Un relato publicado en Vía, la Revista del Ferrocarril de Vía Estrecha

Suambili

Hay quien por amor es capaz de subir en bicicleta hasta lo alto del Himalaya o de amputarse una pierna. Lo que sea necesario con tal de conseguir impresionar a la persona amada. César González no estaba dispuesto a tanto. Quizá su amor no era tan sublime como para inspirarle tremendas hazañas deportivas o la barbaridad de amputarse nada. Pero a lo que sí estaba dispuesto César González, por amor, era a pasarse tres meses, a razón de dos horas diarias, estudiando con un profesor particular una lengua que sólo se habla en el África subsahariana: el suambili.

El suambili es la lengua de una tribu casi extinta, los suambos, que habita en la zona fronteriza de Senegal con Guinea Bissau. Los suambos son conocidos entre los colonizadores blancos por sus dotes para la cocina y el cuidado de la casa, y también, desgraciadamente, por su probada falta de honradez. Un suambo no es considerado adulto por los miembros de su tribu hasta que comete un robo de importancia. A Yansia, su mujer, que era suamba, la conoció César González durante un viaje al que le envió su empresa de capital íntegramente gallego a pesar de su nombre, la Oil Petrol Manufactured Company, con el encargo de conseguir información de primera mano sobre los yacimientos encontrados en el interior del país. Y Yansia era la recepcionista de la pequeña fábrica de refrescos regentada por el antaño célebre político saharaui y actual cónsul de España en Guinea Bissau, Hamadi Musaraya. Dado que Yansia era la única de sus empleados que se defendía bien en español, Hamadi se la ofreció a César González para que le acompañase en su viaje al interior del país. Evidentemente el cónsul no podía suponer que entre los dos surgiría una historia de amor tan tórrida que acabaría, apenas dos meses después, en laico matrimonio. Aunque sí que previno Hamadi Musaraya a César González, durante la cena previa a su partida hacia el interior, acerca de las peculiaridades de los suambos.

-Sin llegar a ser tan extraños como los balanta, que aún se comen a sus grandes hombres para que no se pierdan sus espíritus después de muertos, los suambos tienen en común con ellos la habilidad para el latrocinio. Aunque debo decirte, César, que son los mejores trabajadores que he podido encontrar en este país dejado de la mano de Alá. Jamás me han causado el menor problema. Y Yansia, en particular, es una joya, una de esas personas por las que se puede poner la mano en el fuego.

Hamadi no podía tener más razón: Yansia era una joya. Y por ello fue que César no pudo resistirse a la tentación de pasar un anillo dorado sobre su dedo anular y convertirla en su mujer para siempre.


El modo en el que le cuidaba, la dedicación constante a sus mínimos caprichos, conmovía el corazón de aquel hombre ya curtido cuya vocación de soltero impenitente había quedado truncada ante la aparición en su vida de la bella gema africana.

Hay cosas que no se deben escribir, que no se deben siquiera contar, en occidente, pues las costumbres aquí son tan diferentes a las imperantes en África que más que chocar, escandalizan. ¿Cómo podría explicar César a nadie que su mujer, por las mañanas, después de prepararle el desayuno y frotarle la espalda en la ducha, se inclinaba ante él para atarle los cordones de los zapatos? ¿O que en los días de invierno ella se acostaba primero en su lado de la cama para que cuando él llegase lo encontrara caliente? Ninguna mujer española era, ni sería jamás, tan atenta y servicial con su marido.

Además, haciendo el amor, Yansia, era no sólo pura entrega, sino también incansable. Tenía que ser él, aún después de dos años de matrimonio, quien dijese basta. Y entonces, cuando su esposo no podía más, ella se enroscaba sobre su estómago y comenzaba a hablarle en su lengua natal, en suambili. Le hablaba durante horas, con una voz tan dulce, una cadencia tan musical, que César solía quedarse dormido escuchándola. Pero quizá no se quedaba dormido por la musicalidad ni por la dulzura del tono de voz de Yansia, sino -la verdad en el matrimonio suele ser muy poco romántica -más bien porque se aburría al no entender ni una sola palabra de lo que ella le decía.

Y por ello, porque tenía voluntad de que su matrimonio perdurase hasta el fin de sus días, decidió buscar en la bella y horaciana ciudad de Gijón, y no fue fácil, a un suambo que le enseñase la lengua en la que le hablaba su esposa cuando terminaban de hacer el amor. Cierto que se lo podría haber pedido a ella misma, pero entonces no habría sido un regalo, una sorpresa; y esa era la intención de César, sorprenderla gratamente. Así que aprovechó la ausencia de Yansia, los tres meses que cada año, como habían acordado al casarse, pasaba en su país visitando a su familia, para sumergirse a fondo en el aprendizaje de la remota lengua suamba.

Su profesor, un jardinero que trabajaba para un diplomático español que se había jubilado anticipadamente para poder regresar a su amada Asturias natal que tanto había añorado durante sus largos años en el extranjero y a quien César también había conocido por medio de Hamadi Musaraya, no estaba en absoluto dotado para la enseñanza y tuvo que ser el propio alumno quien inventase un orden para estructurar el aprendizaje y las correspondientes pruebas prácticas. En cualquier caso, y al cabo de los tres largos, casi interminables meses de obligada separación, cuando César González recibió en en el andén de la estación a su esposa, al menos cinco kilos más delgada que cuando partió, ya era capaz de defenderse, expresar sus más íntimos sentimientos, en el oscuro dialecto africano.

Naturalmente nada dijo a Yansia de sus lecciones, como nada le había comentado durante las contadas ocasiones que habían hablado por teléfono durante su ausencia. Deshicieron, entre abrazos y risas, el equipaje. Y César recibió con alborozo los regalos que le mandaba la familia de Yansia: una estatuilla de madera con un brazo cortado y una cartera de piel de serpiente. Para agradecerle sus presentes la llevó a cenar al Loto Azul, su restaurante favorito, el de César, en Gijón. Y luego, por supuesto, al regresar a casa hicieron el amor. Después del coito, como de costumbre, Yansia se ovilló sobre el prominente estómago masculino y comenzó a hablarle... en suambili.

¡Qué delicia, que regalo, poder entender sino todas al menos el noventa por ciento de sus palabras!

Y así Cesar, escuchando a su esposa hablarle en suambili con la dulzura que la caracterizaba, se enteró de que no sólo no estaba enamorada de él, sino que había entregado su cuerpo a más de una docena de amantes durante el tiempo que llevaban casados. Supo también que tanto la estatuilla de madera como la cartera de piel de serpiente habían sido tratadas por un marabú, un hechicero, con preparados mágicos cuya misión era debilitar su salud hasta lograr quebrantarla por completo, pues lo único que esperaba Yansia de su marido era que muriese lo antes posible para así poder heredarle, ya que se había casado con él por su dinero: un blanco siempre, o casi siempre, es rico en comparación con un africano corriente.

Al terminar de escucharla César cogió, sin dulzura, la redonda barbilla de Yansia con los dedos índice y pulgar, obligándola a mirarle. Pero en los ojos oscuros de la muchacha suamba no había la menor pista de sus retorcidos planes. César sólo pudo encontrar amor, ese fingimiento de amor que ella había sido capaz de mantener durante dos largos años. Una actriz perfecta, una ladrona impecable, los grandes de su tribu sin duda estarían orgullosos de ella. Iba ya César González a pronunciar las palabras que el deseo de venganza y los tres meses de clases le ponían en la boca, Dá, mang tier yang -que vertidas del suambili al román paladino significan: Querida, voy a matarte- cuando un último atisbo de racionalidad le hizo controlarse. No merecía la pena. No merecía la pena matarla y verse expuesto a una condena en prisión de por vida. No merecía la pena que ella supiese el esfuerzo tan tremendo, aprender suambili, que había hecho para intentar complacerla.

César González besó a Yansia con largueza en los labios, él también sabía fingir, se levantó sin prisas de la cama y se puso los pantalones y la camisa.

-Bajo un momento a comprar tabaco.

Y cuando un hombre le dice eso a una mujer a las dos de la mañana y en cualquier lengua del mundo, desde el euskera al mandarín pasando por el gallego el alemán o el suambili, sobre todo si hay un paquete de cigarrillos casi entero sobre la mesita de noche, sólo puede significar una cosa: cuando cruce esta puerta, cariño, nunca más volverás a saber de mí.