La Relatividad, 6 noviembre 2005, Cambio16

Es De Noche Y Un Hombre Se Está Muriendo

Es de noche. Más que de noche. Porque así es la noche en África. Más que noche: oscura como un mal pensamiento Llueve. Sopla el viento. No hace frío. Pero el hombre está temblando a pesar de las dos gruesas mantas. A su lado: una religiosa. Una mujer tan valiente como para haber aceptado irse a vivir al otro lado del mundo. Para ayudar a su prójimo y evangelizar a los salvajes. Cree en ello. Ella cree en su Dios que le ha dado fuerzas para abandonar Europa e instalarse en la humilde misión que esta noche azotan con particular impiedad la lluvia y el viento. Sabe lo que le sucede al hombre.
Es un hombre joven. Un muchacho. Ahora tiene los ojos cerrados pero no cesa de gemir y pedir auxilio: madre, ayúdeme, madre.. La monja le mira culpable y aterrada. Porque sabe... Sabe lo que le sucede al hombre, y como curarlo.
El mosquito. El mosquito anofeles. El pequeño e inocente insecto que transmite el paludismo. Bastaría con un par de pastillas de quinina. Hace semanas que pidieron suministros. Hace semanas que la gente se muere ante sus ojos en la pequeña misión del paupérrimo país africano. La capital está a un día de camino en un buen todoterreno, pero ellas no cuentan con ningún buen todoterreno; sólo un camión ya muy viejo, destartalado.
La mujer ha cogido la mano del hombre quien acaba de abrir los ojos. No se atreve a mentirle. No se atreve a decirle que no pasa nada. Durante unas horas pensó que las dos aspirinas que le hizo ingerir, y el deseo de vivir del jovene, obrarían el milagro. Ahora es evidente que no. Las dos bombillas que iluminan la sala de la enfermería tiemblan tanto como el hombre que se está muriendo. Las alimenta un grupo eléctrico que ha habido que atar a un árbol pues las vibraciones le hacían moverse como si quisiera salir huyendo. ¿Y quién no querría salir huyendo de ese agujero? La religiosa se libera de la mano del moribundo, se levanta de la silla y sale de la sala para dirigirse a un armario blanco que hay en el despacho situado en la pieza contigua. Abre el armario. Tan blanco por fuera como por dentro. Allí están. Las medicinas. La magia del hombre occidental capaz de detener al demonio de la muerte. Dos cajas completas. Podría coger un par de comprimidos. Sólo un par de comprimidos. Vuelve a cerrar el armario. Con el máximo cuidado. Para que no haga ruido al cerrarse. Las tres religiosas que hay en la misión respetan sin la menor posibilidad de fisura el pacto tácito. Hay que guardar esas medicinas. Mejor dejarlas caducar que utilizarlas. Por si ellas, cualquiera de ellas, que ya lo han sacrificado todo -y Dios no las puede pedir más- cayeran enfermas. Hay lágrimas en los ojos de la religiosa. Lágrimas de pena. Lágrimas de miedo. La lluvia hace el efecto de un dios furioso tableteando con los dedos sobre la chapa del tejado. Se ha vuelto a sentar junto al moribundo. Le coge la mano. Mantiene su mano cogida hasta que pasa la noche y cesa la lluvia. La mantiene, apretada dentro de la suya, hasta que siente como se queda fría. Con ese frío del que sólo somos capaces cuando ya hemos muerto.