La Relatividad, agosto 2005


Las Alegres Fiestas del Verano

Las adoro, las fiestas que montan los ayuntamientos en verano; me parecen tan deliciosas como cuando paseando por el campo un día de primavera, arrullado por el tolón de las vacas y el pío pío de los pajaritos atraviesa a toda galleta el camino una moto a la que el capullo, o capulla, que la conduce ha quitado el silenciador para mayor disfrute de aquellos que se cruzan en su camino.
¿Cómo no amar estas entrañables fiestas cuando, como ahora mismo, están temblando todos los cristales de mi casa y tiritando las persianas que he bajado para protegerlos por obra y gracia de un equipo de música pedorro, nulamente ecualizado, en el que el delicado redoble de la batería se come cualquier ingenuo intento de melodía? Es un verdadero regalo, el escenario instalado frente a mi pequeña casa, lleno de humo y con dos giradiscos dando vueltas sin ton ni son, aprovechando que es una hora -las cuatro de la mañana- en la que seguro a ningún vecino se le ocurre ninguna cosa mejor que hacer que disfrutar con el parkinson que afecta a sus cristales. Sería un egoísmo brutal pedir que la apagasen o al menos bajasen el volumen hasta un extremo apto para humanos con el oído en condiciones de funcionamiento estándar, porque ante el escenario lleno de humo, los dos giradiscos y el gordo y amuermado disck-jockey al menos hay doscientos, o quizá hasta trescientas.... sillas vacías. Sí, ni Dios. Sólo el dulce chunda chunda que me hace pensar si habría algún modo de darle a las ventanas algún tipo de tranquilizante: Valium líquido o algo por el estilo. Ni Dios mira al escenario del que sale humo blanco sin parar. Ni Dios, un par de niños pálidos y agotados y un borracho con coleta, como máximo. Pero, ¡qué siga la música, que continúe el espectáculo, que los vecinos que están en la cama sueñen que aviones de algún país enemigo están bombardeando su ciudad!
No deja de resultar chocante, curioso, original, peculiar, pizquita sorprendente que estos eventos que hacen las delicias de los vecinos los organicen los mismos políticos que ahora presumen de aplicar la ley antirruidos -para luchar contra la contaminación acústica que producen los sucios particulares con sus baretos- con una contundencia desconocida en la historia de España. Claro que no en todas partes se aplica la ley con mayor rigor: hay que ser más estricto con el bar que está situado justo debajo de la novia de un concejal que con uno que sólo le rompe los nervios a un político del partido que en esta vuelta de tortilla no está al mando de las arcas públicas. El ayuntamiento, las comunidades autónomas, el gobierno central, pueden hacer todo el ruido que les dé la gana; igual que la poli puede saltarse los límites de velocidad o el guardia de un supermercado comerse los cacahuetes porque para eso está el dicho: quien manda manda.
Acaba de parar la música, son las cuatro y veintisiete minutos de la noche. Mañana más. Que días tan maravillosos estos de las fiestas. Mañana me quito las orejeras y seguro que imitando los temblores de mis cristales hasta consigo inventarme un baile nuevo.