Las Alegres Fiestas del Verano
Las adoro, las fiestas que montan los ayuntamientos
en verano; me parecen tan deliciosas como cuando paseando por
el campo un día de primavera, arrullado por el tolón
de las vacas y el pío pío de los pajaritos atraviesa
a toda galleta el camino una moto a la que el capullo, o capulla,
que la conduce ha quitado el silenciador para mayor disfrute
de aquellos que se cruzan en su camino.
¿Cómo no amar estas entrañables fiestas
cuando, como ahora mismo, están temblando todos los cristales
de mi casa y tiritando las persianas que he bajado para protegerlos
por obra y gracia de un equipo de música pedorro, nulamente
ecualizado, en el que el delicado redoble de la batería
se come cualquier ingenuo intento de melodía? Es un verdadero
regalo, el escenario instalado frente a mi pequeña casa,
lleno de humo y con dos giradiscos dando vueltas sin ton ni
son, aprovechando que es una hora -las cuatro de la mañana-
en la que seguro a ningún vecino se le ocurre ninguna
cosa mejor que hacer que disfrutar con el parkinson que afecta
a sus cristales. Sería un egoísmo brutal pedir
que la apagasen o al menos bajasen el volumen hasta un extremo
apto para humanos con el oído en condiciones de funcionamiento
estándar, porque ante el escenario lleno de humo, los
dos giradiscos y el gordo y amuermado disck-jockey al menos
hay doscientos, o quizá hasta trescientas.... sillas
vacías. Sí, ni Dios. Sólo el dulce chunda
chunda que me hace pensar si habría algún modo
de darle a las ventanas algún tipo de tranquilizante:
Valium líquido o algo por el estilo. Ni Dios mira al
escenario del que sale humo blanco sin parar. Ni Dios, un par
de niños pálidos y agotados y un borracho con
coleta, como máximo. Pero, ¡qué siga la
música, que continúe el espectáculo, que
los vecinos que están en la cama sueñen que aviones
de algún país enemigo están bombardeando
su ciudad!
No deja de resultar chocante, curioso, original, peculiar, pizquita
sorprendente que estos eventos que hacen las delicias de los
vecinos los organicen los mismos políticos que ahora
presumen de aplicar la ley antirruidos -para luchar contra la
contaminación acústica que producen los sucios
particulares con sus baretos- con una contundencia desconocida
en la historia de España. Claro que no en todas partes
se aplica la ley con mayor rigor: hay que ser más estricto
con el bar que está situado justo debajo de la novia
de un concejal que con uno que sólo le rompe los nervios
a un político del partido que en esta vuelta de tortilla
no está al mando de las arcas públicas. El ayuntamiento,
las comunidades autónomas, el gobierno central, pueden
hacer todo el ruido que les dé la gana; igual que la
poli puede saltarse los límites de velocidad o el guardia
de un supermercado comerse los cacahuetes porque para eso está
el dicho: quien manda manda.
Acaba de parar la música, son las cuatro y veintisiete
minutos de la noche. Mañana más. Que días
tan maravillosos estos de las fiestas. Mañana me quito
las orejeras y seguro que imitando los temblores de mis cristales
hasta consigo inventarme un baile nuevo.
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