Elegante y Grande
Jero miraba al suelo. Una fila de atareadas hormigas exploraba el borde del camino, moviendo sin cesar antenas y patas. ¿Dónde iban?. ¿Quién dirigía aquel desfile?. Dio varias zancadas para ponerse en cabeza de la formación. Las hormigas rodeaban los obstáculos que Jero ponía en su camino. Se dispersaban a su alrededor e inmediatamente volvían a su impecable formación. No se veía comida por ninguna parte... ¡La sirena! Su padre estaría en casa pronto para comer. Vendría por el camino de la acequia. Elegante y grande. Saldría a su encuentro; ¡No! Mejor se escondería entre las cañas y le daría un buen susto. Tenía que atravesar el huerto donde había estado ayudando a Isidro, el jardinero, a recoger patatas con su zacho pequeño... El olor a tierra húmeda, recién aireada era delicioso. Los gusanos eran sorprendidos al voltear la tierra, y huían a esconderse por los agujeros de los terrones llenos de túneles. Isidro le había dicho que comían tierra y luego la cagaban, después de alimentarse. A Jero le excitaba la sensación al escabullirse de sus dedos cuando intentaba atraparlos. Iba destripando terrones en pos de uno de ellos... - HOLA. ¿QUÉ HACES? La voz alegre de su padre le sobresaltó. Estaba justo detrás, mirando sus manos llenas de tierra. - ¿ESTÁS JUGANDO SOLO? Jero se colgó de su mano dispuesto a contarle sus descubrimientos de esa mañana… Jero aún no lo sabía, pero aquello era la felicidad.
Ojos que no ven Jero miraba atónito la jaula vacía; El suelo rojo brillante, el tejado en forma de casita, y una gran rueda suspendida en el centro, que el hamster hacía rodar alzado sobre dos patas. A un lado, dos barrotes ligeramente separados marcaban la ruta de la fuga. ¡El muy desagradecido! Así pagaba su traslado desde un oscuro bote de detergente, donde había vivido dos meses tranquilo y sumiso a sus caricias. Desde el primer día, el bicho había despreciado olímpicamente su nueva y lujosa residencia, y roía obsesiva e inútilmente los barrotes de alambre en su intento de escapar. Había que reconocer que, contra todo pronóstico, lo había conseguido, pero Jero no estaba dispuesto a dejarse vencer al primer contratiempo. Noche tras noche, cuando los mayores se habían acostado, Jero apilaba montoncitos de pipas en el centro de cada habitación, cerrando luego la puerta cuidadosamente. Tarde o temprano, el hambre le obligaría a delatar su presencia. El hamster debía tener poderes mágicos, o tal vez había hecho amistades, porque eran varias las habitaciones que mostraban aleatoriamente cáscaras de pipas, lo que a su madre no parecía hacerle ninguna gracia. Ric ric ric. Ric ric ric. Aquélla noche, al salir de una de las habitaciones oyó un ruidito y el corazón casi se le para. El ruido cesó de inmediato al encender la luz, pero Jero ya se había fijado en un sospechoso montón de serrín junto a una pata del sofá. ¡Miserable roedor! ¡Ya te tengo! El hamster se acurrucaba temblando en un rincón, flaco y sucio, con sus diminutos ojos negros clavados en los de Jero. Al verlo tan demacrado, Jero se sintió feliz de recuperarlo y dispuesto a perdonar. Ya había comprobado de primera mano la dureza de la vida en libertad y volvería feliz a su cómoda casita. Con cuidado, lo limpió y acarició, y lo introdujo en su jaula llena de comida. El animalito comió con ansia y llenó a tope sus grandes carrillos en previsión de futuras escaseces. Seguidamente, se lanzó de nuevo sobre los barrotes con uñas y dientes. ¡Aquello era demasiado! Jero abrió la puerta de la jaula y lo agarró con firmeza. Con la otra mano, cogió una caja de zapatos y metió al hamster, cerrando la tapa y haciendo agujeritos para respirar. Así volvería a su anterior vida apacible. Ojos que no ven…
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