Hay que vivir de la literatura como sea
(La Javier Panizo Collection)
Javier Panizo se levantó del sillón y
volvió a sentarse. Había renunciado a su trabajo de profesor
universitario para dedicarse en cuerpo y alma a sus ensayos y críticas
literarias: eso para él era vivir de la literatura. Miró
a su alrededor, ansioso y despistado. Hay que vivir de la literatura,
como sea.
Se acercó a su librería y comenzó a seleccionar
volúmenes con tanto dolor como determinación. Despacio.
Ediciones que aún podían encontrarse en la librería
de autores conocidos que había ido recibiendo en su casa debido
a su condición de crítico literario; en realidad dos los
habías comprado. Extrajo un total de cinco libros de los anaqueles
y los colocó en una bolsa de papel para que las portadas no sudasen
en contacto con el plástico ¡Iba a venderlos! Su primer
pensamiento fue dirigirse a la Cuesta de Claudio Moyano, paraíso
de los libros de viejo, pero entonces recordó que en El Escorial
había una librería exquisita, las Cocheras del Rey, en
la que se vendían amén de primerísimas ediciones
libros actuales de segunda mano. Claro que la gasolina de ida y vuelta
hasta El Escorial costaría un pico. Pero era un lugar noble.
Con aspecto generoso y honesto.
Panizo añadió un libro extra a la colección, uno
que le gustaba especialmente, porque vivir de la literatura
implicaba asumir sacrificios. El precio de tapa de los 6 libros
era de unos ciento diez o ciento veinte euros. Aún siendo pesimista
-como si el profesor Panizo fuese capaz de ser pesimista- supuso que
en aquel lugar maravilloso al menos le darían una cuarta parte
de su valor. Hizo números. Ay, los números. Soñó
con veinticinco o treinta euros como mínimo.
Subió a su coche, condujo cincuenta y siete kilómetros
a velocidad moderada para no gastar demasiada gasolina y aparcó
casi en la puerta del establecimiento. Zona azul. Un euro era la única
moneda suelta que llevaba suelta y la echó en la máquina
instalada al efecto por el ayuntamiento. Hay que vivir de la literatura,
como sea.
Ya en la librería, y fingiendo un aire desenvuelto con el que
pretendía ocultar su vergüenza por verse expuesto a la ignominia
de vender libros, le hicieron esperar al menos un cuarto de hora antes
de que apareciera la responsable, a quien ya conocía. Una mujer
de exquisitos modales, impecablemente vestida, que dedicó al
ensayista un amable y comprensivo brillo de ojos mientras él
explicaba, ah la terrible vergüenza, que en realidad eran libros
repetidos y prefería venderlos antes de permitir que se perdiesen
para el posible lector.
Una mirada profesional bastó a la encargada para comprobar que
los libros estaban como nuevos, Panizo los había leído
-culpable con premeditación y alevosía- sin abrir mucho
las páginas y mucho menos subrayar sus páginas, como era
su inveterada costumbre.
-Te puedo dar diez euros.
Javier Panizo no lloró.
No lloró. Fue algo heroico por su parte. No lloró. Cogió
los diez euros y hasta intentó una sonrisa (pero daba igual,
ya nadie miraba su cara). Condujo hasta Madrid de vuelta aún
más despacio que a la ida, pensando que había desperdiciado
cuarenta céntimos del euro introducido en la máquina del
parquímetro y que el combustible consumido probablemente le costaría
más de lo que le habían pagado por los libros.
Subió a su casa de solitario por la escalera; a modo de penitencia.
Sacó el billete de color rojo de la cartera, no estaba muy gastado,
y lo colocó en una de las repisas de la librería, abierto
como una mariposa.
Dichosas las mariposas que no tienen que pensar en el futuro
pues, según reza la leyenda, viven un día. Sólo
un único y maravilloso día.
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