Y Que Me Rasquen
(The Javier Panizo Collection)


Hay un perro tumbado cerca de la estufa, la cabeza entre las patas, los ojos cerrados, destensado hasta el último, más pequeño, de sus músculos. Parece una alfombra. Hasta que comienza a llegar gente al bar y las voces hacen que primero estire las patas delanteras y luego abra los ojos y bostece largamente.
Javier Panizo llevaba ya rato observando al animal, siendo consciente de su presencia relajada, envidiándola de un modo difuso y no formulado, mientras escribía sus clásicas notas geniales en un cuadernito forrado de falsa piel de serpiente. Deja de escribir cuando el perro, sin prisa, perezoso, relajado como un hombre soltero en calzoncillos entrando en la cocina de su casa para prepararse el desayuno, se incorpora y sacude la cabeza. A Panizo le da la sensación que el local de paredes blancas y techos altos y abovedados se llena de sueños de perro y en vano intento de atraparlos mueve su pluma en el aire, por el mero intento, pues su optimismo no es tan grande como para hacerle pensar que llegará a lograr que los sueños caninos queden atrapados en el plumín dorado.
En la mesa situada a la derecha de la que ocupa Javier Panizo se han sentado dos chicas de edad indefinida; ah, siempre es una alegría la presencia de mujeres, chicas, en cualquier sitio. El perro las mira y sin prisa se acerca a ellas.
Tiene que ser maravilloso ser perro, escribe Panizo en su cuaderno. No es una frase genial pero le apetecía garabatear algo, que las chicas se diesen cuenta de que en la mesa de al lado había sentado un intelectual.
El perro mete el hocico, el muy bribón, entre las piernas de una de las chicas y ésta se ríe. ¡Se ríe! Si Panizo se pusiera a cuatro patas y se acercase con aire distraído hasta hundir el morro en el sexo dibujado por la tela de los pantalones vaqueros se ganaría como mínimo un grito de horror, y probablemente un bolsazo, un buen bolsazo.
Al perro, por el contrario, le acarician la cabeza, le llaman guapo, perro guapo, y le rascan el lomo. Javier Panizo coloca el capuchón a su pluma. No quiere seguir escribiendo. No quiere ser un ensayista. Preferiría ser un perro. Un perro tranquilo y descarado. Tumbarme dónde me diese la gana, que me diesen de comer sin tener que pagar dinero a cambio, meter el hocico en los lugares más prohibidos y en lugar de un grito o un mal gesto ganar una sonrisa. Acercarme despacio a la gente, y dejar que me rasquen.


-Pero, ¿qué coño haces tío? ¿Quién te has creído que eres? ¿Estás loco?
-Guau - responde Panizo.
Guau, sacando la feliz nariz de la entrepierna de la chica, trotando escaleras arriba, riendo al incorporarse. No le han rascado, bueno. Y aún gritan. Qué griten. Pero él ha sido un perro, bien perro, un instante casi largo de tan mágico.


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