José de la Sota es historiador. Dió la vuelta al mundo durante tres años siguiendo la ruta de Malaespina. Su libro sobre el viaje fue citado recientemente por el NY Times. Para este Taller ha creado un personaje llamado Ramón. Estas son sus aventuras de infancia, adolescencia y ...

TODOS LOS RELATOS HASTA EL 21 DE MAYO DE 2005 DE RAMÓN: DESCARGAR PDF

INFANCIA

Erase una vez...

Erase una vez un niño muy viejecito.

 

El cerdo Aparicio (con perdón)

Para Ramón, como para todos los niños de ciudad que pasaban el largo verano en Corrubedo, la mascota de su infancia era, y lo sería para siempre, el cerdo Aparicio. Nadie sabía muy bien de quien fue la ocurrencia de bautizarlo con el nombre de su dueño, pero no podían evitar la mueca cuando, al encontrar a los dos por la playa, les saludaban con un amable “buenas tarde, Aparicio”; si el cerdo movía entonces la cabeza, las risas eran ya incontrolables.
Corrubedo era y sigue siendo gracias a sus aguas heladoras, un pequeño pueblo de la costa gallega al margen casi del paso del tiempo y de la especulación. En el atardecer de cualquier día de verano se podía ver siempre a D. Aparicio paseando y a su cerdo ramoneando entre las algas dejadas por la última marea. Era sin duda, una imagen idílica. Hombre y bestia en armonía, mientras la luz de atardecer iluminaba en rosas intensos el horizonte de mar y rocas. Era la hora mágica para toda la pandilla, aquella en la que la noche inicia su victoria, bajando desde el monte e inundando lentamente el pueblo, acallándolo. Era la hora de volver a casa, a la tortilla francesa caliente, a la tertulia familiar y a la escapada nocturna. El mundo era verano, era perfecto.
Una noche, sin embargo todo cambió para Ramón. La conversación familiar en donde padres, hermanos y algún amigo, se enzarzaban en discusiones eternas, a veces incomprensibles para el pequeño Ramón, otras aburridas, otras, evocadoras del misterio del ser mayor, transcurría como siempre. El niño de mirada tranquila y ojos abiertos, aprendía. En un momento dado, sin saber cómo ni porqué, quizá espoleado por alguien, o consecuencia del estado de gracia en el que se encontraba, Ramón se animó a contar alguna anécdota y, queriendo ser original, habló del cerdo Aparicio, bien conocido por todos. Con gran juicio señaló cómo el cerdo cada año parecía más joven y su dueño más viejo. El silencio inundó la sala antes de la gran tormenta de risas. ¿Qué había pasado? ¿de qué se reían así? Entre el desconcierto, una voz le explicó que el cerdo parecía siempre joven porque cada año, al llegar el otoño, era sacrificado, convertido en chorizos y jamones y sustituido por otro como acompañante de D. Aparicio. Y que muchos de los bocadillos que cada tarde merendaban él y sus amigos, eran las magras carnes y tripas del pobre y renovado cerdo Aparicio.
Mientras Ramón corría las lágrimas afloraron, lágrimas de humillación, lágrimas de horror por su meriendas, lágrimas por la inocencia perdida.
En fin, lágrimas por hacerse mayor.

 

Un canario


Tenemos a una madre volando casi literalmente por la ciudad, para regresar a casa antes que sus hijos. Ha recibido una llamada de la chica al móvil informándole de la muerte del canario. Madre angustiada, madre moderna, de las que muere en el intento todos los días por querer ser profesional, madre, esposa y … a la vez, acorta lo imposible la reunión. Convence a su cliente que firme el acuerdo, que no prolongue más, por favor, la negociación. Sorprendidos todos ante tanta resolución, asienten sin rechistar. Está acostumbrada a ello.
En el taxi requiere más información a casa. Efectivamente, el verde canario que nunca cantó, que llegó a casa cuando el pequeño cumplía tres años y que había sobrevivido a dos escapadas al jardín de la urbanización, había aparecido muerto, patas arriba, rígido como un adorno de alambre. Iba para cuatro años y nadie esperaba el suceso. El muy pájaro ni siquiera había dado pistas de este rápido desenlace. Mejor para él pero a ella le estaba costando casi el infarto. ¿Cómo decírselo a los niños, en especial a Ramón, tan sensible, tan desvalido frente a sus hermanos mayores? ¿Cómo afrontaría ella, que era la mujer más aprensiva del mundo, tener que explicarles la llegada de la muerte a su casa? Derrumbada entre sus pensamientos y aprensiones, convencida de su incapacidad para ser la madre que siempre quiso ser, tan parecida a la suya, en su dulzura, y a la vez tan diferente en su sumisión, llega por fin a su casa. Durante un instante desearía escapar, esperar a que se ocupase su padre de esta tarea doméstica. ¿Esperar ayuda? Imposible. Ya lo dejó bien claro cuando se casaron, “querida soy incapaz, y lo sabes de cualquier cuestión práctica más allá de mis libros. A mi déjame la educación estética de los niños”. En aquel momento, con dieciocho años, aquello la enamoró más e imaginó un futuro difícil, sí, pero sólo en lo económico, viviendo junto aquel escritor en ciernes. Y aunque ya había renunciado en muchas ocasiones a esa imagen idílica, en aquel momento, le pareció casi sarcástica. No podría esperar ayuda del padre, ensimismado en sus libros y, lo peor, es que esto era lo mejor para ellos. Le imaginó hablándoles de la muerte a sus hijos y eso le dio el valor suficiente para salir del taxi y enfrentarse a su ingrata tarea de madre, otra vez.
Había pensado pasar por la pajarería y comprar otro canario lo más parecido posible. No podía ser. Eran las dos de la tarde, los niños estarían llegando a casa a comer, la pajarería estaría cerrada y, además, los niños se darían cuenta. Pensó que no era ético este engaño.
Abrió la puerta despacio, sin ruido. La casa esta silenciosa y no se oía un alma. Bien, pensó he llegado antes que ellos. Casi de puntillas se acercó al cuarto de los niños, entreabrió la puerta y los descubrió a todos, también a Ramón, alrededor de la mesa camilla. En medio se encontraba el pobre canario, abiertas sus alas por dos alfileres mientras el hermano mayor, con voz pausada de catedrático, explicaba a los demás, “mira este es el corazón y aquí están los pulmones”. “¿y el cerebro?” preguntó Ramón.

CAPERUCITAS

Ramón tenía un problema. En el colegio iban a representar “Caperucita Roja” y tenía que escoger un personaje. El papel del cazador estaba claro que sería para Toni, siempre era protagonista, casi a su pesar y no podría escapar de esta nueva oportunidad de demostrarlo. En eso era diferente a todos. Valentina sería sin duda Caperucita. Ella tenía los arrestos suficientes para enfrentarse a lobos y abuelas, una cualidad que siempre le hacía ser la elegida para hablar con los profesores e incluso con el director en las situaciones difíciles. ¿Y la dulce y despreocupada madre que envía a su hija por el tenebroso bosque? ese papel, pensó Ramón estaba reservado desde el inicio de los tiempos para la ingenua Cala.

Los días de plazo para elegir el papel pasaban rápido y la hoja de clase se llenaba de nombres. El miércoles, Claudio había puesto su nombre junto al papel del leñador que da aviso a los cazadores de la llegada del lobo. No era un gran papel pero en el desarrollo de la historia era importante, sin él, el lobo lograría saciar su infinita hambruna. El papel del lobo fue objeto de disputa. Jero lo pidió el mismo martes pero, misteriosamente, en la lista del jueves su nombre había sido sustituido por Rulo y Jero sería el jefe de los cazadores. sin duda habían negociado y todo el mundo entendía que Jero, que no cede a los miedos no podría ser finalmente un buen lobo llamado a huir en el último momento. Rulo sí, después de todo, era el más listo de la clase y siempre conseguía lo que se proponía. Faltaba el papel de la abuelita tierna y sensible, devorada por el lobo en un abrir y cerrar de ojos. Quizá Ana se animase; el pánico que le produciría salir al escenario era perfecto para ser abuelita del cuento. O quizás se decidiesen a utilizar a la muñeca Lucía, la inseparable mascota de Maggie cuyos brazos cosidos y requetecosidos una y otra vez, daban la sensación de heridas abiertas por las terribles fauces del lobo. Después de todo, había sido Rulo, hermano de Gloria, la amiga de Maggie, quien hacía ya unos años había destrozado también su osito de peluche. Los personajes principales iban cayendo uno tras otro y Ramón seguía sin decidirse. El no podría ser lobo, ni cazador, menos aún abuelita, mamá o caperucita. Tampoco daba el tipo de leñador. ¿Cómo decirlo? Ramón no se sentía personaje, más bien público. Mientras, los apremios de D. Javier, el profesor, eran ya públicos, notorios y acuciantes. Era sin duda, un buen profesor, con vocación de maestro de los de antes, algo que no perdió cuando la gloria literaria llamó a su puerta.

Jueves por la tarde y todavía estaban por decidirse África la de las botas amarillas, Sara, Atalaya de ojos grandes, el imprevisible Mario y desde luego Ramón. Óscar, Pablo alias “goldezarra”, Luco el poeta y Salvador al que llamábamos “gaviota” por el cuento y porque siempre estaba en las nubes, tenían paperas por lo que no se podría contar con ellos.

El caso de Sara era extraño. De todos, era la única con vocación de actriz. Desde luego que también era rara, eso lo sabían todos en clase. El asco que le daba el pobre de Tagua que no tenía culpa de nada lo demuestra. O el escobazo que le dio al perro del vigilante a la mañana siguiente de que apareciera muerto su pobre patito –que era imaginario-, también. En fin, no tenía que preocuparse por lo que hiciera Sara o cualquier otro. El plazo terminaba y él, como siempre, aún no había decidido nada. Porque el problema es que tampoco quería ser del coro, levantar su escopeta a la orden de Jero, o gritar sin más desde el anónimo fondo “¡que viene el lobo! El problema es que Ramón no sabía qué hacer con su vida. Todo le atraía y todo le interesaba. A su corta edad, era capaz de hablar de casi cualquier tema porque de todo había leído algo. Pero no profundizaba. Ya lo decía el análisis del psicólogo del colegio: “Ramón es despierto, pero disperso”. Ramón sabía que eso tampoco era cierto. Él, lo que realmente era, era normal, demasiado normal. Inefablemente normal, el más normal del mundo, el santo patrón de la normalidad y por tanto, incapaz de asumir ningún papel, ni tan siquiera en el teatro de la escuela. Pero esta debilidad psicológica todavía no se había manifestado plenamente. Lo único que en aquel momento le angustiaba era tener que elegir el papel en “Caperucita Roja” obra teatral del Instituto Fernán Núñez.
Despertó violentamente, como quien despierta de una pesadilla. Empapado en sudor, Ramón comprobó con alivio que estaba en su cuarto, al lado de Aguamarina su mujer (lo se, es cursi pero su padre tuvo siempre debilidades de poeta y esta no fue la peor). Era 16 de diciembre de 2004 y esa noche, después de treinta años volvía a reencontrarse con los compañeros del colegio. No se habían vuelto a ver desde entonces y seguramente no se reconocerían, o quizás sí, pero sin duda era el motivo de tan extraño sueño. Mientras se afeitaba tratando de reconocerse en el vaho del espejo, Ramón recordó su papel en aquella obra infantil: tramoyista.

 

ADOLESCENCIA

 

Verónica: lance de costado consistente en esperar el lidiador la acometida del toro, teniendo la capa extendida sujeta con ambas manos, la pierna por el lado donde se da salida al toro adelantada, para cargar la suerte y acompañar el viaje.


Tanta había visto, que cuando a Ramón le llegó la adolescencia, decidió saltársela a la torera. ¡Olé!

PLENITUD

21. Sumatorio

Sumido en la incertidumbre de una noche espesa e insomne, rodeado de tubos y olor a cloroformo, Ramón recuerda una vieja conversación. Fue en un viejo bar, de un viejo puerto bañado por un viejo mar y entre los dos una botella de un viejo ron. Conservaba Ramón la mirada transparente, mariposa en rápida metamorfosis de oruga, aún revoloteaba en ella el brillo de la aventura. Frente a él, un marino náufrago de sí mismo, desgrana con lentitud una vieja conversación. Hablan de la vida, de qué si no, de amores y desencuentros, de fracasos y pocos aciertos, de atardeceres y lupanares, de cervezas y cebiches, de melancolías y tragos. Pasan las horas y las noches. Amanece y aquel viejo saca de su raído bolsillo un par de Moriches, el típico cigarro venezolano. Ramón duda. No fumaba, de hecho había pasado toda su adolescencia reafirmándose frente a los suyos en su rechazo al tabaco. Creía y había defendido que sus vicios los marcarían otras circunstancias. Se contempló en la mirada de aquel viejo marino que nunca sería. Tomó el cigarro, lo encendió y trató de imitar el disfrute de aquella profunda calada frente al horizonte.

- Ramón, piensa en una cosa. La suma de todos los vicios, los privados y los públicos, es una constante. Cuantos más vicios públicos, menos privados. Desconfía del que aparece virtuoso frente a los demás, porque seguro que el tamaño de sus vicios ocultos es proporcional. Más vale que fumes y disfrutes de un buen ron o de un buen habano, nada te digo del resto de placeres porque, aunque borrachos, todavía somos caballeros. Disfruta hacia fuera para no amargarte hacia dentro.

Han pasado los años. Ramón enciende de nuevo un cigarro, lo saborea con la misma intensidad que aquella noche caribeña. Mucho ha llovido desde entonces y contempla con filosófica indiferencia sus muchos vicios. Sabe que son todos han sido muy presentables, sabe que incluso alguno o quizás todos ellos, le matarán, - no hay peor vicio que el vivir - y sonríe.

22. La Mirada del Gallo (este cuento es de Castelao)
Ramón nació, creció y se hizo un hombre y, un buen día le enfermó un ojo. No era grave, pero sí llamativo, con sus colores morados, sus hinchazones y supuraciones constantes que le obligaban a secarlo constantemente con el pañuelo. Por aquel entonces, Ramón vivía en una pequeña casa a las afueras de la ciudad, en un pueblo campesino, todavía con sus vacas, caballos y aves de corral. A Ramón le gustaba pasear por sus caminos y veredas, detenerse a charlar con los paisanos y realizar pequeñas tareas que le recordaban a una infancia que nunca vivió, quizás, la de su padre.
Un buen día, mientras Ramón dejaba fluir sus pensamientos sentado a la fresca sombra de una higuera, se le acercó el gallo del corral. Gallo orgulloso y concienzudo, soberbio de porte y andares acostumbraba a escarbar en busca de pequeños gusanillos y demás invertebrados que poblaban el espléndido lugar, Se llamaba Tenorio. Ramón sacó del bolsillo unos pocos granos de maíz y se los ofreció como solía hacer. El gallo comenzó a picotear suavemente su mano hasta que, parándose de improvisto, se fijó en el ennegrecido ojo y, pensando que sería algo de comer, le propinó tal picotazo que prácticamente lo sacó de su cuenca sin dar tiempo al pobre Ramón a reaccionar. Le llevaron al dispensario del pueblo y después a la ciudad. Perdió sin remisión el ojo, pero esto poco influyó en Ramón; le pusieron uno de cristal tan bien hecho que muchas mujeres se enamoraron perdidamente de él, seducidas por la serenidad, el especial brillo que desprendía su ojo izquierdo.

 

23. Amanecer

Suena el despertador. Son las 7 de la mañana y el sol se filtra entre las lamas de la persiana inundando el cuarto de una luz tenue, cálida, limpia. Amanece. Es primavera y todo, la luz, la temperatura, el verdor de los árboles, el canto mañanero de los pájaros, conserva aún un equilibrio perfecto. Suena de nuevo el despertador y Ramón se despierta lentamente. Ha dormido bien, como se suele decir, como un niño, piensa, aunque sabe por sus vecinos que, precisamente, los niños son la causa principal del insomnio. Sonríe. Se fija en una foto pinchada en la pared. Está algo quemada por la luz y por el tiempo. En ella se le ve a él, más joven, sentado junto a un viejo en un pequeño murete de un puerto. Al fondo unos veleros sobre un fondo de selva tropical. Encima de ellos un viejo cartel de madera con un «Wellcome to Guadalupe' Harbor». Tiempos mejores, sin duda. Por tercera vez suena el despertador. Ramón suspira y se incorpora. Tres veces a cuatro minutos de intervalo entre ellas, hacen doce minutos. Son, pues, las 7 y 12 de la mañana y debe ya levantarse. Ramón trabaja desde hace tres meses de celador en el Instituto Italiano. No es mucho, suficiente para pagar esa buhardilla orientada a naciente, un par de libros al mes, otros tantos discos, unas cervezas y la asistenta que se ocupa de su ropa y de él. La compra, una vez por semana, cada dos, le cambia las sábanas, el uno y el quince de cada mes y, cada mes limpieza general, menos el escritorio y la librería. Otro perfecto equilibrio.

Siempre ha pensado Ramón que detrás del buen hacer de Manuela se esconde un pequeño o gran amor. Todo tiene a su alrededor un mimo delicado y maternal. Ramón ha tenido ensoñaciones con aquella mujer mayor que él y que conserva sin embargo un frescor y una risa deliciosamente juveniles. Pero no había llegado a más. El temor de perderla como asistenta y como comprensiva y discreta confidente de sus fracasos o éxitos, de sus borracheras depresivas o eufóricas, le hacían echarse siempre atrás. Ramón está a punto de levantarse; acaricia de nuevo las sábanas que aún conservan el aroma del suavizante y el presto de un planchado perfecto. Sin duda la buena de Manuela las cambió ayer. Ramón piensa. Si ayer fue primero de junio, hoy es dos, Festa della Reppublica en Italia. Ramón descubre que no tiene que ir al Instituto. Sin alterarse, pero con una enorme felicidad en su rostro, vuelve a la cama, se tumba, se cubre con la sábana de algodón, limpia y planchada. Y mientras busca con el pie una zona fresca piensa que, a veces, la vida puede ser realmente bella, incluso una delicia.

 

Una historia imprevista de amor (a modo de bolero).
A Ramón le despertó el murmullo del apagado roce de alguien moviéndose con cuidado a su alrededor. Pensó en Verónica que estaría huyendo con sigilo de aquella noche de vacío. La dejaría irse; es más, procuraría seguir dormido lo más posible para también él olvidar tal descalabro. Con boca pastosa suspiró para confirmar que seguía profundamente dormido pero la voz familiar de Manuela con un punto de reproche -habitual por otra parte- le terminó de despertar. Se alegró, a pesar de ese regaño, de que no fuera la bella Verónica, ese vano amor de juventud que hasta esa misma noche le había atormentado. Por fin se había liberado de esa sombra, de ese amor platónico, inútil, sufriente, asfixiante y sin futuro como todos los amores platónicos. Nunca entendió a los defensores de esos amor, pero esa noche los odió. Había que tenido que pagar un alto coste, una noche triste, como la de Cortés en Tenochtitlán, enfangado y borracho hasta el corvejón, huyendo desde el mismo instante, humillado hasta el final.
No era de extrañar por tanto que la voz imperativa de cada mañana, esa voz acompañada de una permanente actividad, cargada de tareas por hacer, esa voz con un deje particular y único, le pareciera aquella mañana más encantadora que nunca.
Abrió su ojo derecho y después el de cristal. El sol lo golpeó directamente produciendo un tornasolado y calidoscópico reflejo que inundó toda la habitación. Era un truco que había descubierto hacía poco: mantener el ojo de cristal orientado directamente al sol. Aquello que normalmente sería insoportable, en su ojo izquierdo se volvía un efecto de luz sorprendente para los que le rodeaban. Sabía que a Manuela aquello le sacaba de sus casillas pero también sabía que la desarmaba y hacía brotar de sus ojos negros azabache, y esto no era truco, un brillo transparente y cegador como relámpago en noche oscura de tormenta, alegría de vivir en estado puro.
Con el fulgor de su ojo de cristal, Manuela tuvo que salir de la habitación y Ramón pudo contemplarla sin el pudor de mantener su mirada. Objetivamente Manuela no respondía al concepto de belleza de sus amigos intelectuales quienes tenían a Verónica, flacura evanescente, como canon. Manuela no era evanescente, no, Manuela era materia en movimiento, no necesitaba la construcción de ningún discurso, ocupaba el espacio y reinaba en él de manera natural.
Descubrió Ramón que no quería que Manuela saliera, la llamó y ella se volvió y ellos se miraron. Ramón no supo que decir y su silencio hizo enrojecer a Manuela por vez primera desde que se conocían. El silencio se rasgó con voz suave y firme y mientras su mirada se clavaba en la suya, Manuela inició un largo monólogo. Habló a Ramón de su vida, no dura, pero sí recia, sin queja, de sus dos hijos, sí dos hijos de distintos hombres porque por dos veces se había enamorado perdidamente y demostraba que ella, Manuela, era capaz de tropezar dos veces o cien en la misma o en distintas piedras y que es de las que se enamoraban de verdad y que no era como esas mujeres que pasaban por esa cama y menos la 'espárrago', como descubrió Ramón que llamaba a Verónica y, mientras Ramón se iba y volvía de entre sus palabras y se dejaba flotar, Manuela había cambiado el tono y su mirada recorría los rincones del cuarto para hacer ante sí misma una dulce confesión de amor entreverada como la carne mechada de anécdotas y detalles que lo confirmaban en el tiempo, muchos de ellos desapercibidos para el torpe Ramón y otros que en aquella voz sonaban como preludios inconscientes del amor. Sí, Ramón y Manuela estaban enamorándose desde hacía mucho tiempo. Otra vez se hizo el silencio. Manuela se descalzó, estiró la colcha y, tumbándose a su lado en la cama, apoyó quedamente la cabeza en su pecho. Así permanecieron hasta que el sol se fue y y el día desapareció.

 

Un encargo imposible
Ramón trabaja por las noches como negro de un periodista relumbrón. Escribe para él críticas de libros, sobre todo las amables, algún artículo de fondo y revisa en profundidad desde hace unos años la única novela que está escribiendo. No es un mal trabajo. Ayer el periodista llamó a Ramón. Le han encargado un cuento para una antología. El tema: EL SEXO ES UNA COSA MENTAL. Hay que entregarlo el jueves. Como siempre antes de escribir, Ramón da un paseo visual por su biblioteca como ejercicio de inspiración. Poca literatura erótica, nada. Bueno sí, un ejemplar del kamasutra que su padre, por discreción tenía siempre con el lomo hacia dentro y que gracias a esta anomalía llamaba más la atención y fue objeto de nocturnas excursiones adolescentes. Allí estaba, en el último estante, junto al Tao Te King, una Antología del Soushenji y más libros orientales. Primer intento fallido. Ramón se zambulle en sus recuerdos. No le gusta utilizarlos para su literatura y menos aún cuando trabaja para otros pero la urgencia obliga. Ramón piensa. Piensa un rato largo en sus escasas y furtivas experiencias. No, no hay ninguna a la que pueda considerar mental. Las primeras, torpes, más bien fisiológicas. Después llegó la piel, lo más profundo que tiene el ser humano, había leído y creído entonces. Adoración por la piel, por sus tonos, por sus reacciones, por los cinco sentidos actuando a la vez. Imposible imaginar estar con una mujer sin recitar todas las preposiciones (a, ante, bajo, con, contra, de, desde...) en su piel. No, tampoco era una cosa mental. Siguió la travesía del desierto, Ramón el Estilita, viviendo en su columna, feliz en soledad con sus libros y sus músicas. Sin duda una etapa mental, pero desde luego poco sexual. A aquella travesía por el desierto le siguió el desparrame que tuvo más que ver con el alcohol que con otra cosa. Finalmente, Manuela.
- Manuela, cariño, ¿lo nuestro es sexo mental?
- Pero que tonto eres Ramón.




 

Con veinte soñadores por banda, no corta el mar sino vuela, un velero bergantín, bajel pirata al que llaman, por su bravura, El Temido... si quieres más busca a Espronceda, baby Los Relatos de LA TRIPULACIÓo

 

Autor de numerosos relatos, crítico musical DESCARGAR PDF, director de la Fundación Alejandro de la Sota