INFANCIA
VUELA
Empuñaba los mandos de su bicicleta
en lo más alto de la cuesta que enlazaba su casa con
la de enfrente.
La bici era roja y la había heredado de su hermana,
pero no quería una nueva, porque esta se parecía
a la que llevaban los demás niños de su pandilla.
Miraba el final de cuesta, que ahora le parece un paseo, pero
que por aquel entonces era poco menos que una montaña
rusa. No tiene miedo.
Empieza a bajarla hasta que suelta los pies porque sus piernas
no dan para pedalear tan rápido.
Nota el viento en su cara y el suelo de tierra hace que la
bicicleta tiemble y Valentina con ella, no tiene miedo a caerse,
tiene que conseguirlo.
Al final hay un grupo de sauces llorones
que le dan con sus ramas al pasar, justo antes de torcer y
de que se acabe la cuesta.
Da un frenazo seco y mira a su alrededor.
¡Bien, hoy es como Álvaro!
BICHOS
A Valentina le encantaba el olor a primavera y sus sonidos
y sus colores.
El ruido casi ensordecedor del cortacésped y su olor
una vez cortado.
El jardín de su casa se llenaba de color, parecía
uno distinto al de invierno, con todas aquellas hojas secas.
Desde principios de marzo ya podía verse a Valentía
vagando por el jardín con aquella enorme caja de zapatos
entre las manos.
Había puesto en grande la palabra “bichos”
y la había pintado de flores y mariposas con las ceras
del colegio.
La tapa la había llenado de agujeros
que había hecho con un lápiz puntiagudo para
meterlos y que pudieran respirar, claro, que a veces los agujeros
eran más grandes que los insectos y se escapaban desesperados.
Le gustaban todos, aunque había unos
morados que cambiaban de color con los rayos de sol, que eran
sus favoritos.
Podía pasarse horas en las plantas de lavanda. O tumbada
boca abajo persiguiendo a un bicho bola.
Las mariquitas siempre terminaban volando en el último
momento y cuando fue un poco más mayor se atrevió
con los saltamontes.
Sus vecinas la miraban raro, no entendían como le podía
gustar con el asco que daban, sin embargo Valentina podía
ver las diferencias entre unos y otros, llamándoles
a cada uno por su nombre.
Cuando llegaba a casa se los enseñaba
orgullosa a mamá y a Lalo. Llevaba los vaqueros sucios,
sobre todo en las rodillas y una sonrisa que le ocupaba toda
la cara.
Pero al rato siempre le pasaba lo mismo, le daba pena verlos
a todos ahí juntitos, y aunque había cortado
algunos hierbajos y tenía arena del parque, no era
lo mismo.
Así que con las mismas volvía a la planta de
lavanda donde los encontró y uno a uno los iba colocando
en una ramita diferente.
Poco a poco, Valentina fue notando que siempre
que llegaba del jardín le picaban mucho los ojos y
las manos se le ponían gordas como pepinos.
Su madre le explicó que tenía alergia y que
no podría seguir recogiendo bichitos.
Se sintió triste en un principio, pero luego Lalo le
hizo su mejor regalo, el que le acompaño y sigue acompañando
a todas partes.
Un pequeño cuaderno en el que Valentina dibujaría
todos los bichos que iría encontrando en su camino.
Cuando fue más mayor ya no los pintaba sino que escribía
sobre ellos, sobre sus colores y sobre los olores y recuerdos
de su vida.
En la portada puso bichos y los pintó de flores y mariposas
con las ceras del colegio.
MUTILACIÓN
Era su mejor amiga
Para su madre no era más que un trapo viejo y usado
que Valentina llevaba a todos lados como si su vida dependiera
de ello, pero era más que eso. Era su compañera
desde que nació, lo primero que fue capaz de identificar
cuando pudo abrir los ojos, quien le acompaño al colegio
el primer día de clase, en fin era Trista
Aquella mañana, Valentía se
levantó a la vez que Lalo, que estaba sentado como
cada día leyendo el periódico en su sillón
favorito.
Fue a darle un beso apretadito de esos que tanto le gustaban
a su abuelo y después ambos se pusieron a desayunar.
Para entonces mamá ya se había ido a trabajar
y era de nuevo Lalo quien la llevaría al colegio.
Una vez vestida y preparada, Valentina cogió su maleta
roja y brillante y metió en ella a Trista que la esperaba
con los ojos abiertos como canicas y una sonrisa perpetua.
Y los tres se fueron al colegio.
La clase de Valentina era de color amarillo y en la puerta
había una mariposa grande, era la clase de las mariposas.
Al entrar, había unas perchas en las que cada alumno
debía colocar su abrigo y su mochila, y así
lo hizo.
Cuando acabó el día y Valentina fue a recoger
sus cosas, se encontró con su maleta abierta y sin
Trista dentro. La llamo una y otra vez con un hilito de voz,
pero no respondió.
No sabía que hacer y sus ojos se fueron llenando poco
a poco de lágrimas, pero no lloro. Se sorbió
la nariz con la manga de la chaqueta y se puso a buscar, debajo
de las mesas, en las sillas, dentro del armario de las ceras….pero
Trista no estaba por ningún lado.
De repente y entre los demás niños Valentina
pudo ver a Lucas, su peor enemigo, el niño más
malo de la clase.
Pudo intuir, que para bien o para mal había encontrado
a Lola
Allí estaba él con su muñeca entre las
manos, sentado en el suelo como si no pasara nada e intentando
desesperadamente sacarle el brazo.
Y lo consiguió, ya que cuando Valentina llegó,
era demasiado tarde.
Se lanzó contra él y le arrebató a su
mejor amiga de entre las manos. Lucas riéndose, se
llevó consigo el brazo mutilado de Trista.
En ese momento le hubiera gustado hacerle a él lo mismo.
Retorcerle el brazo hasta que llorara pidiendo perdón
por habérsela quitado Sin embargo no lo hizo. Se quedó
quieta con los labios apretados y roja de rabia. Se levanto
del suelo y muy seria fue a colocar su muñeca en su
maletita roja.
La dejo debajo de su abrigo y fue casi sin darse cuenta a
rebuscar en las mochilas de sus compañeros hasta que
finalmente dio con la de Lucas. En ese momento el niño-diablo
se encontraba haciendo alguna de las suyas, así que
no la veía.
Valentina cogió el tarro de las canicas que con tanto
esmero había ido coleccionando y las vertió
una a una por el hueco de w.c, después tiro de la cadena
y fue despacito a colocar la mochila donde se encontraba.
Volvió a por sus cosas y en el trayecto se encontró
a Lucas que todavía seguía riéndose,
ríete, ríete…
Cuando llegó Lalo, Valentina tenía un nudo en
la garganta y no pudo evitar contarle a su abuelo que su mejor
amiga había sido atacada y ahora estaba malita.
La sacó de la maleta dulcemente y se la enseñó.
Este la levantó y le dijo que seguía siendo
la muñeca más bonita que jamás había
visto y que al llegar a casa la arreglarían juntos.
Pero Trista no volvió a ser la misma.
Con unas medias rotas y rellenas de algodón, Lalo le
fabrico un brazo que sustituía al mutilado.
Lo llenó de mariposas de colores con esas pinturas
que nunca se borran y que huelen tan fuertes y se lo cosió
a la manga del vestido.
Esta vez ni la magia de Lalo consiguió que volviera
a ser la se siempre, pero Valentina había vengado a
su muñeca y había aprendido a hacerse un hueco
en el mundo de los niños.
Ni tan abuela, ni tan lobo
Aquella mañana se puso lo más
cómodo que tenía para pasarse el día
montando en bici. Un pantalón de chándal y una
sudadera roja con capucha, era la mejor vestimenta para ir
de un lado a otro con la bicicleta orgullosamente heredada.
Cuando estaba casi apunto de salir, su madre
le tiró de la capucha y le recordó que tenía
que ir a ver a su abuela, que vivía a pocas calles
de la suya.
Le había preparado algo caliente, comida recién
hecha y un tarrito de miel con limón para el catarro
que no había terminado de curar.
Lo guardo todo en la mochila de flores de Valentina y ella
marchó al trabajo.
A Valentina no le hacía gracia ir precisamente en sábado
a ver a su abuela, primero porque era sábado y además
porque aquella anciana no se parecía en nada a la del
cuento.
Pero mochila en mano, fue bajando de dos en dos las escaleras
del portal, canturreando de calle en calle hasta llegar a
su destino, calle castaño nº 2.
La casa de su abuela no le había gustado nunca, olía
rancio y estaba decorada con colores chillones y discordantes.
Siempre estaba desordenada y nunca había dulces ni
postres ricos de esos que hacen las abuelitas tiernas de pelo
blanco.
Llamó un par de veces hasta que la
puerta se abrió.
Aquel día estaba más vieja y fea que de costumbre.
Vestía una bata de flores con escote hasta el canalillo.
Unas chanclas que dejaban ver sus dedos retorcidos adornados
con uñas rojas a medio pintar.
El maquillaje de sus ojos y aquellos enormes aros dorados
en las orejas, resaltaban aun más cada rasgo de su
enorme cara, haciéndolos parecer considerablemente
más grandes.
Cogió los carrillos de Valentina entre sus angulosas
manos de uñas largas y de nuevo rojas, para plantarle
un beso blando y sonoro.
El aliento le olía a tabaco y el carmín de los
labios había quedado marcado en la blanca piel de Valentina.
Acto seguido volvió al sillón de donde se había
levantado entre toses y gargajos para abrir la puerta.
La habitación estaba impregnada de un humo espeso y
sucio que salía del cigarro, aparcado en el cenicero
junto a un montón de colillas.
En ese momento a Valentina le hubiera gustado
que apareciera el leñador del cuento para matar al
lobo en el que se estaba convirtiendo poco a poco, su abuela.
EL SOL TRAS LAS CORTINAS
El día favorito de Valentina era el domingo, sobre
todo si hacía buen día y podían salir
a pasear.
Le gustaba despertarse con los primeros rayos de sol cuando
Lalo abría las cortinas obligándola a levantarse.
Siempre había dormido poco, incluso ahora se despierta
antes de que suene la alarma del despertador.
Pero cuando vivía con Lalo y mamá aguantaba
todo lo posible para que fuera su abuelo quien la despertase.
Aquella mañana por primera vez, Valentina
se levantó sola. Abrió los ojos poco a poco
pestañeando repetidas veces y comprobó que la
habitación seguía a oscuras.
Se levantó despacito llevándose consigo a Trista
y fue al salón.
Allí estaba Rosa, su vecina del primero.
Valentina abrió mucho los ojos, siempre lo hace cuando
está asustada, y preguntó por Lalo y por mamá.
Rosa titubeando se inventó una historia bastante poco
creíble, de un viaje a no sé donde, pero que
volverían pronto. Valentina no la creyó, claro.
Insistió una y otra vez que quería verlos o
por lo menos hablar con ellos. Así estuvo tanto rato
que finalmente consiguió lo que quería.
Cogió el teléfono y marco unos cuantos números.
Después Rosa dijo algo que Valentina no pudo escuchar
y acto seguido le pasó el auricular.
-¿Lalo? ¿dónde estás?
Tras unos instantes de conversación, Valentina le devolvió
el teléfono a Rosa.
Restregándose los ojos con una mano
y arrastrando a Trista con la otra volvió a su habitación,
bajo sus sábanas y sin encender la luz. Sin dejar pasar
el sol tras las cortinas.
Aquel sería el primero de los amagos
de infarto que le darían a Lalo, y también la
primera vez que Valentina conoció el miedo.
El niño con la cara de color luna
Valentina ya conoce la muerte aunque no la
mirara a los ojos cuando casi la rozó con los dedos.
Josito era el vecino de al lado, un niño delgaducho
y desgarbado. Tenía un aspecto tan débil que
parecía que cada invierno, el viento se lo iba a llevar
con el.
Siempre tenía una pequeña sombra negra que enmarcaba
sus ojos; un toque oscuro en aquella cara porcelanosa y redonda.
Aquel jueves de enero la madre de Josito estaba muy preocupada.
Se había levantado rígido. Siempre acudía
a Lalo cuando necesitaba ayuda. Él sabía como
tranquilizarla haciendo empequeñecer sus problemas.
Rosa era una señora que siempre tenía
la máscara del miedo y la preocupación velándole
la cara. Continuamente con prisas y con el pequeño
y debilucho Josito colgando del brazo. Su marido era camionero
y nunca estaba en casa así que pasaban la mayor parte
de su tiempo solos, por eso, Lalo siempre le echaba una mano.
Aquella mañana Josito no había
querido levantarse y se quejaba de un dolor agudo en la nuca.
Le pinchaba. Se apretaba y se apretaba para intentar que no
se le escapara la vida.
Lalo, llamado de urgencia por Rosa, entro en casa de los Arrieta
y se dejo conducir hasta la habitación del niño.
Valentina iba detrás, medio escondida tras los pantalones
de su abuelo.
Olía a medicinas y a viejo y el ambiente
estaba muy cargado. La madre del niño nunca abría
las ventanas supongo que por el miedo a que Josito recayera
en cualquiera de las continuas enfermedades que empezaba a
coleccionar.
Se asomó a su cama. Estaba con los ojos cerrados. Los
medio abrió al escuchar las voces pero no dijo nada.
Lalo intentó incorporarlo. Su cuerpo ardía,
y por primera vez tenía color en las mejillas, el color
rojo de la fiebre. Valentina lo miraba todo desde la distancia
de la puerta.
Intentó hacerle hablar preguntándole
por el colegio y por sus amigos, pero el niño había
perdido las fuerzas y se dejaba hacer. Rosa, cada vez más
nerviosa, iba y venía con las manos muy juntas, rezando
a todos sus santos.
Valentina vio el miedo en la cara de Lalo y el pánico
en la de Rosa. Le decían que me fuera a casa que llamara
a mamá, pero estaba inmóvil. Tenía los
ojos fijos en los de Josito. Los suyos cerrados, los de Valentina
asustados.
Nunca había sido de sus grandes amigos,
pero en aquel momento deseó con todas sus fuerzas hacer
algo por aquel niño de los ojos tristes.
Lo envolvieron en la manta que cubría
su cama y se lo llevaron al hospital, entre los llantos entrecortados
de Rosa y los espasmos que salían de aquel cuerpecito
inerte. Valentina volvió a casa y se lo contó
todo a su madre.
Esperó mucho, sentada en el banquito
de madera que hay en la entrada de su casa. Espero y espero
y cuando Lalo llegó traía la muerte escrita
en la cara.
Ni siquiera reparó en Valentina y se fue directo a
su habitación. Cerró la puerta y desde el rellano
Valentina le escucho un sollozo.
De nada había servido rezar.
Aquel niño de la cara color luna había
muerto aquella mañana de invierno sin que ni siquiera
Lalo pudiera hacer nada por evitarlo.
Claro que Valentina sabía que había un cielo
para los niños, donde las nubes eran de azúcar
y las estrellas de limón. Que la cara de Josito era
la Luna que desde aquel jueves brillaría en todo su
esplendor.
Y así se lo intentaba explicar a Rosa.
ADOLESCENCIA
LOS CHICOS DEL "B"
Uno de los mayores placeres de Valentina era
ir los sábados por la tarde al cine España, un
cine pequeñito con pocas salas, donde podían verse
las mejores películas.
Siempre iba con Lalo, elegían la película entre
los dos y luego compraban palomitas, un cubo lleno hasta arriba.
Aquella semana, Clara le había propuesto ir al cine,
porque se había enterado que irían los chicos
del “B”, después comerían chuches
mientras intentaban sonsacarle alguna información a Lucas
sobre quien podía gustarle.
Clara, su mejor amiga, siempre había
sido más valiente que ella y le incitaba a pasar aventuras
juntas. Contaba las cosas en un tono pícaro y burlón,
pronunciándose aun más el hoyito que tenia en
la barbilla. Abría mucho los ojos expresando cada una
de sus ilusiones con las manos y con los dedos, así que
Valentina nunca podía resistirse.
Mamá le tenía prohibido salir
sola más allá del portal.
Podía jugar sin cruzar la calle, donde se la pudiera
ver. Siempre en la acera y si era con un balón sin botarlo.
Nunca con chicos grandes, a poder ser con niñas y si
son del cole mejor, en fin, que los divertimentos de Valentina
iban menguando en función de los miedos de mamá.
Pero el plan que le proponía Clara, era lo suficientemente
atractivo como para una pequeña mentirijilla, ¿piadosa?
Salio diciéndole a Lalo que estaría justo abajo
jugando con Álvaro y los demás, pero en la mochila
llevaba su camiseta favorita y aquel día no se puso coleta.
Quedo con Clara en el kiosco de Herminia y cuando se encontraron,
nerviosas, corrieron al cine.
Aquel día, una de amor y en la cola
de al lado los chicos del “B”.
HACERSE MAYOR DE GOLPE
Valentina creía que no era posible hacerse
mayor de golpe.
Tampoco quería aprender tan rápido y prefería
ir poco a poco viviendo cada minuto de su vida.
Para Valentina, su época de adolescente
fue íntimamente ligada a su interés por descubrir
el mundo.
Por aquella época ya había conseguido convencer
a su madre que divertirse no era sinónimo de drogas ni
malas compañías, y aunque Valentina era notable
por sus notas y su disciplina no conseguía que su madre
se fiara. Su abuelo sin embargo si confiaba en ella.
Pasaban las tardes de invierno soportando el
frío como podían.
Se resguardaba con Clara y los demás en unos soportales
donde habían ido apilando bancos hasta convertirlo en
su lugar de recreo.
Llevaba el gorro de rayas azules y amarillas calado hasta las
cejas y las manoplas, demasiado grandes, tapaban los rasgos
blancuzcos de la piel de Valentina. Sin embargo aquellos ojos
azules quedaban claramente resaltados por el brillo que le daba
el frío del invierno. Y su figura antes espigada ahora
estilizada, hacía de muchos sus más fervientes
admiradores.
Una de las tardes del fin de semana de aquella época,
se reunieron como siempre, para no hacer nada, para hablar,
para reír y hacer planes de futuro. Aquella tarde Valentina
sin quererlo, se hizo mayor de golpe.
Oscar era uno de los chicos grandes a los que
se refería su madre cuando hablaba de “malas compañías”.
Por aquel entonces Valentina creía que su madre no sabía
nada de la vida y no entendía la importancia de hacerse
amigo de los fuertes y ser del bando de los más famosos.
Oscar era conocido donde fuera. Sus rasgos angulosos, sus ojos
claros enmarcados por unas pestañas espesas y negras,
muy parecidas a las de Valentina y su pelo oscuro, le daban
un aspecto mayor a su edad real.
Aquel día Oscar estaba allí.
Le invito a unas pipas, le hablo de su pelo,
envolviéndola en toda clase de elogios y se ofreció
a acompañarla a casa. Valentina que motivada por los
pesimismos de su madre, no creía en la buena suerte,
creyó que aquel día podría darle con un
canto en los dientes.
Sin embargo a pocos metros del portal 6 en
el que vivía, se encontró teniendo que apartar
a un baboso y desconocido Oscar que se aferraba a sus caderas
intentando bajar a toda costa el pantalón de Valentina.
Aquellas manos hasta entonces símbolo de hombría
y atracción se convirtieron en las cadenas que aferraban
las suyas propias contra su espalda.
No se atrevió a gritar, aunque lucho con uñas
y dientes para soltarse de aquel ángel convertido en
verdugo.
Cansado, supongo del esfuerzo de la lucha Oscar
se dio por vencido soltando con un gesto entre el asco y el
desprecio a Valentina, que le espetó toda clase de insultos.
Todos los que se sabía y tenía prohibido decir.
Se los dijo todos e intentó quedarse un poco más
aliviada, mientras se colocaba la ropa y se abrochaba el pantalón.
Oscar se volvió por donde habían venido casi sin
inmutarse.
Y Valentina aquella noche durmió con
su madre.
JUGO MÁGICO
Las noches de verano hacían surgir
en Valentina un efecto mágico. El aire olía a
sal con frecuentes ráfagas dulzonas de los restaurantes
del paseo que terminaban su jornada.
Habían cogido por costumbre acercarse
a la playa que estaba cerca de la casa que alquilaba todos los
veranos con Lalo y su madre.
La cara le ardía por una día intenso de sol, que
teñiría los carrillos de Valentina de un inusual
rojo intenso.
Sentados allí, en las rocas, haciendo
un corro con aquel grupo de gente que se juntaba cada verano
para contar las hazañas de aquel año, pasaba sus
noches de verano Valentina.
Aquella noche, se festejaba el cumpleaños de Pablo, uno
de los más antiguos del grupo, e invitaba a todos a Sangría.
Pablo decía que era un “jugo mágico”
y a Valentina le gustó la idea.
Probó primero con la puntita de la lengua, siempre lo
hacía cuando no estaba convencida, para luego terminar
dando sorbitos cortos. Aquel sabor dulzón del azúcar
añadido y la mezcla de licores afrutados le gustó.
Tanto, que se tomó un vaso y luego otro, y luego otro
más y cuando se quiso levantar el mundo bailaba bajo
sus pies a la vez que con una risa incontenida, el mareo se
fue poco a poco apoderando de la “pequeña y buena
Valentina”.
Rió, bailo y también se enamoró,
pero a la mañana siguiente juró entre una y otra
de sus continuas visitas al baño, no volver a probar
aquel jugo mágico que teñía su cara de
verde, hacía moverse el suelo y le privaría de
disfrutar de un maravilloso desayuno mediterráneo mirando
al mar.
El fin de semana siguiente, volvió a
desayunar manzanilla.
El viaje
Su pelo negro. Enmarañados unos rizos
imperfectos. Su cara redonda y rosa. Si, porque la cara de Clara
es rosa.
Y así, con aquel aspecto desaliñado, se había
presentado en la puerta de la casa de Valentina para proponerle
un viaje, EL VIAJE.
Su plan era coger la mochila y llegar a Méndez
Alvaro, allí tomarían un autobús, cualquiera,
y se marcharían, así de fácil.
Valentina duda. Se muere de ganas por marcharse
y salir de ese pequeño espacio al que se reduce su vida,
pero eso de mentir, se le hace muy cuesta arriba, Clara le anima
“¿si no lo hacemos ahora, cuando vamos a hacerlo?”.
No se irían para siempre, solo hasta que se les pasase
el cabreo, tres o cuatro días a lo sumo. Han dicho que
la una estaba en casa de la otra y se han marchado, así
de fácil.
Han conseguido algo del dinero de un trabajo
esporádico en la tienda de una amiga y con eso, suficiente
para irse a intentar entender un poquito más el mundo
y a ellas mismas.
Su destino, Barcelona. Querían ver el mar y conocer otra
gran ciudad.
Durante el camino, han ido compartiendo los auriculares para
escuchar las canciones de su vida y su favorita “loosing
my religión”, y así, sintiéndose
un poquito más mayores han emprendido el viaje, su primer
viaje más allá de la sierra madrileña.
Valentina ha ido todo el camino mirando por
la ventada para ver pasar todas aquellas imágenes como
un cuadro difuminado y cuando han ido llegando a Barcelona,
su destino (le encantaba repetírselo, su destino) el
olor a sal que se cuela por la ventanilla abierta del asiento
de delante, ha instalado en Valentina un sentimiento de felicidad
constante que no le ha abandonado hasta el viaje de vuelta.
Valentina mira a Clara que sigue todavía
dormida, hecha un nudo entre los miles de jerseys que ha utilizado
para taparse de ese aire acondicionado que les ha martirizado
todo el camino.
La mira y no puede sentir por ella más que admiración.
La vuelve a mirar y de nuevo mira por la ventana.
¿Que sería de Valentina sin ella?
Con suaves empujoncitos intenta despertarla.
“Clara, ya hemos llegado”
Los
Relatos de LA TRIPULACIÓo
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