El Cazador De Cuentos Y Sus
Presas:
(La
Canción de El Cazador)
Está sentado en su despacho, el Cazador. Su despacho
que para él es un campo. Un campo de caza y de batalla.
Allí es donde cada día lucha y se esfuerza por
capturar un nuevo relato. Pero ya está terminando. Mañana
habrá terminado.
Se siente inquieto mientras teclea esta tarde en el ordenador
portátil. A su izquierda, en una pila impresionante:
más de mil folios escritos, están los cuentos,
los relatos que ha cazado; dentro de unos minutos serán
ya trescientos sesenta y cuatro.
Es un momento extraño: estar tan cerca del final pero
aún no al final del todo. El Cazador ha interrumpido
su tecleteo un instante para ir a la cocina y coger un Crunch;
un poco de chocolate, algo con lo que entretener sus ansiosas
mandíbulas. Al regresar se acerca a la gran ventana para
cerrar los visillos y ve la ciudad en llamas: se está
poniendo el sol. A través del cristal pasa el murmullo
poco agradable e incesante de la M-30, la más gastada
arteria de la ciudad a la que él llama Mad, Mad Madrid.
Se sienta un instante. Pero enseguida vuelve a levantarse para
regresar a la cocina donde ahora se sirve un vaso de leche fría
sin azúcar. Pasado mañana ya no tendrá
ninguna obligación que cumplir. Podrá disponer
de su tiempo. Lleva un año sin ser dueño y señor
de su tiempo. ¡Un año! Es mucho tiempo. Vuelve
a mirar los cuentos apilados a su derecha. Le basta con cerrar
los ojos un instante para imaginarlos de otra manera, no como
simples letras codificando la blancura infinita de un papel.
El Cazador cierra los ojos y ve sus cuentos como si fueran personas.
Sí, así los ve. Personas caminando en la luz engañosa
del crepúsculo. Bajando de las montañas hacia
el valle donde está él. Un valle en el que no
hay nada: apenas un fuego y una cabaña sin pretensiones.
El Cazador está mirando la hoguera. El ordenador es la
hoguera. La pantalla del ordenador es la hoguera. Gira el cuello
para mirar como avanzan los cuentos. Le conmueve verlos a todos
a la vez. Está acostumbrado a tratar con ellos de uno
en uno.
De uno en uno. En todos ha puesto lo mejor de sí mismo.
En todos ellos se ha dejado el alma. Y por eso le gustaría
que todos fuesen iguales, el cuento más pequeño
y desvalido y el más largo y brillante. Ese deberá
ser su nuevo trabajo. Cuando acabe con la caza. Mañana.
Procurar que los trescientos sesenta y cinco cuentos sigan juntos,
se publiquen juntos. Sólo juntos, él lo sabe mejor
que nadie, pueden ser individualmente comprendidos por completo,
porque cobran un nuevo sentido. No es sólo la historia
que cada uno cuenta, sino su relación con el relato anterior,
con el relato siguiente, con el relato situado a más
de cien números de distancia, con el conjunto completo
de todos los relatos.
Se le humedecen las manos sólo con pensar en el nuevo
trabajo que le espera. Los lectores ya están con él,
se lo han demostrado en más de un millar de correos electrónicos
recibidos en su ordenador-hoguera. Es la primera vez, que él
sepa, que se ha escrito un libro pudiendo pulsar, conocer, de
modo inmediato las reacciones de los lectores a los que va destinado.
Más de trescientos lectores que el Cazador ha ido reuniendo
de las maneras más diversas: antiguos amigos, oyentes
de un programa de radio, personas que le vendían algo,
parientes, invitados a una fiesta a la que El Cazador también
estaba invitado, y entre los que hay: dependientes, críticos,
ejecutivos, editores, vecinos, directores de cine, funcionarios,
autores de teatro... Todos le han dado su aprobación.
Están con él. Y él con ellos. Pero no basta.
Yo solo nada puedo. Es una frase que ya hace más de un
mes le viene con frecuencia a la cabeza. Yo solo nada puedo.
En efecto, él solo nada puede. Ahora necesita la colaboración,
la complicidad, del mundo entero para que su esfuerzo haya realmente
servido para algo. Y sabe que se va a encontrar con varias barreras
terribles, casi imposibles de franquear, como le ha demostrado
su propia experiencia. En primer lugar: los lectores profesionales,
los hombres y mujeres a los que las editoriales pagan para que
digan "no" a lo nuevo, "no" a aquello para
lo que no exista la seguridad de que va a resultar rentable.
El Cazador lo sabe porque antes de convertirse en El Cazador
fue El Lector. En una agencia literaria, en tres editoriales.
Un trabajo arduo y mal pagado, que acaba por matar el placer
de leer. De algún modo el peor, el más ingrato,
de los trabajos, porque aún cuando el lector profesional,
contraviniendo las directrices más claras de los directivos,
se arriesga y acierta, su nombre se pierde en el anonimato.
Y es a ellos, a esos seres raramente felices, a quien deberá
convencer el Cazador. Primero a ellos -pero alguno habrá
que no tenga todavía el corazón gastado, alguno
habrá que disfrute con estos trescientos sesenta y cinco
cuentos- y luego al editor final; el último y gran obstáculo
para llegar a los miles de lectores que él sabe, tiene
la absoluta certeza, le están esperando. Y si logra eso,
hacer ese milagro, ya no necesitará convencer a nadie
más, quizá a la prensa, pero ni siquiera a la
prensa, porque ya no será él, serán los
trescientos sesenta y cinco entes, que él al cerrar los
ojos imagina como personas bajando hacia el valle donde está
sentado con la mirada fija en la blanca pantalla de su hoguera,
quienes deberán demostrar que se merecen un pequeño
sitio en la historia.
Aunque ahora da igual, importa poco la historia en estos momentos
demasiado cercanos.
Ya están llegando. Todos los cuentos; menos uno: el que
escribirá mañana. Se ha hecho de noche. No queda
leche en el vaso. Hay un cigarrillo a medio consumir en el cenicero.
El Cazador lo enciende. Mira la pantalla. Sonríe. Da
unas caladas. Archiva con un golpe del ratón el documento.
Vuelve a cerrar los ojos y siente que todos los cuentos le miran.
¡Un momento, está escuchando algo! Cierra los ojos
con más fuerza y abre los oídos. Sí, no
se ha equivocado. Cada cuento, que ahora ve con la boca entreabierta,
emite su propio sonido. Están cantando. La Canción
de El Cazador. Es hermosa. Aún más hermosa de
lo que El Cazador había soñado.
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