde
el mismo instante, humillado hasta el final.
No era de extrañar por tanto que la voz imperativa de
cada mañana, esa voz acompañada de una permanente
actividad, cargada de tareas por hacer, esa voz con un deje
particular y único, le pareciera aquella mañana
más encantadora que nunca.
Abrió su ojo derecho y después el de cristal.
El sol lo golpeó directamente produciendo un tornasolado
y calidoscópico reflejo que inundó toda la habitación.
Era un truco que había descubierto hacía poco:
mantener el ojo de cristal orientado directamente al sol. Aquello
que normalmente sería insoportable, en su ojo izquierdo
se volvía un efecto de luz sorprendente para los que
le rodeaban. Sabía que a Manuela aquello le sacaba de
sus casillas pero también sabía que la desarmaba
y hacía brotar de sus ojos negros azabache, y esto no
era truco, un brillo transparente y cegador como relámpago
en noche oscura de tormenta, alegría de vivir en estado
puro.
Con el fulgor de su ojo de cristal, Manuela tuvo que salir de
la habitación y Ramón pudo contemplarla sin el
pudor de mantener su mirada. Objetivamente Manuela no respondía
al concepto de belleza de sus amigos intelectuales quienes tenían
a Verónica, flacura evanescente, como canon. Manuela
no era evanescente, no, Manuela era materia en movimiento, no
necesitaba la construcción de ningún discurso,
ocupaba el espacio y reinaba en él de manera natural.
Descubrió Ramón que no quería que Manuela
saliera, la llamó y ella se volvió y ellos se
miraron. Ramón no supo que decir y su silencio hizo enrojecer
a Manuela por vez primera desde que se conocían. El silencio
se rasgó con voz suave y firme y mientras su mirada se
clavaba en la suya, Manuela inició un largo monólogo.
Habló a Ramón de su vida, no dura, pero sí
recia, sin queja, de sus dos hijos, sí dos hijos de distintos
hombres porque por dos veces se había enamorado perdidamente
y demostraba que ella, Manuela, era capaz de tropezar dos veces
o cien en la misma o en distintas piedras y que es de las que
se enamoraban de verdad y que no era como esas mujeres que pasaban
por esa cama y menos la 'espárrago', como descubrió
Ramón que llamaba a Verónica y, mientras Ramón
se iba y volvía de entre sus palabras y se dejaba flotar,
Manuela había cambiado el tono y su mirada recorría
los rincones del cuarto para hacer ante sí misma una
dulce confesión de amor entreverada como la carne mechada
de anécdotas y detalles que lo confirmaban en el tiempo,
muchos de ellos desapercibidos para el torpe Ramón y
otros que en aquella voz sonaban como preludios inconscientes
del amor. Sí, Ramón y Manuela estaban enamorándose
desde hacía mucho tiempo. Otra vez se hizo el silencio.
Manuela se descalzó, estiró la colcha y, tumbándose
a su lado en la cama, apoyó quedamente la cabeza en su
pecho. Así permanecieron hasta que el sol se fue y y
el día desapareció.
Un encargo imposible
Ramón trabaja por las noches como negro
de un periodista relumbrón. Escribe para él críticas
de libros, sobre todo las amables, algún artículo
de fondo y revisa en profundidad desde hace unos años
la única novela que está escribiendo. No es un
mal trabajo. Ayer el periodista llamó a Ramón.
Le han encargado un cuento para una antología. El tema:
EL SEXO ES UNA COSA MENTAL. Hay que entregarlo el jueves. Como
siempre antes de escribir, Ramón da un paseo visual por
su biblioteca como ejercicio de inspiración. Poca literatura
erótica, nada. Bueno sí, un ejemplar del kamasutra
que su padre, por discreción tenía siempre con
el lomo hacia dentro y que gracias a esta anomalía llamaba
más la atención y fue objeto de nocturnas excursiones
adolescentes. Allí estaba, en el último estante,
junto al Tao Te King, una Antología del Soushenji y más
libros orientales. Primer intento fallido. Ramón se zambulle
en sus recuerdos. No le gusta utilizarlos para su literatura
y menos aún cuando trabaja para otros pero la urgencia
obliga. Ramón piensa. Piensa un rato largo en sus escasas
y furtivas experiencias. No, no hay ninguna a la que pueda considerar
mental. Las primeras, torpes, más bien fisiológicas.
Después llegó la piel, lo más profundo
que tiene el ser humano, había leído y creído
entonces. Adoración por la piel, por sus tonos, por sus
reacciones, por los cinco sentidos actuando a la vez. Imposible
imaginar estar con una mujer sin recitar todas las preposiciones
(a, ante, bajo, con, contra, de, desde...) en su piel. No, tampoco
era una cosa mental. Siguió la travesía del desierto,
Ramón el Estilita, viviendo en su columna, feliz en soledad
con sus libros y sus músicas. Sin duda una etapa mental,
pero desde luego poco sexual. A aquella travesía por
el desierto le siguió el desparrame que tuvo más
que ver con el alcohol que con otra cosa. Finalmente, Manuela.
- Manuela, cariño, ¿lo nuestro es sexo mental?
- Pero que tonto eres Ramón.
Los
Relatos de LA TRIPULACIÓo
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