Conocí a Covadonga González con motivo del primer taller de literatua que impartía en mi vida, pocos meses antes de quedar finalista del Nadal, y me entusiasmó su entusiasmo. Es estudiante de periodismo, y ha trabajado en Radio Intereconomía. Creo que es la más joven de todos los Tripulantes de mi barco sin nombre, y durante el primer trimestre tuvo la amabilidad de hacerme las veces de ayudante, labor de la que la he liberado en la actualidad para que se dedique en exclusiva a hacer crecer a Valentina, su personaje.

 

INFANCIA

 

 

VUELA

Empuñaba los mandos de su bicicleta en lo más alto de la cuesta que enlazaba su casa con la de enfrente.
La bici era roja y la había heredado de su hermana, pero no quería una nueva, porque esta se parecía a la que llevaban los demás niños de su pandilla.
Miraba el final de cuesta, que ahora le parece un paseo, pero que por aquel entonces era poco menos que una montaña rusa. No tiene miedo.
Empieza a bajarla hasta que suelta los pies porque sus piernas no dan para pedalear tan rápido.
Nota el viento en su cara y el suelo de tierra hace que la bicicleta tiemble y Valentina con ella, no tiene miedo a caerse, tiene que conseguirlo.

Al final hay un grupo de sauces llorones que le dan con sus ramas al pasar, justo antes de torcer y de que se acabe la cuesta.
Da un frenazo seco y mira a su alrededor.

¡Bien, hoy es como Álvaro!

 

BICHOS


A Valentina le encantaba el olor a primavera y sus sonidos y sus colores.
El ruido casi ensordecedor del cortacésped y su olor una vez cortado.
El jardín de su casa se llenaba de color, parecía uno distinto al de invierno, con todas aquellas hojas secas.
Desde principios de marzo ya podía verse a Valentía vagando por el jardín con aquella enorme caja de zapatos entre las manos.
Había puesto en grande la palabra “bichos” y la había pintado de flores y mariposas con las ceras del colegio.

La tapa la había llenado de agujeros que había hecho con un lápiz puntiagudo para meterlos y que pudieran respirar, claro, que a veces los agujeros eran más grandes que los insectos y se escapaban desesperados.

Le gustaban todos, aunque había unos morados que cambiaban de color con los rayos de sol, que eran sus favoritos.
Podía pasarse horas en las plantas de lavanda. O tumbada boca abajo persiguiendo a un bicho bola.
Las mariquitas siempre terminaban volando en el último momento y cuando fue un poco más mayor se atrevió con los saltamontes.
Sus vecinas la miraban raro, no entendían como le podía gustar con el asco que daban, sin embargo Valentina podía ver las diferencias entre unos y otros, llamándoles a cada uno por su nombre.

Cuando llegaba a casa se los enseñaba orgullosa a mamá y a Lalo. Llevaba los vaqueros sucios, sobre todo en las rodillas y una sonrisa que le ocupaba toda la cara.
Pero al rato siempre le pasaba lo mismo, le daba pena verlos a todos ahí juntitos, y aunque había cortado algunos hierbajos y tenía arena del parque, no era lo mismo.
Así que con las mismas volvía a la planta de lavanda donde los encontró y uno a uno los iba colocando en una ramita diferente.

Poco a poco, Valentina fue notando que siempre que llegaba del jardín le picaban mucho los ojos y las manos se le ponían gordas como pepinos.
Su madre le explicó que tenía alergia y que no podría seguir recogiendo bichitos.
Se sintió triste en un principio, pero luego Lalo le hizo su mejor regalo, el que le acompaño y sigue acompañando a todas partes.
Un pequeño cuaderno en el que Valentina dibujaría todos los bichos que iría encontrando en su camino.
Cuando fue más mayor ya no los pintaba sino que escribía sobre ellos, sobre sus colores y sobre los olores y recuerdos de su vida.
En la portada puso bichos y los pintó de flores y mariposas con las ceras del colegio.

 

MUTILACIÓN

Era su mejor amiga
Para su madre no era más que un trapo viejo y usado que Valentina llevaba a todos lados como si su vida dependiera de ello, pero era más que eso. Era su compañera desde que nació, lo primero que fue capaz de identificar cuando pudo abrir los ojos, quien le acompaño al colegio el primer día de clase, en fin era Trista

Aquella mañana, Valentía se levantó a la vez que Lalo, que estaba sentado como cada día leyendo el periódico en su sillón favorito.
Fue a darle un beso apretadito de esos que tanto le gustaban a su abuelo y después ambos se pusieron a desayunar. Para entonces mamá ya se había ido a trabajar y era de nuevo Lalo quien la llevaría al colegio.
Una vez vestida y preparada, Valentina cogió su maleta roja y brillante y metió en ella a Trista que la esperaba con los ojos abiertos como canicas y una sonrisa perpetua.
Y los tres se fueron al colegio.


La clase de Valentina era de color amarillo y en la puerta había una mariposa grande, era la clase de las mariposas. Al entrar, había unas perchas en las que cada alumno debía colocar su abrigo y su mochila, y así lo hizo.
Cuando acabó el día y Valentina fue a recoger sus cosas, se encontró con su maleta abierta y sin Trista dentro. La llamo una y otra vez con un hilito de voz, pero no respondió.
No sabía que hacer y sus ojos se fueron llenando poco a poco de lágrimas, pero no lloro. Se sorbió la nariz con la manga de la chaqueta y se puso a buscar, debajo de las mesas, en las sillas, dentro del armario de las ceras….pero Trista no estaba por ningún lado.
De repente y entre los demás niños Valentina pudo ver a Lucas, su peor enemigo, el niño más malo de la clase.
Pudo intuir, que para bien o para mal había encontrado a Lola
Allí estaba él con su muñeca entre las manos, sentado en el suelo como si no pasara nada e intentando desesperadamente sacarle el brazo.
Y lo consiguió, ya que cuando Valentina llegó, era demasiado tarde.
Se lanzó contra él y le arrebató a su mejor amiga de entre las manos. Lucas riéndose, se llevó consigo el brazo mutilado de Trista.
En ese momento le hubiera gustado hacerle a él lo mismo. Retorcerle el brazo hasta que llorara pidiendo perdón por habérsela quitado Sin embargo no lo hizo. Se quedó quieta con los labios apretados y roja de rabia. Se levanto del suelo y muy seria fue a colocar su muñeca en su maletita roja.
La dejo debajo de su abrigo y fue casi sin darse cuenta a rebuscar en las mochilas de sus compañeros hasta que finalmente dio con la de Lucas. En ese momento el niño-diablo se encontraba haciendo alguna de las suyas, así que no la veía.
Valentina cogió el tarro de las canicas que con tanto esmero había ido coleccionando y las vertió una a una por el hueco de w.c, después tiro de la cadena y fue despacito a colocar la mochila donde se encontraba.
Volvió a por sus cosas y en el trayecto se encontró a Lucas que todavía seguía riéndose, ríete, ríete…
Cuando llegó Lalo, Valentina tenía un nudo en la garganta y no pudo evitar contarle a su abuelo que su mejor amiga había sido atacada y ahora estaba malita.
La sacó de la maleta dulcemente y se la enseñó.
Este la levantó y le dijo que seguía siendo la muñeca más bonita que jamás había visto y que al llegar a casa la arreglarían juntos. Pero Trista no volvió a ser la misma.
Con unas medias rotas y rellenas de algodón, Lalo le fabrico un brazo que sustituía al mutilado.
Lo llenó de mariposas de colores con esas pinturas que nunca se borran y que huelen tan fuertes y se lo cosió a la manga del vestido.
Esta vez ni la magia de Lalo consiguió que volviera a ser la se siempre, pero Valentina había vengado a su muñeca y había aprendido a hacerse un hueco en el mundo de los niños.

 

Ni tan abuela, ni tan lobo


Aquella mañana se puso lo más cómodo que tenía para pasarse el día montando en bici. Un pantalón de chándal y una sudadera roja con capucha, era la mejor vestimenta para ir de un lado a otro con la bicicleta orgullosamente heredada.

Cuando estaba casi apunto de salir, su madre le tiró de la capucha y le recordó que tenía que ir a ver a su abuela, que vivía a pocas calles de la suya.
Le había preparado algo caliente, comida recién hecha y un tarrito de miel con limón para el catarro que no había terminado de curar.
Lo guardo todo en la mochila de flores de Valentina y ella marchó al trabajo.
A Valentina no le hacía gracia ir precisamente en sábado a ver a su abuela, primero porque era sábado y además porque aquella anciana no se parecía en nada a la del cuento.
Pero mochila en mano, fue bajando de dos en dos las escaleras del portal, canturreando de calle en calle hasta llegar a su destino, calle castaño nº 2.
La casa de su abuela no le había gustado nunca, olía rancio y estaba decorada con colores chillones y discordantes. Siempre estaba desordenada y nunca había dulces ni postres ricos de esos que hacen las abuelitas tiernas de pelo blanco.

Llamó un par de veces hasta que la puerta se abrió.
Aquel día estaba más vieja y fea que de costumbre. Vestía una bata de flores con escote hasta el canalillo. Unas chanclas que dejaban ver sus dedos retorcidos adornados con uñas rojas a medio pintar.
El maquillaje de sus ojos y aquellos enormes aros dorados en las orejas, resaltaban aun más cada rasgo de su enorme cara, haciéndolos parecer considerablemente más grandes.
Cogió los carrillos de Valentina entre sus angulosas manos de uñas largas y de nuevo rojas, para plantarle un beso blando y sonoro.
El aliento le olía a tabaco y el carmín de los labios había quedado marcado en la blanca piel de Valentina. Acto seguido volvió al sillón de donde se había levantado entre toses y gargajos para abrir la puerta.
La habitación estaba impregnada de un humo espeso y sucio que salía del cigarro, aparcado en el cenicero junto a un montón de colillas.

En ese momento a Valentina le hubiera gustado que apareciera el leñador del cuento para matar al lobo en el que se estaba convirtiendo poco a poco, su abuela.

 

EL SOL TRAS LAS CORTINAS


El día favorito de Valentina era el domingo, sobre todo si hacía buen día y podían salir a pasear.
Le gustaba despertarse con los primeros rayos de sol cuando Lalo abría las cortinas obligándola a levantarse.
Siempre había dormido poco, incluso ahora se despierta antes de que suene la alarma del despertador.
Pero cuando vivía con Lalo y mamá aguantaba todo lo posible para que fuera su abuelo quien la despertase.

Aquella mañana por primera vez, Valentina se levantó sola. Abrió los ojos poco a poco pestañeando repetidas veces y comprobó que la habitación seguía a oscuras.
Se levantó despacito llevándose consigo a Trista y fue al salón.
Allí estaba Rosa, su vecina del primero.
Valentina abrió mucho los ojos, siempre lo hace cuando está asustada, y preguntó por Lalo y por mamá.
Rosa titubeando se inventó una historia bastante poco creíble, de un viaje a no sé donde, pero que volverían pronto. Valentina no la creyó, claro.
Insistió una y otra vez que quería verlos o por lo menos hablar con ellos. Así estuvo tanto rato que finalmente consiguió lo que quería.
Cogió el teléfono y marco unos cuantos números. Después Rosa dijo algo que Valentina no pudo escuchar y acto seguido le pasó el auricular.

-¿Lalo? ¿dónde estás? Tras unos instantes de conversación, Valentina le devolvió el teléfono a Rosa.

Restregándose los ojos con una mano y arrastrando a Trista con la otra volvió a su habitación, bajo sus sábanas y sin encender la luz. Sin dejar pasar el sol tras las cortinas.

Aquel sería el primero de los amagos de infarto que le darían a Lalo, y también la primera vez que Valentina conoció el miedo.

 

El niño con la cara de color luna

Valentina ya conoce la muerte aunque no la mirara a los ojos cuando casi la rozó con los dedos.
Josito era el vecino de al lado, un niño delgaducho y desgarbado. Tenía un aspecto tan débil que parecía que cada invierno, el viento se lo iba a llevar con el.
Siempre tenía una pequeña sombra negra que enmarcaba sus ojos; un toque oscuro en aquella cara porcelanosa y redonda.
Aquel jueves de enero la madre de Josito estaba muy preocupada. Se había levantado rígido. Siempre acudía a Lalo cuando necesitaba ayuda. Él sabía como tranquilizarla haciendo empequeñecer sus problemas.

Rosa era una señora que siempre tenía la máscara del miedo y la preocupación velándole la cara. Continuamente con prisas y con el pequeño y debilucho Josito colgando del brazo. Su marido era camionero y nunca estaba en casa así que pasaban la mayor parte de su tiempo solos, por eso, Lalo siempre le echaba una mano.

Aquella mañana Josito no había querido levantarse y se quejaba de un dolor agudo en la nuca. Le pinchaba. Se apretaba y se apretaba para intentar que no se le escapara la vida.
Lalo, llamado de urgencia por Rosa, entro en casa de los Arrieta y se dejo conducir hasta la habitación del niño. Valentina iba detrás, medio escondida tras los pantalones de su abuelo.

Olía a medicinas y a viejo y el ambiente estaba muy cargado. La madre del niño nunca abría las ventanas supongo que por el miedo a que Josito recayera en cualquiera de las continuas enfermedades que empezaba a coleccionar.
Se asomó a su cama. Estaba con los ojos cerrados. Los medio abrió al escuchar las voces pero no dijo nada.
Lalo intentó incorporarlo. Su cuerpo ardía, y por primera vez tenía color en las mejillas, el color rojo de la fiebre. Valentina lo miraba todo desde la distancia de la puerta.

Intentó hacerle hablar preguntándole por el colegio y por sus amigos, pero el niño había perdido las fuerzas y se dejaba hacer. Rosa, cada vez más nerviosa, iba y venía con las manos muy juntas, rezando a todos sus santos.
Valentina vio el miedo en la cara de Lalo y el pánico en la de Rosa. Le decían que me fuera a casa que llamara a mamá, pero estaba inmóvil. Tenía los ojos fijos en los de Josito. Los suyos cerrados, los de Valentina asustados.

Nunca había sido de sus grandes amigos, pero en aquel momento deseó con todas sus fuerzas hacer algo por aquel niño de los ojos tristes.

Lo envolvieron en la manta que cubría su cama y se lo llevaron al hospital, entre los llantos entrecortados de Rosa y los espasmos que salían de aquel cuerpecito inerte. Valentina volvió a casa y se lo contó todo a su madre.

Esperó mucho, sentada en el banquito de madera que hay en la entrada de su casa. Espero y espero y cuando Lalo llegó traía la muerte escrita en la cara.
Ni siquiera reparó en Valentina y se fue directo a su habitación. Cerró la puerta y desde el rellano Valentina le escucho un sollozo.

De nada había servido rezar.

Aquel niño de la cara color luna había muerto aquella mañana de invierno sin que ni siquiera Lalo pudiera hacer nada por evitarlo.


Claro que Valentina sabía que había un cielo para los niños, donde las nubes eran de azúcar y las estrellas de limón. Que la cara de Josito era la Luna que desde aquel jueves brillaría en todo su esplendor.
Y así se lo intentaba explicar a Rosa.


ADOLESCENCIA

 

 

LOS CHICOS DEL "B"

 

Uno de los mayores placeres de Valentina era ir los sábados por la tarde al cine España, un cine pequeñito con pocas salas, donde podían verse las mejores películas.
Siempre iba con Lalo, elegían la película entre los dos y luego compraban palomitas, un cubo lleno hasta arriba.
Aquella semana, Clara le había propuesto ir al cine, porque se había enterado que irían los chicos del “B”, después comerían chuches mientras intentaban sonsacarle alguna información a Lucas sobre quien podía gustarle.

Clara, su mejor amiga, siempre había sido más valiente que ella y le incitaba a pasar aventuras juntas. Contaba las cosas en un tono pícaro y burlón, pronunciándose aun más el hoyito que tenia en la barbilla. Abría mucho los ojos expresando cada una de sus ilusiones con las manos y con los dedos, así que Valentina nunca podía resistirse.

Mamá le tenía prohibido salir sola más allá del portal.
Podía jugar sin cruzar la calle, donde se la pudiera ver. Siempre en la acera y si era con un balón sin botarlo. Nunca con chicos grandes, a poder ser con niñas y si son del cole mejor, en fin, que los divertimentos de Valentina iban menguando en función de los miedos de mamá.
Pero el plan que le proponía Clara, era lo suficientemente atractivo como para una pequeña mentirijilla, ¿piadosa?
Salio diciéndole a Lalo que estaría justo abajo jugando con Álvaro y los demás, pero en la mochila llevaba su camiseta favorita y aquel día no se puso coleta.
Quedo con Clara en el kiosco de Herminia y cuando se encontraron, nerviosas, corrieron al cine.

Aquel día, una de amor y en la cola de al lado los chicos del “B”.

 


HACERSE MAYOR DE GOLPE

Valentina creía que no era posible hacerse mayor de golpe.
Tampoco quería aprender tan rápido y prefería ir poco a poco viviendo cada minuto de su vida.

Para Valentina, su época de adolescente fue íntimamente ligada a su interés por descubrir el mundo.
Por aquella época ya había conseguido convencer a su madre que divertirse no era sinónimo de drogas ni malas compañías, y aunque Valentina era notable por sus notas y su disciplina no conseguía que su madre se fiara. Su abuelo sin embargo si confiaba en ella.

Pasaban las tardes de invierno soportando el frío como podían.
Se resguardaba con Clara y los demás en unos soportales donde habían ido apilando bancos hasta convertirlo en su lugar de recreo.
Llevaba el gorro de rayas azules y amarillas calado hasta las cejas y las manoplas, demasiado grandes, tapaban los rasgos blancuzcos de la piel de Valentina. Sin embargo aquellos ojos azules quedaban claramente resaltados por el brillo que le daba el frío del invierno. Y su figura antes espigada ahora estilizada, hacía de muchos sus más fervientes admiradores.


Una de las tardes del fin de semana de aquella época, se reunieron como siempre, para no hacer nada, para hablar, para reír y hacer planes de futuro. Aquella tarde Valentina sin quererlo, se hizo mayor de golpe.

Oscar era uno de los chicos grandes a los que se refería su madre cuando hablaba de “malas compañías”. Por aquel entonces Valentina creía que su madre no sabía nada de la vida y no entendía la importancia de hacerse amigo de los fuertes y ser del bando de los más famosos.
Oscar era conocido donde fuera. Sus rasgos angulosos, sus ojos claros enmarcados por unas pestañas espesas y negras, muy parecidas a las de Valentina y su pelo oscuro, le daban un aspecto mayor a su edad real.
Aquel día Oscar estaba allí.

Le invito a unas pipas, le hablo de su pelo, envolviéndola en toda clase de elogios y se ofreció a acompañarla a casa. Valentina que motivada por los pesimismos de su madre, no creía en la buena suerte, creyó que aquel día podría darle con un canto en los dientes.

Sin embargo a pocos metros del portal 6 en el que vivía, se encontró teniendo que apartar a un baboso y desconocido Oscar que se aferraba a sus caderas intentando bajar a toda costa el pantalón de Valentina.
Aquellas manos hasta entonces símbolo de hombría y atracción se convirtieron en las cadenas que aferraban las suyas propias contra su espalda.
No se atrevió a gritar, aunque lucho con uñas y dientes para soltarse de aquel ángel convertido en verdugo.

Cansado, supongo del esfuerzo de la lucha Oscar se dio por vencido soltando con un gesto entre el asco y el desprecio a Valentina, que le espetó toda clase de insultos. Todos los que se sabía y tenía prohibido decir. Se los dijo todos e intentó quedarse un poco más aliviada, mientras se colocaba la ropa y se abrochaba el pantalón.
Oscar se volvió por donde habían venido casi sin inmutarse.

Y Valentina aquella noche durmió con su madre.

 

 

JUGO MÁGICO

Las noches de verano hacían surgir en Valentina un efecto mágico. El aire olía a sal con frecuentes ráfagas dulzonas de los restaurantes del paseo que terminaban su jornada.

Habían cogido por costumbre acercarse a la playa que estaba cerca de la casa que alquilaba todos los veranos con Lalo y su madre.
La cara le ardía por una día intenso de sol, que teñiría los carrillos de Valentina de un inusual rojo intenso.

Sentados allí, en las rocas, haciendo un corro con aquel grupo de gente que se juntaba cada verano para contar las hazañas de aquel año, pasaba sus noches de verano Valentina.
Aquella noche, se festejaba el cumpleaños de Pablo, uno de los más antiguos del grupo, e invitaba a todos a Sangría. Pablo decía que era un “jugo mágico” y a Valentina le gustó la idea.
Probó primero con la puntita de la lengua, siempre lo hacía cuando no estaba convencida, para luego terminar dando sorbitos cortos. Aquel sabor dulzón del azúcar añadido y la mezcla de licores afrutados le gustó.
Tanto, que se tomó un vaso y luego otro, y luego otro más y cuando se quiso levantar el mundo bailaba bajo sus pies a la vez que con una risa incontenida, el mareo se fue poco a poco apoderando de la “pequeña y buena Valentina”.

Rió, bailo y también se enamoró, pero a la mañana siguiente juró entre una y otra de sus continuas visitas al baño, no volver a probar aquel jugo mágico que teñía su cara de verde, hacía moverse el suelo y le privaría de disfrutar de un maravilloso desayuno mediterráneo mirando al mar.

El fin de semana siguiente, volvió a desayunar manzanilla.

 

El viaje

Su pelo negro. Enmarañados unos rizos imperfectos. Su cara redonda y rosa. Si, porque la cara de Clara es rosa.
Y así, con aquel aspecto desaliñado, se había presentado en la puerta de la casa de Valentina para proponerle un viaje, EL VIAJE.

Su plan era coger la mochila y llegar a Méndez Alvaro, allí tomarían un autobús, cualquiera, y se marcharían, así de fácil.

Valentina duda. Se muere de ganas por marcharse y salir de ese pequeño espacio al que se reduce su vida, pero eso de mentir, se le hace muy cuesta arriba, Clara le anima “¿si no lo hacemos ahora, cuando vamos a hacerlo?”.
No se irían para siempre, solo hasta que se les pasase el cabreo, tres o cuatro días a lo sumo. Han dicho que la una estaba en casa de la otra y se han marchado, así de fácil.

Han conseguido algo del dinero de un trabajo esporádico en la tienda de una amiga y con eso, suficiente para irse a intentar entender un poquito más el mundo y a ellas mismas.
Su destino, Barcelona. Querían ver el mar y conocer otra gran ciudad.
Durante el camino, han ido compartiendo los auriculares para escuchar las canciones de su vida y su favorita “loosing my religión”, y así, sintiéndose un poquito más mayores han emprendido el viaje, su primer viaje más allá de la sierra madrileña.

Valentina ha ido todo el camino mirando por la ventada para ver pasar todas aquellas imágenes como un cuadro difuminado y cuando han ido llegando a Barcelona, su destino (le encantaba repetírselo, su destino) el olor a sal que se cuela por la ventanilla abierta del asiento de delante, ha instalado en Valentina un sentimiento de felicidad constante que no le ha abandonado hasta el viaje de vuelta.

Valentina mira a Clara que sigue todavía dormida, hecha un nudo entre los miles de jerseys que ha utilizado para taparse de ese aire acondicionado que les ha martirizado todo el camino.
La mira y no puede sentir por ella más que admiración. La vuelve a mirar y de nuevo mira por la ventana.
¿Que sería de Valentina sin ella?

Con suaves empujoncitos intenta despertarla.
“Clara, ya hemos llegado”

 

Con veinte soñadores por banda, no corta el mar sino vuela, un velero bergantín, bajel pirata al que llaman, por su bravura, El Temido... si quieres más busca a Espronceda, baby Los Relatos de LA TRIPULACIÓo

 

Con una voz sin estridencias Covi ha ido dibujando un personaje cercano, absolutamente creíble, del que espero aún muchos y excelentes relatos.