Que me muerdan
los perros
Medianoche. Enfrente de la catedral de la Almudena.
Turistas en la terraza del único bar de la zona. Un amigo,
quizá más bien alguien que fue un amigo (pero
mucho muchísimo tiempo: 28 años), me cita en su
casa para charlar. La casa está muy cerca de la Catedral.
Llamo al timbre del portero automático y nadie responde.
Nadie abre. Llamada perdida al móvil. Dos minutos después
suena el mío.
-Estamos en los jardines frente a la Catedral.
Los jardines son infinitos. Me da una explicación vaga
de dónde está. Están. Paso el
seto -no hay ninguna entrada a esos jardines- y veo un grupo
junto al muro más cercano al célebre Palacio de
la Princesa de Éboli. ¿Estará allí?
No veo muy bien de noche si no me he puesto las lentillas. Avanzo
dos pasos. Oigo un ladrido. Y luego nada más. Una mancha
blanca que crece y crece. El perro. El perro que cubre los casi
doscientos metros que nos separan a toda la velocidad que le
dan sus cortas piernas. No ladra. No avisa. Salta sobre mí.
Sus dientes buscan mis testículos. Le esquivo por instinto.
La boca ya ha hecho presa en mi pierna izquierda. Intento calmarle
pero salta de nuevo. Alcanza mi mano izquierda. Y entonces me
enfado. Me enfado de verdad. El perro parece el mismísimo
diablo; pero si él es el diablo yo soy Dios cabreado.
Le insulto. Ladro. Pateo. Amenazo. Le hago retroceder. Me lo
habría comido. Hasta que un hombre, un vagabundo de ojos
azules, alcohólicos e incrédulos, le coge de la
correa y se lo lleva. Mi amigo está a cincuenta metros
de distancia del lugar dónde el perro me ha atacado.
No ha movido un dedo. No se ha levantado del césped donde
estaba sentado su colega El Simple. Las heridas en las manos
son siempre espectaculares. Sangro como todas las fuentes del
Palacio de Aranjuez juntas. Sólo cuando insulto a mi
ex-amigo, le amenazo como al perro, se digna a aparecer. El
Sámur tarda veinticinco minutos en llegar. La policía
media hora. Ni rastro del vagabundo ni su perro. Pero nada me
altera. Estoy absolutamente tranquilo. Manejo la situación
cómo si la hubiera planeado. Llevo bien que me muerdan
los perros. Los enfermeros del Sámur se llaman Elías
y Santiago. El cirujano del 12 de Octubre que me pincha en la
mano dos veces para dormirla es David. La enfermera que limpia
la herida con un instrumento que parece la parte que raspa de
una vileda responde por Barbi. Los policías
que me llevan a buscar mi coche y uno lo conduce hasta mi casa
mientras otro nos sigue, son Pablo y Luis. Hablo con ellos como
si estuviera haciendo un reportaje. No me siento víctima
de nada. Durante una semana tengo que dejar la novela en la
que estoy trabajando. No puedo nadar: mi único momento
lúdico diario. Pero nunca he estado mejor. El ataque
del perro ha roto todas mis rutinas. Lo que no mata te hace
más fuerte. Vacunas. Antibióticos. Curas y vendas.
Da igual. Amo los desafíos. Me gusta luchar. A Don Quijote
le ladraban los perros. A mí me muerden. Debo ser más
incómodo para el mundo que el jefe de Sancho Panza. Lo
llevo bien. Muy bien. Un regalo. Que me muerdan los perros.
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