Houellebecq, El Alegre Cabrón
Francés
“El día que se suicidó mi
hijo me hice unos huevos con tomate”.
¿Se imaginan a un escritor español escribiendo
una frase así? No, claro. Si un escritor español
se permitiese una frase así, y luego la apostillase,
tras citar el Eclesiastés (más vale perro vivo
que león muerto), con un “nunca quise
a ese niño: era tan idiota como su madre y tan malo
como su padre. Su desaparición estaba lejos de ser
una catástrofe; podemos apañárnoslas
sin seres humanos como él”, no
publicaría sus libros nadie en nuestro país;
tampoco ningún editor americano, inglés o alemán.
Pero, señoras, señores, el autor de esa frase
se llama Michel Houellebecq y es francés,
y en Francia más que respetar la libertad de expresión
(eso se la pela, como en cualquier otro sitio) se venera a
los “enfants terribles”, a aquellos capaces de
epatar a los lectores, televidentes u oyentes de un programa
de radio. En Francia, la decadente Francia, se permiten esas
vueltas de tuerca porque están tan de vuelta de todo
hace muchos años: desde que jugaron a decapitar a su
estúpida nobleza y realeza (aquí estamos pensando
en cambiar la constitución para que también
las niñas lleguen a ser reyes, quiero decir reinas,
y poder mirarlas como si fuesen concursantes de Gran
Hermano versión Gran Lux).
La última novela de Michel Houellebecq,
titulada LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA, es consecuencia
natural, monetariamente natural, de su muy brillante y exitosa
obra anterior: LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES,
pero ahora Michel (permítanme que le llame por su nombre
de pila, le leo en su idioma original y tiene mi misma edad;
es de los míos) es rico, asquerosamente rico (presume
de ello en la novela) y puede permitirse ser el tipo más
cínico, descarnado y vacilón de la Europa
Babel en la que nos está tocando vivir. Y
es una delicia que en estos tiempos -blanditos, amariconadillos,
políticamente correctísimos en que ni siquiera
se nos permite ya fumar cigarrillos mientras nos emborrachamos-
alguien se descojone de todo, se ría de los árabes,
los palestinos, los judíos, la literatura (“Nabokov,
ese poetucho mediocre”, “Releo algunos párrafos
de Agatha Christie y lloro”), la religión,
la familia y hasta -oh, lo más sagrado entre lo sagrado-
los animales de compañía.
No les voy a contar la novela, ni explicarles la técnica
de intercalados que utiliza para hacer digerible la parte
más aburrida de la misma, pero sí les confesaré
que he subrayado (y copiado) más de cuarenta frases
completas, y voy a utilizar otra de ellas para cerrar esta
columna sobre la novela que más me ha divertido e interesado
en los últimos cinco años, una novela que -nadie
es perfecto- acaba renqueando (el autor no puede más)
y que para los españoles tiene el aliciente añadido
de que transcurre en Almería, Madrid, e incluso Murcia
y Albacete. “Durante toda mi vida no me
había interesado más que por mi polla o por
nada; ahora mi polla estaba muerta y yo la seguía en
su funesta decadencia”.
Nada más. Lean a Houellebecq y dejense escandalizar
a placer. En esta estúpida sociedad nuestra es uno
de los pocos lujos que nos restan.