Alfred
-¿Sí?, dígame.
-Cariño, ¿eres tú? Ya sé que no debo llamarte
a estas horas, pero es que te echaba tanto de menos que he sido incapaz
de controlarme. Necesitaba escuchar tu voz, aunque sólo fuera
unos instantes.
-Ah.
-¿No puedes hablar, verdad? Está por ahí cerca
la mala pécora de tu mujer, y también los niños,
me imagino. No me lo niegues porque los estoy oyendo. Me cuesta comprender
que puedas estar ahí, aguantando todo ese griterío cuando
podrías estar en mi apartamento tomándote una copa conmigo
y escuchando a Antonio Carlos Jobim tranquilamente, bueno, más
o menos tranquilamente porque el modelito que llevo quizá no
sea lo más adecuado para tranquilizar a nadie. ¿A que
no adivinas como es?
-No.
-Ja ja, te confieso que me resulta un poco difícil de describir,
porque hasta la palabra más corta sería larga en comparación
con lo que llevo puesto. Digamos que consiste en dos, no, tres, tiras
blancas no muy gruesas que algo me tapan, no te creas.
-Humm.
-Podrías decir algo más expresivo que esos monosílabos
estúpidos, o cuando vengas esta noche a mí a lo mejor
también a mí me da por decir monosílabos en lugar
de las cochinadas que a ti te gusta escuchar y así estaríamos
en paz. ¿Qué sucede, que tienes el culo de la morsa pegado
al tuyo y puede escuchar mis palabras? Pues que me oiga, ¿entiendes?
¡Qué me oiga! Ya estoy harta de tanto secretismo. ¿Te
enteras? ¡Harta!
-¡Alfred!
-¿Alfred? ¿Desde cuándo me llamo yo Alfred? Ya
se te ha olvidado que soy Tracey, tu chochito, la niña de la
boca neumática que te hace pasar esos momentos tan agradables.
Eres un cabrón, eso es lo que eres, y voy a colgar ahora mismo
y cuando vengas esta noche no esperes encontrarme en casa ni te molestes
en marcar mi número porque voy a bloquear en el móvil
las llamadas entrantes durante una semana, para que aprendas a llamarme
Alfred, ¿me has oído, cacho maricón?
-Sí.
-¿Sí? Te mato, te mato. Te juro que te mato, ya me advirtió
mi madre contra los hombres casados, mucha palabrería hasta que
consiguen lo que quieran, pero luego no os despegáis de las faldas
de vuestras señoras hasta que os morís de viejos. No me
llames. No me llames ni vengas a verme. Hemos terminado. ¡Terminado!
-Sí, ¿dígame?
-Cariño, perdóname, lo siento mucho, de verdad que lo
siento mucho. No sé lo que me ha pasado. No he caído que
Alfred era un nombre en clave con el que intentabas indicar que estás
loco por mis huesos.
-Grrr.
-Pero al poco de colgar me he dado cuenta que Alfred era el nombre del
amante de Óscar Wilde, lord Alfred Douglas, no soy tan tonta
ni tan inculta como parezco. Y tú me has llamado Alfred porque
así me podías decir entre líneas, sin que se enterase
tu mujer, que me quieres, que soy tu perdición, y que antes o
después lo dejarás todo para venirte conmigo. Nos casaremos,
claro, y tendremos muchos hijos, cinco al menos.
-Mmn.
-Llámame Alfred otra vez, que me pone cachonda. Como me lo vuelvas
a decir soy capaz de empezar a tocarme ahora mismo. Anda dímelo,
dímelo muchas veces, Alfred, Alfred, Alfred, para que me corra
yo aquí solita escuchando la voz de mi hombre.
-¿Quién era? ¿Otra
vez esa zorra en celo? Deberías mandarla a paseo. Si se entera
de que estás conmigo y no con tu legítima sería
capaz de tirarse por la ventana.
-Vamos, no puedo dejarla, sabes perfectamente que la necesitamos. Mi
esposa es muy tolerante con respecto a las mujeres, pero seguro que
me pediría el divorcio si se enterase de lo nuestro, Alfred.
Indice El Año del Cazador
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