Canción Para Pedir Limosna
En El Metro
(Juventudes de Panizo; The Collection)
Se lo había visto a hacer a muchos músicos,
pedir limosna en el metro mientras tocaban sus canciones, así
que ¿por qué no él? No sólo le movía
el dinero sino también -en realidad sobre todo y ante todo, ¡confiésalo
Panizo!- tener un primer contacto con el público, con ese público
que, sin saberlo, sueña con la posibilidad de encontrar un artista
integral como él, un genio que durante toda su aún no
demasiado dilatada vida, a la sazón apenas contaba veintitrés
años, siempre había tocado y cantado para él mismo,
para Javier Panizo.
Y además seguro que se forraba, que regresaría a casa
cargado de monedas y billetes.
Pero que sea uno u otro el motivo que impulsa al joven Panizo carece
de trascendencia, lo importante es que hoy, tras pasar casi un mes componiendo
una canción ad hoc para pedir en el metro, se ha decidido. Ahí
va Javier Panizo, la cabeza alta, lleno de fe en el futuro y en sí
mismo. Sus ojos brillando como estrellas; en el supuesto caso de que
existiesen estrellan azules y saltonas.
Tras quince minutos de dura marcha cargado con el equipo nominalmente
portátil llega a la estación de metro más cercana,
y se detiene ante la taquillera -por fin puede dejar en el suelo el
mini amplificador que le está destrozando la mano derecha, aunque
mantiene -heroico, irreductible, panizo- la guitarra en bandolera,
mientras paga el billete. Busca un lugar apropiado, una esquina al pie
de la más larga de las escaleras de la estación: así
le verán y escucharán los que bajen pequeños y
grandes desde que pongan el primer pie en el escalón; le seguirán
escuchando hasta que saquen el segundo pie del último escalón
dentado los que suban. Inesperadamente Javier Panizo se siente nervioso,
calma chico, esto no es el Carnaggie Hall, ni siquiera el CBGB; el único
modo de calmar la creciente comezón, desasosiego, que le está
mordiendo el estómago es comenzar lo antes posible, no demorar
ni un solo instante el comienzo de su gran actuación; o ya o
se irá a casa, a seguir ensayando en la soledad de su cuarto.
Pero es ¡ya! Ya ha encendido el amplificador y conectado su guitarra
imitación Les Paul. Ya está probando el micro. Ha llegado
el momento de que el mundo descubra a Panizo Rock Star. Vestido de negro
desde los hombros hasta los zapatos sonríe duro, castigador,
seguro que cuantos pasen junto a él le tomarán por un
músico consagrado lo bastante generoso para compartir su arte
con quienes no pueden acudir a verlo a las salas de conciertos. Afina
su instrumento -finge que lo afina, nunca ha sido capaz de comprender
muy bien, desventajas de ser autodidacta, en que consiste eso del afinamiento-
y saca del bolsillo interior de su cazadora de cuero un cilindro metálico
que utilizará a modo de cejilla. Se arranca Javier Panizo con
un punteo espectacular que le cuesta la ruptura de una púa (¿y
qué importa una púa?) seguido de un irónico pizzicato.
Pero, ¡es increíble! ¿que está sucediendo?
¿todo el mundo se ha quedado sordo? ¿Por qué nadie
ha aplaudido ante ese punteo digno de Jeff Beck?
Distorsionador; prolongar las notas hasta el infinito. ¡Más
distorsión! ¡Potenciómetros al máximo! La
resonancia es perfecta, impresionante, ha sabido elegir el sitio perfecto;
quizá no sea una sala profesional pero poco tiene que envidiar
a las auténticas que, en mor de su carrera, sin duda se verá
obligado a frecuentar en el futuro. No acaba de decidirse a cantar,
le inquieta errar demasiadas notas si también debe prestar atención
a las palabras. Le está saliendo tan bien o mejor que cuando
ensaya en su habitación. Al terminar el segundo tema comprueba,
estupefacto, que no hay ningún círculo de admiradores
a su alrededor, que nadie aplaude marcando el ritmo, ninguna chica mueve
las nalgas al compás de sus acordes, y mucho menos nadie -ni
hombre ni mujer- abre su cartera o monedero para compensarle con una
moneda o un billete. A grandes males, ¡geniales remedios! Su tema
especial para el momento, el que ha compuesto específicamente
para hoy, su canción para pedir limosna en el metro. Nadie se
dará cuenta que no es una creación propia al cien por
cien; más bien la adaptación de un tema... ajeno, de uno
de esos grupos que sólo escuchan los muy enterados (como él).
Nadie dudará que la música es suya; y la letra sí
lo es, pues aunque su primera intención había sido adaptar
el original inglés no había conseguido descifrarlo. ¡Basta
de dudas! Comienza con un rasgar suave de cuerdas. ¡Va por ustedes,
por las ratas y los desdichados que viajan en el metro!
Está funcionando. Una chica le ha sonreído. Otra guiñado
un ojo. Y un tipo ha subido un pulgar aprobador. ¿Habrán
identificado los acordes, a pesar del camuflaje, del Here Comes The
Sun, de los Beatles? Pero nadie echa una moneda, ni la más ínfima
moneda, en la funda abierta y negra de su Les Paul de imitación.
¿Por qué no le echan monedas? ¿No les gusta? Es
imposible que adviertan que le fallan algunas notas, que el do y el
re se mezclan al final de sus dedos insuficientemente largos. ¡Más
distorsionador! El distorsionador lo cubre todo. Y aplicar la máxima
de Jerry García: tocar con el estómago y el corazón.
Cierra los ojos. Concentrado. Vamos, vamos, unas monedas; unas monedas
y unos aplausos. No pretende más -de momento- que unas monedas
y unos aplausos, no necesita que se desmaye ninguna chica o caiga despatarrada
ante él en pleno ataque de histeria; tiempo al tiempo.
Alguien se ha acercado; se detiene ante él. Javier Panizo lo
nota. Lo huele. Escucha bajo el estruendo el silencio de un par de zapatos
al dejar de caminar. ¡Por fin! Los ojos le brillan tanto que podrían
acabar quemándole los párpados, así que los iza
levemente para permitirse el placer de ver tomar forma concreta a su
público. Se trata de una pareja. Dos personas (¡dos!).
La púa se vuelve loca sobre las cuerdas. Panizo aúlla
ante el micro, olvidado por completo de la absurda letra que había
compuesto. Lo sabía. Sabía que no tardaría en encontrar
a alguien capaz de apreciar su arte. ¡Arte! Su arte.
Dos años de ensayos solitarios, sin maestros ni métodos,
pero lo ha logrado: es un solista magistral, un guitarrista mágico.
¿Qué cojones está haciendo la pareja? (¡Su
público!) Abre los ojos por completo, observándoles.
Son viejos; muy viejos, ancianos. Y aunque miran hacia él parecen
no verle, como si fuera transparente. ¿Qué esperan? ¿Van
a echar una puta moneda en la funda de la guitarra o permanecerán
plantados como plátanos hasta que termine su actuación?
Quizá sean de ese tipo de gente que quiere escuchar música
gratis. Les da la espalda, despectivo, de nuevo los ojos ocultos tras
la pálpebra enrojecida. Ya recuerda alguna de las palabras de
la letra original: por favor, por favor, -tirorito, tirorito- no
deje que muera de hambre un genio como yo- tiroriro, tiroriro.
Las repite bajito, el punteo más calmado, él: pequeño,
doblado sobre sí mismo, deseando estar en su cuarto y no en el
maldito metro ante tanto idiota que nada comprende. Hasta que siente
unos golpecitos en el hombro. Abre los ojos una vez más, y antes
de girarse descubre lo que intentaba ver la pareja de ancianos: el cartel
situado a su espalda en el que figuran, cuidadosamente rotuladas en
blanco, las dieciocho estaciones de la linea.
-Perdona chico, ¿sabes dónde tenemos que hacer transbordo
para ir a Portazgo?
Balbucea Panizo -ha dejado de tocar, el micro se acopla al perder apoyo
en la base, tiene que bajar el volumen- eh, sí, claro, claro,
lo sé. Lo sabe. Lo sabe y trata de explicarlo con tanta
claridad como es posible. Su generosidad, interrumpirse para ayudar
al prójimo, le va calmando, reconciliando con la villanía
cometida al interrumpir su concierto; quizá sea un poco duro
de oído, o un sordo, con la edad ya se sabe que se pierden facultades.
El hombre asiente con la cabeza; no parece sordo. Saca del bolsillo
izquierdo del pantalón una cartera de piel y extrae un billete
que deja caer en el interior de la funda abierta de la guitarra. Hay
un brillo extraño en su mirada; irónico o quizá
hasta malévolo, pero quizá son imaginaciones del joven
Panizo.
-Muchas gracias, señor.
-De nada, chico. Pero deberías pensar dedicarte a otra cosa,
chico. Seguro que algún talento oculto tendrás. Pero como
músico eres una cagada absoluta.
¿Cómo se atreve? Hijoputapretenciosopaleto ¿cómo
se atreve? Cagada. Ni a su propio padre permitiría Javier
Panizo semejante impertinencia. ¡Viejo de mierda! No sabe con
quien está hablando, joder. Él es Panizo, Javier Panizo.
-Cómo músico oleré tan mal como usted huele en
su torpeza para hacer un simple transbordo, pero hasta un palurdo malintencionado
de su calaña si se quedase el tiempo suficiente en Madrid aprendería
a orientarse. Y yo dedicaré a aprender los años que haga
falta. ¡Eh, ni se le ocurra tocar el billete que ha dejado en
la guitarra o se la rompo en la cabeza! Quizá me apetezca limpiarme
el culo con el trocito de papel cuando termine mi "cagada".
El hombre abre la boca pero Javier Panizo es más rápido,
ha girado el volumen del amplificador al máximo y el micro acoplado
rompe los oídos de cuantos están a menos de un kilómetro
a la redonda. Panizo canta. ¡Viejo de mierda, viejo de mierda!
¡estamos hasta los huevos de los viejos de mierda!¡que nos
faltan al respeto! ¡que nos faltan al respeto! ¡que nos
faltan al respeto!, ¡yeah, yeah!, repite enloquecido, tocando
una y otra vez los mismos acordes, gritando hasta que las cuerdas vocales
se le vuelven lava y fuego.
Y comienzan a caer las monedas. Nada mejor que la rabia y el odio
para no pasar inadvertido, nena, hey, hey, improvisa Panizo,
vuelve a molestarme y te romperé la guitarra, arra, en la cabeza.
Se forman y rompen sin pausa círculos de curiosos a su alrededor.
Aplausos. Gritos. Los chicos mueven la cabeza y las chicas el culo.
Llueven monedas y billetes sobre el interior de la funda de su guitarra.
Panizo mira con el mismo desprecio al dinero que al -ahora tan arrebolado
como arrebatado- público. El éxito. Qué mal huele
el éxito. A pesar de los aplausos, los gritos, la pasta; la sucia
pasta.
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