Es 
                  De Noche Y Un Hombre Se Está Muriendo 
                  Es de noche. Más que de noche. Porque 
                    así es la noche en África. Más que noche: 
                    oscura como un mal pensamiento Llueve. Sopla el viento. No 
                    hace frío. Pero el hombre está temblando a pesar 
                    de las dos gruesas mantas. A su lado: una religiosa. Una mujer 
                    tan valiente como para haber aceptado irse a vivir al otro 
                    lado del mundo. Para ayudar a su prójimo y evangelizar 
                    a los salvajes. Cree en ello. Ella cree en su Dios que le 
                    ha dado fuerzas para abandonar Europa e instalarse en la humilde 
                    misión que esta noche azotan con particular impiedad 
                    la lluvia y el viento. Sabe lo que le sucede al hombre.
                    Es un hombre joven. Un muchacho. Ahora tiene los ojos cerrados 
                    pero no cesa de gemir y pedir auxilio: madre, ayúdeme, 
                    madre.. La monja le mira culpable y aterrada. Porque sabe... 
                    Sabe lo que le sucede al hombre, y como curarlo.
                    El mosquito. El mosquito anofeles. El pequeño e inocente 
                    insecto que transmite el paludismo. Bastaría con un 
                    par de pastillas de quinina. Hace semanas que pidieron suministros. 
                    Hace semanas que la gente se muere ante sus ojos en la pequeña 
                    misión del paupérrimo país africano. 
                    La capital está a un día de camino en un buen 
                    todoterreno, pero ellas no cuentan con ningún buen 
                    todoterreno; sólo un camión ya muy viejo, destartalado.
                    La mujer ha cogido la mano del hombre quien acaba de abrir 
                    los ojos. No se atreve a mentirle. No se atreve a decirle 
                    que no pasa nada. Durante unas horas pensó que las 
                    dos aspirinas que le hizo ingerir, y el deseo de vivir del 
                    jovene, obrarían el milagro. Ahora es evidente que 
                    no. Las dos bombillas que iluminan la sala de la enfermería 
                    tiemblan tanto como el hombre que se está muriendo. 
                    Las alimenta un grupo eléctrico que ha habido que atar 
                    a un árbol pues las vibraciones le hacían moverse 
                    como si quisiera salir huyendo. ¿Y quién no 
                    querría salir huyendo de ese agujero? La religiosa 
                    se libera de la mano del moribundo, se levanta de la silla 
                    y sale de la sala para dirigirse a un armario blanco que hay 
                    en el despacho situado en la pieza contigua. Abre el armario. 
                    Tan blanco por fuera como por dentro. Allí están. 
                    Las medicinas. La magia del hombre occidental capaz de detener 
                    al demonio de la muerte. Dos cajas completas. Podría 
                    coger un par de comprimidos. Sólo un par de comprimidos. 
                    Vuelve a cerrar el armario. Con el máximo cuidado. 
                    Para que no haga ruido al cerrarse. Las tres religiosas que 
                    hay en la misión respetan sin la menor posibilidad 
                    de fisura el pacto tácito. Hay que guardar esas medicinas. 
                    Mejor dejarlas caducar que utilizarlas. Por si ellas, cualquiera 
                    de ellas, que ya lo han sacrificado todo -y Dios no las puede 
                    pedir más- cayeran enfermas. Hay lágrimas en 
                    los ojos de la religiosa. Lágrimas de pena. Lágrimas 
                    de miedo. La lluvia hace el efecto de un dios furioso tableteando 
                    con los dedos sobre la chapa del tejado. Se ha vuelto a sentar 
                    junto al moribundo. Le coge la mano. Mantiene su mano cogida 
                    hasta que pasa la noche y cesa la lluvia. La mantiene, apretada 
                    dentro de la suya, hasta que siente como se queda fría. 
                    Con ese frío del que sólo somos capaces cuando 
                    ya hemos muerto.