La Relatividad, Segunda Semana Enero 2006


Houellebecq, El Alegre Cabrón Francés

El día que se suicidó mi hijo me hice unos huevos con tomate”.
¿Se imaginan a un escritor español escribiendo una frase así? No, claro. Si un escritor español se permitiese una frase así, y luego la apostillase, tras citar el Eclesiastés (más vale perro vivo que león muerto), con un “nunca quise a ese niño: era tan idiota como su madre y tan malo como su padre. Su desaparición estaba lejos de ser una catástrofe; podemos apañárnoslas sin seres humanos como él”, no publicaría sus libros nadie en nuestro país; tampoco ningún editor americano, inglés o alemán. Pero, señoras, señores, el autor de esa frase se llama Michel Houellebecq y es francés, y en Francia más que respetar la libertad de expresión (eso se la pela, como en cualquier otro sitio) se venera a los “enfants terribles”, a aquellos capaces de epatar a los lectores, televidentes u oyentes de un programa de radio. En Francia, la decadente Francia, se permiten esas vueltas de tuerca porque están tan de vuelta de todo hace muchos años: desde que jugaron a decapitar a su estúpida nobleza y realeza (aquí estamos pensando en cambiar la constitución para que también las niñas lleguen a ser reyes, quiero decir reinas, y poder mirarlas como si fuesen concursantes de Gran Hermano versión Gran Lux).
La última novela de Michel Houellebecq, titulada LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA, es consecuencia natural, monetariamente natural, de su muy brillante y exitosa obra anterior: LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES, pero ahora Michel (permítanme que le llame por su nombre de pila, le leo en su idioma original y tiene mi misma edad; es de los míos) es rico, asquerosamente rico (presume de ello en la novela) y puede permitirse ser el tipo más cínico, descarnado y vacilón de la Europa Babel en la que nos está tocando vivir. Y es una delicia que en estos tiempos -blanditos, amariconadillos, políticamente correctísimos en que ni siquiera se nos permite ya fumar cigarrillos mientras nos emborrachamos- alguien se descojone de todo, se ría de los árabes, los palestinos, los judíos, la literatura (“Nabokov, ese poetucho mediocre”, “Releo algunos párrafos de Agatha Christie y lloro”), la religión, la familia y hasta -oh, lo más sagrado entre lo sagrado- los animales de compañía.
No les voy a contar la novela, ni explicarles la técnica de intercalados que utiliza para hacer digerible la parte más aburrida de la misma, pero sí les confesaré que he subrayado (y copiado) más de cuarenta frases completas, y voy a utilizar otra de ellas para cerrar esta columna sobre la novela que más me ha divertido e interesado en los últimos cinco años, una novela que -nadie es perfecto- acaba renqueando (el autor no puede más) y que para los españoles tiene el aliciente añadido de que transcurre en Almería, Madrid, e incluso Murcia y Albacete. “Durante toda mi vida no me había interesado más que por mi polla o por nada; ahora mi polla estaba muerta y yo la seguía en su funesta decadencia”.
Nada más. Lean a Houellebecq y dejense escandalizar a placer. En esta estúpida sociedad nuestra es uno de los pocos lujos que nos restan.