Atalaya
Atalaia tienen ahora casi cuatro años. No, no se trata de un error
gramatical, la tercera persona del verbo ha sido elegida conscientemente;
de la misma manera que tampoco existe error en la ortografía del
sustantivo. Atalaia es el nombre propio de dos personas. Atalaia son gemelos
o, mejor dicho, mellizos, puesto que no tienen exactamente los mismos
genes. Nacieron el doce de Octubre de 2004 en Valencia. Ata, el chico,
vio la luz once minutos antes que su hermana. Inútil disquisición
psicológica sería tratar de discernir si este hecho determinó
de alguna forma su posterior carácter decidido, expansivo y emprendedor,
o si, por el contrario, fue este temperamento, ya formado en el feto,
el que causó que se asomase al mundo que le esperaba aquí
fuera antes que su hermana Laia.
Sea como fuere, Ata fue un bebé llorón y latoso, de los
que producen constantes ojeras a sus padres. De complexión delgada
y estatura adecuada a su edad, ahora, a sus cuatro años, Ata es
un muchachito alegre y vivaracho, valiente y cariñoso. Curioso
y muy travieso, es capaz de tropezar con el peligro en la más apacible
de las situaciones. Sus miembros y su cuello son largos y delgados, un
tanto desproporcionados, y sus movimientos muestran esa gracia, como de
algo recién dominado y ejecutado con evidente placer, no exento
de torpeza, que transmiten la mayoría de los niños de su
edad. Los ángulos con que se doblan sus huesudas articulaciones
parecen anticipar un futuro aire desgarbado, que, de todas formas, cualquiera
podría predecir observando caminar a su padre.
Ata tiene la piel morena y los rasgos afilados. Pómulos, nariz
y arco ciliar enmarcan, cual todavía suaves colinas, dos valles
en los que moran sus brillantes ojos de color marrón con irisaciones
verdosas. Su boca es pequeña, pero de labios carnosos y expresivos.
Y el óvalo de su cara, ensanchado en la frente, bajo un fino cabello
castaño rojizo, parece secundado por dos enormes pabellones auditivos,
desplegados hacia delante y exageradamente separados de su cráneo.
Estas orejas, junto a la picuda nariz y el estirado cuello, confieren
a su cabeza un cierto aire de ave posada en lo alto del poste que es su
cuerpo, cual cormorán recién emergido, secando al sol las
plumas de sus alas extendidas. Desde que era muy pequeño, su madre
mantuvo una lucha, perdida de antemano, contra esas orejas. Tras comprobar
la inutilidad de pegarlas al cráneo con esparadrapo por las noches,
ha optado por un recurso menos ambicioso pero más efectivo, le
deja crecer el pelo para que rellene el abismo existente entre la cabeza
y la punta de los tiesos apéndices.
Laia, su hermana pequeña, es muy parecida a él. Aproximadamente
de la misma estatura y complexión, sus rasgos tanto faciales como
corporales están suavizados por una ligera capa de grasa que presagia
unas adorables futuras trazas femeninas. Incluso sus orejas son menores
y más discretas, apenas visibles entre la cortina de su pelo, más
largo y rojo que el de su hermano. También difieren en los ojos,
más grandes y separados los de ella, y de un huidizo color verde
grisáceo.
Pero en lo que, sobre todo, resultan los gemelos muy diferentes es en
el temperamento. En efecto, desde pequeña Laia ha sido una niña
silenciosa, de las que dan poca guerra. ¡Cuantas noches habrán
deseado sus padres que Ata se comportase como ella! Sin embargo, desde
un año atrás, ese deseo se ha tornado en el contrario, pues
hasta casi cumplidos los tres, Laia no pronunció una sola palabra.
Mientras su precoz hermano parloteaba ufanamente desde meses antes, ella
rara vez articulaba algún monosílabo o vocablo sencillo,
expresando sus deseos, alegrías o descontentos mediante señas,
risas o llantos. En realidad, la única palabra que parecía
manejar con soltura a los tres años era “papá”,
exclamación que acompañaba señalando con el brazo
y el dedo índice extendidos el juguete o vitualla –también
al contrario que su hermano, nunca tuvo problemas para comer– que
suscitaba su interés. Se la podía encontrar habitualmente
jugando en su rincón favorito, seria y solitaria, con sus casas
de muñecas o rompecabezas infantiles, para resolver los cuales
poseía una especial habilidad.
Los pocos ratos que el culo inquieto de Ata resistía sin saltar
o correr, jugaban juntos y se reían a carcajadas, sin, no obstante,
intercambiar una sola palabra. El chico parecía saber descifrar
sentimientos o deseos en los silenciosos gestos de su hermana, en sus
miradas o expresiones. «Mamá, Laia dice que quiere ir a jugar
a la plaza», comunicó Ata un día a la sorprendida
madre. «¿Te lo ha dicho ella? ¿Sin que tú se
lo preguntases?», corrió la madre hacia donde se hallaba
la niña. Su alegría se convirtió en extrañeza
cuando lo comprendió: no era que Laia hubiera hablado, sino que
Ata la comprendía sin palabras.
Pocos días después de su tercer cumpleaños, los preocupados
padres, desoyendo la invitación a la calma del médico de
familia, iniciaron la habitual peregrinación de consultas y hospitales.
El pediatra señaló que efectivamente iba retrasada, pero
no dejaban de ser normales ciertos retrasos en el desarrollo; después
de todo, no iban a ser todos los niños igual de inteligentes...
El otorrino aseguró que sus cuerdas vocales estaban perfectamente
desarrolladas, no parecía haber ningún impedimento físico
para el habla; no obstante, convendría hacerle algunas pruebas
que.... El psicólogo infantil auguró que podría tratarse
de un caso de autismo, aunque era pronto, empero, para un diagnóstico
definitivo que no se podría establecer hasta los seis o siete años.
Sin embargo, realizados innumerables test de atención, aptitudes,
respuestas motoras, etc., concluyó que era improbable que estuviéramos
ante un estadío temprano de dicha enfermedad. «Si ya han
descartado los meros problemas físicos, cabe pensar que se trate
de algún ligero trastorno de la personalidad, que tratado con una
terapia adecuada... ». Hacía rato que Ata, que acompañaba
a madre e hija en la consulta, manifestaba de cuando en cuando su deseo
de irse, siendo en cada ocasión reconvenido ásperamente
por la preocupada madre. Pero, en aquel momento fue Laia la que interrumpió
al médico, que, como es fácil imaginar, mantuvo la boca
abierta durante largos segundos, antes de mirar cejijunto a la madre.
«Mamá, ¿cuándo nos vamos a casa?», preguntó
de pronto la niña, pronunciando lenta pero correctamente, como
sabiendo que esta frase tendría, por salir de su boca, el efecto
que no había conseguido siendo emitida repetidas veces por su hermano.
Después de aquella ridícula escena, los padres no volvieron
a llevar a Laia al médico. Al principio se enfadaron con ella,
pero enseguida se sintieron culpables: ¿qué habrían
hecho mal para que la niña no quisiera hablar sabiendo hacerlo
perfectamente?. Al cabo de un tiempo, su inquietud amainó al ver
que Laia era feliz en su mundo y, aunque escasamente comunicativa, tampoco
se mostraba huraña ni malhumorada. Laia no era esquiva ni antipática,
contestaba a su manera siempre que se le preguntaba algo y daba muestras
de entender las conversaciones familiares en comidas o cenas. Como aquella
noche que su padre se quejaba, afligido, por haber perdido un negocio
de mucho dinero; hasta que ella le ofreció, en silencio pero muy
sonriente, una moneda que había encontrado en el suelo y guardaba
como un pequeño tesoro. Además, pensaron, su hermano la
entiende tan bien que puede hablar por ella, como si siempre pensaran
lo mismo.
Los padres de los gemelos, Juan y N’waule, se han tranquilizado
bastante a partir de entonces, sobre todo porque, poco a poco, Laia ha
comenzado a salir de su mutismo. Cada vez con mayor frecuencia, hila palabras
para construir frases sencillas, aunque nunca participa plenamente en
una conversación y rara vez pregunta nada. En realidad, Ata parece
muchas veces hablar por ella, o por los dos, construyendo a menudo frases
en primera persona del plural. “Nosotros hemos...” o “nos
ha...” o “queremos...” son palabras muy habituales en
sus oraciones. Él es el único que parece poder penetrar
sin restricciones en el mundo íntimo de la pequeña. Juan
y N’waule no dejan de dar vueltas a la relación existente
entre sus hijos, ya que sienten una cierta responsabilidad, creyendo que
tal vez hayan permitido o fomentado una unión excesiva entre ellos.
Creen que esta tan estrecha relación entre el carácter fuerte
de Ata y el retraído de Laia, puede estar creando en la segunda
una dependencia insana de su hermano. Aguardan –y retrasan–,
a la vez con temor y esperanza, el cercano día en que empiecen
a ir a la guardería, sin estar seguros del efecto que producirá
en Laia el contacto diario con otros niños. Hasta ahora, en los
juegos con vecinos o hijos de amigos, Laia se ha mostrado casi siempre
distante y poco participativa.
Las raíces de esta culpabilidad paterna se hunden en lo más
profundo de la relación entre N’waule y Juan, en la forma
en que se conocieron, en las complicidades que comenzaron a cimentar su
unión, en las expectativas que en cada uno fue generando su proyecto
de vida en común. Y que cristalizaron en el deseo compartido que
originó finalmente a los gemelos. Dado que la biografía
del lazo de sus padres, es, en su opinión, tan significativa para
conocer a nuestros pequeños personajes, concisamente se expondrán
a continuación los primordiales lances que aderezaron y encaminaron
su relación hasta concluir en estrecho vínculo. Este relato
explicará, de paso, la razón del nombre único que
forman los de ambos gemelos unidos.
Convento de la Purísima, Valencia,
doce de octubre de 2.004.
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Juan Walker, hijo de John Walker Junior y nieto de Sir
John Walker Senior, ha sabido elegir lo mejor que el destino a puesto
a su alcance. O eso ha creído siempre. Fruto de una estirpe dedicada
durante generaciones –parece ser que el primer John Walker fue un
bucanero con patente de corso, a principios del siglo XVIII, para atacar
galeones españoles cargados de oro– al servicio del Imperio
Británico, desde pequeño decidió cortar ambas tradiciones,
la de la carrera diplomática ejercida por sus antepasados, y la
de perpetuar su nombre en su primer hijo varón. A este respecto,
hacía tiempo que había decidido irse a la tumba sin descendencia.
Nació en Valencia, donde su padre, Cónsul del Reino Unido
en la ciudad levantina, conoció a Laura, su madre. A los pocos
años, no obstante, la familia se trasladó a Madrid, al ser
nombrado su cabeza Embajador en España. Allí pasó
Juan la juventud de facultad en facultad, sin acabar ninguna carrera universitaria.
Flirteó con casi todo durante años. Marxismo, rock &
roll, chicas, negocios, taoísmo, drogas... Por fin, en 1993, con
un título de abogado conseguido por aburrimiento del estamento
académico, estableció en Valencia un modesto negocio, “Walker
Import-Export”, como rezaba un rótulo en su despacho. Se
trataba, en realidad, de comerciar con telas, joyas y antigüedades
–y algunas otras mercancías, a veces– que conseguía
baratas en la India, aprovechando que su padre había sido nombrado
Embajador en ese país.
Durante casi once años de vida relajada en Valencia, Walker se
había labrado, entre viajes a Oriente, una sólida reputación
de buen compañero nocturno en toda la ciudad. De hecho, había
invertido en varios bares y discotecas, negocios tan lucrativos por los
beneficios “negros” que percibía, como por las invitaciones
que no pagaba en estos locales.
N’waule, por su parte, nació, hace 33 años, en un
barco carguero, sobre la tersa e infinita superficie del Océano
Atlántico. Su padre, un comerciante de origen portugués
afincado en Madrid, visitaba con frecuencia Guinea Ecuatorial, donde realizaba
rentables negocios tratando con maderas tropicales. Fletaba barcos con
preciosos cargamentos que distribuía en el mercado europeo. Allí
conoció a Nieves, una negra más negra que sus beneficios,
cuyos encantos culinarios, y de algún otro tipo, le cautivaron.
Cuando ella quedó embarazada, lo obligó a llevarla a Europa.
Bajo ningún concepto, por nada del mundo, Nieves consentiría
en traer otra desgraciada niña a su angustioso país. Veinticuatro
años sufriendo la ridícula incongruencia entre su nombre
hispano y su color, fueron suficientes para que decidiera llamar a su
hija con un nombre de su dialecto natal. Nombre del que nunca ha querido
confesar a nadie, ni siquiera a su portadora, su significado. Nuno dos
Costas, así se llamaba el portugués, la embarcó,
junto con toneladas de madera en listones, en un carguero rumbo al Puerto
de la Luz, en Tenerife, donde se reuniría con ella una vez cerrados
sus negocios en Guinea.
N’waule no esperó a divisar tierra para atisbar su nuevo
mundo. Atendida por el borracho y gruñón médico de
abordo, Nieves dio a luz sin demasiados problemas, el días antes
de arribar a puerto. Nuno llevó a su nueva familia a su casa de
Madrid, y allí las encontraba, siguiendo su vida pagada por él,
cada vez que regresaba de sus frecuentes y largos viajes.
Hasta los veinte años, N’waule vivió en Madrid con
su madre. Estudiante de Filología Inglesa, partió un verano
a Londres con un trabajo de aupair, con la intención de adquirir
acento británico. No tardó en enamorarse del padre del niño
que cuidaba, un periodista separado de su mujer, a la que había
conseguido ingresar en un hospital psiquiátrico. A los tres años
volvió a Madrid, hastiada de no ver el sol y de una relación
desvaída en el smog, con una hija que ahora tiene 12 años,
y con un ticket, generosamente pagado por él, válido, también,
para cualquier institución psiquiátrica.
A principios de 2004, N’waule se encuentra por unos días
en un hospital madrileño, en el que su hija convalece de una operación
de anginas. Juan Walker vela, en la misma planta de ese hospital, a su
padre, que agoniza víctima de una progresiva enfermedad pulmonar.
Se conocen en la sala de espera, donde ambos, fumadores empedernidos,
pasan la mitad de la noche refugiados para no ahumar, cigarro tras cigarro,
las maltrechas gargantas de sus respectivos pacientes. Un día que
su hermana releva a Walker, y su madre, recién llegada de Denia
donde reside, a N’waule, él la invita a cenar en un restaurante
oriental y acaban haciendo el amor en casa de N’, como, desde entonces,
Walker llamará, cariñoso, a la sensual mulata. Al día
siguiente, después de comer juntos de nuevo, ella, apenada por
la tristeza de la madre de Juan, le da una medalla de la Virgen, que una
monjas ofrecieron hace años a su padre enfermo, con la caritativa
intención de que le ayudase a morir. La madre de Juan agradeció
emocionada el gesto a la espalda de N’, que salía corriendo
de la habitación para que no la vieran llorar –y también
para no ver la muerte en la cara del viejo–.
Días después, una gris madrugada en que la enfermera despierta
a Walker diciéndole «No tiene pulso, voy a avisar al médico»,
éste descubre la medallita esposada al cadáver boquiabierto
y lívido. En la huesuda y fría muñeca izquierda,
la señora Walker ha atado la medalla de N’, cuando nadie
la veía, seguramente, piensa Juan, para que le señale el
camino al cielo, ese cielo repleto del aire que su padre, al fin, no necesita
ya respirar. A solas con el cuerpo amarillento que ya no es su viejo,
las lágrimas de Juan prometen a lo que sea que pueda quedar de
él, reponer, con N’, la vida cuyo eclipse acaba de dejar
su mundo deficitario.
Ella vive en Madrid, con su hija y su gata, pero su madre tiene un bonito
chalet en Denia y pasan allí todo el tiempo posible. Cuando él
le dice lo que siente por ella, N’ le responde que no puede ser,
tiene demasiadas responsabilidades, hay demasiada gente que la necesita,
no puede abandonar su vida. Y, sobre todo, no quiere más compromisos.
Por la noche, medio dormida después de hacer el amor –y del
cigarrillo, claro-, ella le pregunta de improviso «¿Te casarías
conmigo?». Al poco, ya en el segundo sueño, vuelve a balbucir
«¿En tu familia hay gemelos? Dicen que es hereditario».
N’ es traductora de inglés y hace pinitos como escritora.
Ha recibido algún premio menor y tiene un libro de cuentos publicado
con modesta aceptación. Incluso le dedicaron un pequeño
artículo en El País. También colabora –cuando
se lo piden, no cada lunes ni cada martes– en una revista femenina.
Pocos meses después, la barriga aún lisa, abandona la cosmopolita
ciudad polucionada para instalarse con Walker en una antigua casa rehabilitada
del valenciano Barrio del Carmen. Con sus dos maletas, hembras de mamífero
ambas, arriba confusa y decidida a la Estació del Nord, donde Walker
espera, confuso e indeciso, el tren que llega para quedarse –«¿Qué
voy a hacer con estas tres hembras? Adiós a mi independiente y
flemática vida; ¡promesas, quién me manda...!»
no consigue obligarse a dejar de sentir–. Superados los cuarenta,
Walker no ha tenido en lustros una relación de pareja con mujer
alguna. Recuerda con extrañeza, como si le hubiera ocurrido a otro,
a sus novias de adolescencia y juventud.
Pronto las dos maletas humanas, la hija y un poco también, muy
a su pesar, la refunfuñona madre, adoran a Walker. No así
la gata, Socia la llaman –irónicamente, desde su punto de
vista–, huraña cuando no bufante, sólo con él.
Con menos esfuerzo del imaginado, él las corresponde, con una ternura
que le sorprende poder rescatar de su disipada vida. Ha atracado su pequeño
velero de siete metros de eslora en el puerto de Denia, y, cada vez que
clima, obligaciones y colegio lo permiten, embarca a las tres mujeres
–Socia se queda en casa, por suerte– en pequeñas travesías
costeras que suelen acabar delante de una paella, en algún chiringuito
playero. Hasta la abuela Nieves disfruta refunfuñando de estas
excursiones. Cristina, la niña, y su madre son felices. En este
ambiente familiar y mediterráneo –Walker ha espaciado sus
viajes y le echan de menos en sus bares favoritos– la barriga de
N’ crece sin preocupaciones, hasta que el médico les comunica
que van a tener gemelos. El flamante matrimonio Walker, pues se han casado
en el juzgado –Walker no transige con la Iglesia, afrontando con
valor terribles pero decrecientes broncas de Nieves–, decide que
la vida, a veces, es perfecta, completa por un momento.
Laia y Ata, Ata y Laia. Es un juego entre ellos; como Nieves, nunca contarán
a nadie esta pequeña historia de complicidad que inventó
el nombre. Una noche de marzo, desnudos en la cama, con el balcón
abierto para disfrutar de la fresca humedad primaveral, Walker aplica
su oído al vientre de N’, tratando de oír lo todavía
inaudible, más sintiendo el transcurrir de la nueva vida en los
erizados vellos de su piel.
—Será un mirador del futuro –dice Juan sin separar
la cabeza de la tensa piel de su mujer–, los prismáticos
con los que extenderemos nuestra mirada hacia el invisible porvenir. Será
el montículo que escalaremos, si somos capaces, con la piel limpia
de frustraciones y esperanzas, para atisbar, curiosear, el mundo que vendrá.
Nos mostrará, por el ojo de un catalejo, lo que tú y yo
no podremos vivir. Eso quiso mi viejo de mí, eso me gustaría
a mí de él. O ella. –Volteando la cabeza, escrutó
sus ojos verdes– ¿Y tú?.
N’ pensó detenidamente la respuesta.
—Sólo debemos darles las piedras, el cemento –contestó,
al cabo, seguramente recordando la torre de la falla de Na Jordana, cremada
la noche anterior–. No podemos, no debemos, influir en la construcción
de su torre, la atalaya. Si lo hacemos, el futuro que veremos, que vea
y viva él o ella, será en parte el nuestro. Nuestro pasado.
—De acuerdo –asintió Walker–. Sólo piedras,
de todos los tamaños, formas y colores, para que invente su atalaya.
Bonita palabra, atalaya.
Y entonces ambos lo supieron, cuando aún no eran tres corazones
latiendo en el cuerpo de ella. Habían hablado a veces, bromeando,
del nombre, «Si es niño Juanin Mundo, si es niña Araceli
Bato». «Si niño Inmanol O’Hagas, no Inmanol Ajodas».
«Si niña Serafina Latía». Intentaban sorprenderse
en los momentos más inesperados; atronaban sus carcajadas, fregando
los platos, haciendo el amor. No les preocupaba, ya vendría el
nombre, igual que nacería el bebé. Y el primero acababa
de llegar. «Atalaya Walker dos Costas, ¿suena bien?»,
dice uno. «Inmejorable», responde el otro.
Por eso, en la consulta del médico, cuando supieron que eran dos
nuevos corazones los que latían al unísono, se miraron y
rieron, para regocijo del doctor. Ata y Laia. Laia y Ata. Masculino y
femenino. Ying y yang. Él, Ata, con un matiz de Laia. Ella, Laia,
con un aroma de Ata.
Bar Buda, Valencia, cuatro de noviembre de 2.004.
Llanto sin nombre
Apenas ha amanecido cuando Socia sube
a su cama de un salto, con el pequeño cadáver amorosamente
sujeto entre sus dientes. Lo deja con cuidado en el regazo de Laia y mira
a la niña, muy quieta, como esperando algo. La gata parió
hace tres días, en el cubil que ella misma se practicó agujereando
el forro inferior de la cama de sus padres. Allí ha mantenido hasta
hoy, protegido y vigilado, al pequeño cachorro, que ellos todavía
no han podido ver ni tocar. Solamente, una tarde, ayudados por una linterna,
pudieron entrever la pequeña cabecita chupando los pechos de su
madre. Cuando intentaron cogerlo, Socia les bufó, como hacía
cada vez que Walker intentaba jugar con ella. N’ les dijo que si
lo sacaban, aunque sólo fuera un minuto, era probable que Socia
no lo quisiera cuidar después, sentiría que ya no era su
hijo.
Socia tiene once años, edad avanzada para un gato, a pesar de lo
cual, nunca ha tenido cachorros. N’waule ha soportado, desde que
un amigo veterinario se la regaló, los terribles celos del pobre
animal: aullidos desesperados, meadas en todos los rincones, frotes de
inequívoco carácter sexual. Incluso alguna vez, con una
mezcla de compasión, asco, curiosidad y, por que no admitirlo,
cierta excitación de soltera solitaria, había intentado
aliviarla introduciendo, cuidadosamente, un bolígrafo en la húmeda
vagina que la gata le ofrecía con el rabo en alto. Desde el principio,
decidió que ella no tenía derecho a castrar a nadie, por
muy animal que se le considerase.
Hace algo menos de un mes que Atalaya, conmovidos por los desesperados
maullidos de Socia, de nuevo en celo, la soltaron en la azotea. La gata
no apareció en todo el día y ellos tuvieron que confesar
la fechoría y sufrir la consiguiente reprimenda. «Y, ¿qué
haremos con los cachorros?», clamaba N’, mientras Walker ocultaba
una sonrisa pensando «¡Seguro que son todos hembras!».
Esta mañana, medio dormida aún, Laia se alegra de que Socia
le enseñe el cachorrito, «Está dormido. ¡Qué
pequeño es!», piensa. Lo sostiene en la palma de su pequeña
mano, lo acaricia y besa con cuidado, sin prestar atención a su
fría languidez. Luego, despierta a Ata, que exclama «¡Parece
muerto!», antes de tocarlo. Socia los mira con los ojos muy abiertos,
acurrucada entre las piernas de Laia. Cuando el niño coge el gatito
y dice «¡Qué frío está!», ambos
comienzan a comprender y corren, espantados, a la habitación de
sus padres.
La abuela Nieves llama por teléfono todos los días desde
que nació el cachorro. Insiste en que deben ponerle un nombre,
«Lo que no tiene nombre no tiene alma, no tiene ser», repite.
Los niños han pasado los tres días imaginando diferentes
nombres, sin decidirse. Ata, después de proponer, sin mucha convicción,
nombres como Tigre o Rayo, se inclina finalmente por Ola, si es gata,
o Khan, si es gato. Laia lo tiene más claro, cualquiera que sea
su sexo, le gusta Sombra.
Los padres confirman que el gatito está muerto y ellos se acuerdan,
llorando, «¡Todavía no le habíamos puesto nombre!
¡Tenemos que encontrar uno ya!». Ata insiste, «Papá,
¿dónde le enterraremos? ¿Qué pasará
si no tiene nombre? ¿Era niño o niña?». Walker
está perplejo, ¿qué se hace con el cadáver
de un gato? ¿Dónde se entierra? ¿O simplemente se
tira a la basura, para que acabe en el cementerio de los restos que no
son humanos?
Pero estos problemas prácticos son desalojados pronto de su mente
por disquisiciones casi teológicas: ¿irá al limbo
por no tener nombre, al no estar bautizado?, ¿creen los cristianos
que los animales van al cielo?. Recuerda la muerte de su padre, como tuvo
que improvisar una respuesta cuando su hermana le dijo «Mamá
quiere abrir el ataúd, dice que si papá despierta no podrá
respirar». Revive como se acercó a su madre, que rezaba en
la capilla arrodillada ante el féretro, sin ser consciente de lo
que iba a decirle. «Papá no está en esa caja, mami.
Papá está en el cielo, porque era un hombre bueno. Y en
nuestros corazones, que nunca le olvidarán», se sorprendió
convenciéndola. Del mismo modo, se sorprende ahora, consolando
a sus afligidos niños, que no quieren soltar el gélido cadáver,
«No tiene nombre, es mejor no ponérselo; el llanto por lo
que no tiene nombre no dura mucho».
Unos días más tarde, el tamagochi de Laia morirá,
descuidado por primera vez. La pequeña mamá creará
uno nuevo, gato, claro. Así podrá dar un dueño, un
ser, al nombre que se ha quedado vacío antes de nacer. Lo primero
que Sombra le pedirá será leche.
Café Lorquiano, Valencia, catorce de noviembre de 2.004.
El boliche y la banana
En Nochevieja se decidieron. O, mejor dicho, Juan logró arrancar
un apenado «Vale» a N’waule. Los niños irían
a la guardería pasado Reyes. N’ temía que la retraída
Laia no se adaptara a un ruidoso grupo de pequeños salvajes. A
pesar de haber hablado de ello muchas veces, en las que N’ estaba
de acuerdo en que posiblemente en la guardería la niña empezara
a relacionarse mejor con el mundo, la madre llevaba desde septiembre buscando
excusas para postergar el momento. Cuando le preguntaron sus deseos, Laia
se limito a contestar «Bueno», como había hecho innumerables
veces desde el verano, añadiendo esta vez, encantada con el regalo
de Papá Noel, «¿Puedo llevar mi tamagochi?».
Ata, por su parte, estaba impaciente por empezar el “cole”,
pese a que no podría llevar su nuevo ordenador. Aunque, en realidad
no era necesario llevarles a la guardería, pues tanto Walker, cuando
no estaba de viaje, como N’ que trabajaba casi siempre en casa,
pasaban mucho tiempo con ellos, los niños debían, en opinión
compartida a regañadientes por la madre, relacionarse cuanto antes
con los que serían sus compañeros o enemigos vitales durante
el viaje hacia la muerte que acababan de iniciar.
Noveno día del año 2.009 a las nueve horas, entran los tres
en “LA NANERIA”, la guardería más cercana a
su casa. N’waule lleva de la mano a los dos niños, decidida
aunque temerosa. Laia satisface tranquilamente alguna necesidad imperiosa
del tamagochi, mientras Ata pugna por soltarse de la mano de su madre.
Mercedes, la que pronto será “Merche, la profe” para
toda la familia, les recibe emergiendo de la, tan temida por N’,
barahúnda de gritos y peleas. Con consternación que Merche
apenas consigue aplacar, N’ deja a sus hijos, Laia concentrada,
Ata observándolo todo a su alrededor, sentados ante un bloque de
plastelina multicolor.
La mañana transcurre sin incidentes hasta que, durante el almuerzo,
en el patio, Ata confisca la canica que Jaime acaba de lanzar buscando
el gua. Es uno de esos raros boliches opacos el que, entre todos, le ha
llamado la atención. Verde profundo, con pequeños puntos
grises, lo ha cogido deseando sumarse a los niños que juegan divertidos
alrededor del pequeño agujero. Sin entender porque Jaime se pone
tan furioso, nuestro ladronzuelo le ofrece la mitad restante de su mordisqueado
sándwich de nocilla, que el ofendido convierte en pasto de hormigas
de un certero manotazo, obsesionado por recuperar su canica. La situación
se salda con la imparcial intervención de la profe, que consigue
la devolución del apreciado boliche, a cambio de que su legítimo
propietario preste a Ata otra de sus canicas, con la que éste pueda
participar en el juego. Juego que Ata abandona, aburrido, al poco rato.
Mientras, Laia ha encontrado su rincón en el patio. Insensible
al bullicioso entorno, ha quedado prendada de las ramas colgantes de un
sauce llorón que vela la esquina más alejada del jardín.
Allí persigue a un minúsculo saltamontes verde que, seguro,
estará encantado de conocer a su tamagochi. Pronto, un pequeño
comando de niñas cerca, entre gritos de miedo y asco, al asustado
saltamontes.
Más tarde, en el comedor, Jaime ve a Ata en el sitio de las niñas,
rodeado de las nuevas amigas de su hermana, a las que está haciendo
reír. Al pasar a su lado, buscando la salida , le dice al amigo
que le acompaña «Oye, ese de las orejas, ¿es niño
o niña?». Ata se vuelve, con un plátano a medio pelar
en la mano, y se lo ofrece, «¿Quieres banana?». «Calla,
que pareces una mona con esas orejas y el plátano en la mano»,
replica Jaime agresivo, «Monita peluda, ¡seguro que no sabes
pelear!», añade, adoptando una desmañada pose de boxeador
en guardia. «Mi papá dice que pelear es perder. ¿Te
gusta perder o quieres plátano?», persevera Ata sonriente.
Esta vez el manotazo aplasta el plátano contra la cara de Ata,
que cae sobre los restos de comida de la mesa. Su hermana se levanta riéndose
de él, «¡Mira cómo le has puesto!», sonríe
burlona a Jaime, que corresponde orgulloso «¡Mirad la mona
manchada! ¿Te gustan los plátanos, monita?», increpa
a Ata, tendiéndole los restos de la banana despanzurrada. Laia
se le acerca riendo y le coge la piel de banana. «A ti, ¿que
fruta te gusta más?» le pregunta mientras Ata se levanta
confuso. «¡Mira la monita, a ella sí le gustan los
plátanos», insiste Jaime, petulante. Sin esperar más
acontecimientos, Laia levanta la rodilla, impactando bruscamente entre
las piernas de Jaime. Mientras este cae, coge la mano de su hermano y
se lo lleva del comedor.
«¿Por qué has hecho eso?», pregunta Ata, mirando
hacia atrás. «Me lo ha dicho mamá», responde
ella; «Si te peleas con una chica, intenta hablar con ella, pero
si un chico te pega, dale en los huevitos así. Me enseñó
como darle con la rodilla». Ata, desconcertado, rompe a llorar sin
saber por qué.
A 3 Bandas, Valencia, seis de noviembre de 2.004.
PENDIENTES DEL SEXO
Un día de verano, hace un calor terrible en Valencia,
Atalaya acompaña a su madre a la peluquería. N’waule
hojea un libro mientras los niños juegan, absortos, con la GameBoy.
Marian, la vecina del segundo interior, entra, al poco, presurosa y sofocada,
empujando el cochecito de su hijo.
—¡Bon dìa!, vengo
corriendo de Mercadona. ¡Hay que ver qué cantidad de gente!
¡Y con este calor! Hola, ¿qué tal, Nuale? –nunca
aprendió a pronunciar su nombre–. Hola niños, ¿cómo
estáis? Tan guapos como siempre, che, ¡cómo me hubiera
gustado a mí tener gemelos! Aunque, la verdad, uno solo ya da tanta
tarea... –no ha parado de hablar desde que llegó; mientras,
ha aparcado el cochecito, depositado la compra en el suelo, besado a N’waule
y manoseado a los niños; ahora encara a la peluquera–. Bon
dìa, Amparo. Oye, ¿podría cambiar al niño
mientras espero mi turno? El pobret se ha hecho de todo; claro, llevo
toda la mañana de aquí p’allá. ¿Dónde
puedo ponerlo? ¡Ah, mira!, en ese sillón libre, si no te
importa Amparo...
Amparo asiente, no muy convencida, cuando
ella ya ha sacado al niño del coche y lo está recostando
en el sillón. Los gemelos abandonan los marcianitos impulsados
por un resorte; de repente hay algo mucho más interesante, sobre
todo a su escatológica edad. Se acercan a la atareada madre, cuyo
imparable parlar ya no interesa a nadie, mientras ésta busca los
pañales en la abarrotada bolsa de enseres postnatales. «¿Podemos
mir..., ayudarte?» pregunta Atalaya por boca de Ata, como casi siempre.
N’ vuelve a observar, no deja de sorprenderle a pesar del hábito,
la compenetración de los gemelos. Parece que pensaran lo mismo
a un tiempo; mas las palabras acuden antes a la boca de Ata, igual que
él fue el primero en sacar la cabeza de su vientre, medita la madre
por enésima vez.
Marian retira los olorosos pañales
de los bajos del bebé, que quedan a la vista de los gemelos, entre
sus pataleantes piernecitas. «Ves, mamá!, él también
tiene pendientes!», exclama Ata en voz baja, pretendiendo que, ensombrecida
entre la charla de la vecina y el llanto del niño, sólo
su madre oiga la observación. En contra del deseo de los gemelos,
Marian, cuyo parloteo ni siquiera ella escucha, Amparo y su clienta, se
vuelven, estupefactas, hacia N’waule, quien se apresura a explicar,
riendo:
—Es que el otro día, en
la bañera, se andaban mirando el uno al otro, y me preguntaron
si a las niñas se les pone pendientes en las orejas porque, como
no los tienen en el culo como los niños...
Ateneo Mercantil, Valencia, diecinueve de noviembre de
2.004
.La Luna de Valencia
La Princesa Sideral no pudo reprimir el grito, aunque
sabía perfectamente que, gracias al neurotransmisor, su pensamiento
podía ser oído por el Capitán Rufus.
—¡Cuidado, Capitán! Una enorme roca
se acerca a tu nave. ¡Detrás de ti, a las cinco!
Rufus giró precipitadamente los mandos de su nave
espacial modelo AU500, recién salida de la factoría Marte-Sur.
—¡Gracias Princesa! No lo había visto
–contestó el Capitán tras evitar el impacto–.
Era el casco a la deriva de un antiguo trasbordador, un Challenger, creo.
¡Hay qué ver la cantidad de chatarra que atraen estos agujeros
negros!
No sabían ya cuánto tiempo llevaban luchando
contra la desaforada gravedad de aquel agujero negro. Varias veces habían
estado a punto de ser absorbidos definitivamente por él; otras
tantas, después de conseguir alejarse, habían sido capturados
de nuevo; su huida impedida por las naves de la Confabulación Jupteo-Robótica,
que les rodeaban.
—Sincronicemos nuestras fuerzas antigravitatorias.
Hemos de escapar de este maldito agujero y del acoso de esos perros galácticos
–dijo Rufus–.
—Recuerda Rufus, en cuanto salgamos, tú
desapareces en el hiperespacio, mientras yo pongo rumbo al centro de la
galaxia para despistar a esas fieras.
—A tus órdenes, Princesa. Espero que funcione.
Ignición en diez segundos, nueve, ocho, ¡Llamando...!, siete,
seis, ¡Llamando a las Fuerzas Siderales!, cinco, cuat...
—¡Capitán, no te escucho! Hay psicoferencias
en la comunicación.
—Un momento, Princesa. Voy a sintonizarlo bien,
puede ser importante...
—¡Fuerzas Siderales, aquí la cocina!
La cena está en la mesa, abandonen inmediatamente sus puestos de
combate.
Sea por el ancestral hambre o debido al poder de los
presentes –y futuros, es de temer– medios de persuasión,
las naves espaciales se transformaron súbitamente en camas, sus
mandos en los de la Play; los neurotransmisores trasmutaron en vulgares
cascos estereo y el espacio inconmensurable fue cercado por las paredes
de una habitación de doce metros cuadrados. La Luna, en la ventana,
volvió a ser la de Valencia.
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